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Tras una cena de Pascua a base de jamón, guisantes y puré de patatas, Charles «el Cowboy» Bellemare le birló veinte dólares a su hermana, condujo su coche hasta una casa donde vendían crack en Verdún y desapareció.

En verano aquella casa se revalorizó en el mercado inmobiliario y se vendió a buen precio. En invierno, a los nuevos propietarios se los llevaban los demonios por lo mal que tiraba la chimenea. El lunes 7 de febrero, el hombre de la casa abrió el tubo de tiro y empujó hacia arriba con el deshollinador. Sobre las cenizas cayó una pierna disecada.

El hombre llamó a la policía. La policía llamó a los bomberos y a la oficina del juez de instrucción. El juez de instrucción llamó a nuestro laboratorio forense y Pelletier se hizo cargo del caso.

Una hora después del desprendimiento de la pierna, Pelletier y dos técnicos del depósito de cadáveres miraban la casa desde el césped. Decir que la escena era desconcertante sería como decir que el día D fue un día muy ajetreado. Un padre escandalizado. Una madre histérica. Unos niños crispados. Vecinos fascinados. Policías fastidiados. Bomberos perplejos.

El doctor Jean Pelletier es el decano de los seis patólogos del Laboratorio de Ciencias Jurídicas y de Medicina Legal (LSJML, por sus siglas en inglés) de Quebec. Sufre de las articulaciones, le molesta la dentadura postiza y presenta tolerancia cero ante cualquier incidente o persona que le haga perder el tiempo. Pelletier echó un vistazo y pidió un martillo de demolición.

Pulverizaron la chimenea por fuera. Extrajeron un cadáver perfectamente ahumado, que, sujeto con correas a unas parihuelas, fue trasladado a nuestro laboratorio.

Al día siguiente, Pelletier miró atentamente los restos y dijo: «Ossements». Huesos.

Aquí entro yo, Temperance Brennan, antropóloga forense de Carolina del Norte y Quebec. ¿La Belle Province y Dixie? Es una larga historia que comenzó con un intercambio entre mi universidad, la Universidad Nacional de Carolina del Norte-Charlotte (NCCC) y la McGill. Al concluir el intercambio de un año volví al sur, pero conservé el empleo de asesora en el laboratorio de Montreal. Diez años más tarde sigo yendo y viniendo, y me considero uno de los pasajeros veteranos con más horas de vuelo.

Cuando llegué a Montreal para mi turno rotativo, en febrero, me encontré sobre la mesa la demande d’expertise en anthropologie de Pelletier.

El miércoles 16 de febrero los huesos de la chimenea formaban ya un esqueleto completo sobre mi mesa de trabajo. Aunque la víctima no había sido en absoluto partidaria de hacerse revisiones dentales periódicas —por lo cual cabía descartar la existencia de ficha odontológica—, el resto de indicios óseos correspondía a Bellemare. Edad, sexo, raza y estatura aproximada, además de los clavos quirúrgicos en el peroné y la tibia derechos, me confirmaban que se trataba del Cowboy desaparecido.

Aparte de una fractura en la base craneal en el nacimiento del pelo, probablemente como consecuencia de la caída por la chimenea, no descubrí otros indicios de trauma.

Estaba considerando cómo y por qué un hombre sube a un tejado y cae por la chimenea, cuando sonó el teléfono.

—Creo que necesito su ayuda, Temperance.

Solo Pierre LaManche me llamaba por mi nombre completo cargando el acento en la última sílaba. LaManche acababa de hacerse cargo de un cadáver que yo sospechaba presentaría tejidos en descomposición.

—¿Una putrefacción avanzada?

Oui. —Mi jefe realizó una pausa—. Y otros factores de complicación.

—¿Factores de complicación?

—Gatos.

Oh, Dios mío.

—Ahora mismo bajo.

Tras guardar en el disco el informe de Bellemare, salí del laboratorio, crucé las puertas de cristal que separaban la sección medicolegal del resto de la planta, doblé por un pasillo lateral y pulsé el botón de un ascensor solitario. Un ascensor accesible únicamente desde los dos niveles de seguridad del LSJML y desde la oficina del juez de instrucción, en la planta 11. Tenía un único destino: el depósito de cadáveres.

Durante mi descenso al sótano repasé lo que se había tratado por la mañana en la reunión de personal.

Avram Ferris, judío ortodoxo de cincuenta y seis años, había desaparecido hacía una semana. La víspera, el cadáver de Ferris apareció en un trastero del primer piso de su negocio. No había señales de allanamiento ni indicios de lucha. La empleada dijo que últimamente su comportamiento había sido extraño. La familia descartaba, sin lugar a dudas, la posibilidad de suicidio.

El juez de instrucción ordenó la autopsia. Los familiares de Ferris y el rabino se opusieron y hubo una acalorada negociación.

Ahora iba a ver a qué compromiso habían llegado.

Y la labor de los gatos.

Al salir del ascensor giré a la izquierda y luego a la derecha en dirección al depósito. Cerca de la puerta exterior del ala de autopsias, oí ruido en la sala de familiares, un triste cuarto reservado a quienes se cita para la identificación del cadáver.

Sollozos ahogados. Una voz de mujer.

Me imaginé el sombrío espacio con sus plantas de plástico, sus sillas de plástico y su ventana con discretos visillos, y sentí el dolor habitual. En el LSJML no realizábamos autopsias hospitalarias. Nada de hepatitis terminal. Nada de cáncer de páncreas.

Lo nuestro eran los homicidios, los suicidios, las muertes accidentales o repentinas e inexplicables. En la sala de familiares entraban solo aquellos que habían sido sorprendidos por lo impensable y lo imprevisto. Su duelo siempre me conmovía.

Abrí una puerta de color azul oscuro y crucé un estrecho pasillo, pasé delante de varios ordenadores, escurridores y carritos de acero inoxidable a la derecha y más puertas azules a la izquierda, todas con el letrero de SALLE D’AUTOPSIE. Al llegar a la cuarta de ellas, respiré hondo y entré.

Además de los esqueletos, yo me ocupo de los cadáveres quemados, momificados, mutilados y en estado de descomposición. Mi trabajo consiste en restablecer la identidad borrada. Suelo utilizar la sala cuarta porque tiene ventilación especial. Aquella mañana la instalación no daba abasto para eliminar el olor a podrido.

Hay autopsias que se hacen sin que nadie esté presente. Pero otras están muy concurridas. A pesar del hedor, en la autopsia de Avram Ferris había una buena asistencia.

LaManche. Su técnico ayudante, Lisa. Un fotógrafo de la policía. Dos agentes de uniforme. Un policía de la Sûrété du Québec (SQ) a quien no conocía. Un tipo alto, con pecas y más pálido que el tofu.

Otro policía de la SQ a quien sí conocía muy bien. Andrew Ryan. Un metro ochenta y cinco. Pelo color arena. Ojos azules de vikingo.

Nos saludamos con una inclinación de cabeza. El poli Ryan. La antropóloga Tempe.

Por si la representación oficial no bastara, cuatro desconocidos formaban una barrera hostil, hombro con hombro, a los pies del cadáver.

Les eché un vistazo. Varones. Dos cincuentones y dos ya casi setentones, seguramente. Pelo negro. Gafas. Barbas. Trajes negros. Solideos yarmulkes.

La barrera me dirigió una mirada estimativa. Ocho manos impasibles entrelazadas a las correspondientes espaldas rígidas.

LaManche se bajó la mascarilla y me presentó al cuarteto de observadores.

—Dado el estado del cadáver del señor Ferris, necesitamos a una antropóloga.

Cuatro miradas de estupefacción.

—La doctora Brennan es especialista en osteología —dijo LaManche en inglés—. Y está al corriente de sus requerimientos.

Aparte de un minucioso muestreo de sangre y tejidos, yo no tenía mucha idea de sus requerimientos.

—Siento mucho su pérdida —dije, apretando la carpeta portapapeles contra el pecho.

Cuatro fúnebres inclinaciones de cabeza.

«Su pérdida» ocupaba el centro del escenario, sobre una lámina de plástico extendida entre los restos y el acero inoxidable. En el suelo y alrededor de la mesa habían puesto otras láminas de plástico. En el carrito había bacines, tarros y ampollas vacías.

El cadáver estaba desnudo y lavado, pero sin incisiones. En el mostrador vi dos bolsas de papel. Me imaginé que LaManche había efectuado el examen externo con verificación de pólvora y otros rastros en las manos de Ferris.

Ocho ojos me siguieron cuando me acerqué al muerto. El observador número cuatro entrelazó las manos por delante de su bajo vientre.

Avram Ferris no parecía haber muerto hacía una semana. Parecía haber muerto en la época de Clinton. Tenía los ojos negruzcos, la lengua morada y la piel moteada, olivácea y con la textura de una berenjena. Su vientre estaba hinchado y su escroto era como dos balones.

Miré a Ryan en busca de una explicación.

—La temperatura del trastero era de casi noventa y dos grados —me informó.

—¿Tanto?

—Suponemos que un gato rozó el termostato —contestó Ryan.

Hice un cálculo rápido. Noventa y dos grados Fahrenheit eran unos treinta y ocho grados centígrados. No me extrañaría que Ferris tuviera el récord nacional de putrefacción.

Pero el calor no era el único factor crítico.

El hambre puede volver loco al más dócil de los seres. El hambre causa desesperación y nos hace prescindir de la ética. Si comemos, sobrevivimos. Es el instinto común que impulsa a las manadas, al depredador, a las caravanas de vuelta y a los equipos de fútbol. Puede convertir a un tierno gatito en un buitre.

Hasta Fido y Fluffy se vuelven unos buitres.

Avram Ferris cometió el error de morir encerrado con dos gatos, uno de pelo corto y otro siamés. Y con una parca ración de Friskies.

Rodeé la mesa.

El temporal y el parietal izquierdos de Ferris aparecían extrañamente separados. No podía ver el occipital, pero era evidente que había recibido un tiro en la nuca.

Me puse los guantes, introduje dos dedos bajo el cráneo y palpé. El hueso cedió como si fuera fango. Solo el cuero cabelludo lo sostenía por debajo.

Dejé reposar la cabeza y examiné el rostro.

No era fácil imaginarse qué aspecto habría tenido Ferris en vida. La mejilla izquierda estaba macerada, el hueso presentaba marcas de dentelladas y sobre ese horrible estofado rojizo destacaban unos fragmentos de brillos opalescentes.

Ferris conservaba casi intacta, aunque hinchada y marmórea, la parte derecha del rostro.

Me erguí y consideré la pauta de la mutilación. A pesar del calor y del hedor, los gatos no se habían aventurado más allá de la derecha de la nariz de Ferris ni más abajo, hacia el resto del cuerpo.

Comprendí por qué LaManche me necesitaba.

—¿Había una herida abierta en el lado izquierdo del rostro? —pregunté.

Oui. Y otra en la parte posterior del cráneo. La putrefacción y la obra de los gatos impiden determinar la trayectoria de la bala.

—Me hará falta un estudio radiológico del cráneo —le dije a Lisa.

—¿Con qué orientación?

—Desde todos los ángulos. Solo el cráneo.

—No puede ser —dijo el observador número cuatro—. Hicimos un trato.

—Mi cometido es establecer la verdad en este asunto —replicó LaManche, alzando la mano enguantada.

—Dio su palabra de que no habría retención de especímenes. —Aunque el rostro del hombre era del color de la harina, una mancha rosada tiñó sus mejillas.

—Salvo en caso de que fuera absolutamente inevitable —añadió LaManche con voz persuasiva.

El observador número cuatro se volvió hacia el hombre que estaba a su izquierda. El observador número tres alzó la barbilla y miró a través de los párpados entornados.

—Déjelo hablar —dijo el rabino, impasible, aconsejando paciencia. LaManche se volvió hacia mí.

—Doctora Brennan, proceda con su análisis sin manipular el cráneo ni los huesos no traumatizados.

—Doctor LaManche...

—Si no es posible, aplique el procedimiento normal.

No me gusta que me digan cómo he de hacer mi trabajo. No me gusta trabajar sin el máximo de datos posibles ni aplicar ningún procedimiento que no sea el óptimo.

Me gusta y respeto a Pierre LaManche. Es el mejor patólogo que he conocido.

Miré a mi jefe. El viejo asintió imperceptiblemente con la cabeza; eso significaba: «Haga lo que le digo».

Miré el rostro de los cuatro observadores. Reflejaban la lucha secular entre el dogma y el pragmatismo. El cuerpo es un templo. El cuerpo tiene conductos, pus y bilis.

Los cuatro rostros reflejaban la angustia del duelo. La misma angustia que había llegado a mis oídos minutos antes.

—Por supuesto —dije—. Avíseme cuando esté listo para retirar el cuero cabelludo.

Miré a Ryan y él me hizo un guiño. Ryan el poli insinuándose como Ryan el amante.

La mujer seguía llorando cuando salí del ala de autopsias. Ahora ya no se oía a su acompañante o acompañantes.

Me sentía indecisa por temor a entrometerme en la intimidad del dolor de otro.

¿Era eso? ¿O era un simple pretexto para protegerme?

Contemplo muchas veces el dolor. He sido testigo en muchas ocasiones del brutal estado de shock de los deudos al enfrentarse al hecho de que su vida ha sido fatalmente alterada. No volverán a comer en compañía del ausente. Ya no habrá más conversaciones. Ni preciosos recuerdos que compartir.

Veo el dolor sin poder ofrecer ayuda. Soy un testigo ajeno que observa después del choque, después del incendio, después del tiroteo. Yo formo parte del aullido de las sirenas, del acordonamiento policial, del cierre de la bolsa del cadáver.

No puedo paliar ese dolor abrumador. Y detesto mi impotencia.

Había dos mujeres sentadas, una al lado de la otra, pero sin tocarse. La más joven tendría treinta o cincuenta años. Tenía el cutis blanco, cejas espesas y llevaba el pelo, negro y rizado, recogido sobre el cuello. Vestía una falda negra y un jersey negro largo con cuello alto hasta la barbilla.

La anciana tenía la piel tan arrugada que me recordó las muñecas que hacen en las montañas de Carolina con manzanas secas. Llevaba un vestido hasta los pies de un color entre negro y morado, con hebras sueltas en el lugar de los tres botones superiores.

Me aclaré la garganta.

La anciana alzó la mirada y vi brillar las lágrimas en sus innumerables arrugas.

—¿Señora Ferris?

Los dedos nudosos apretaron varias veces un pañuelo.

—Soy Temperance Brennan; estoy de ayudante en la autopsia del señor Ferris.

La anciana dejó caer la cabeza hacia un lado y se le descolocó la peluca.

—Las acompaño en el sentimiento. Comprendo por lo que están pasando.

La más joven levantó sus impresionantes ojos color lila.

—¿De verdad?

Buena pregunta.

El duelo es difícil de entender. Lo sé. Mi comprensión de él es incompleta. Eso también lo sé.

Mi hermano murió de leucemia a la edad de tres años; perdí a mi abuela ya nonagenaria, y en ambos casos el dolor fue como un ser vivo que invadió mi ser y se instaló profundamente en mi médula y en mis terminaciones nerviosas.

Kevin era apenas un bebé grande y la abuela vivía sumida en recuerdos de los que yo no formaba parte. Yo los quería y ellos me querían a mí, pero no ocupaban el centro de mi vida. Y fueron dos muertes previsibles.

¿Cómo se supera la muerte repentina de un cónyuge? ¿O la de un hijo?

No quería imaginarlo.

—No pretenda entender nuestro sufrimiento —insistió la más joven.

Innecesariamente agresiva, pensé. Un pésame de circunstancias no deja de ser un pésame.

—Por supuesto que no —dije, mirando a una y otra—. Ha sido un atrevimiento por mi parte.

Ninguna de las dos dijo nada.

—Siento mucho que hayan perdido a un ser querido.

La mujer más joven hizo una pausa tan larga que pensé que iba a replicar.

—Soy Miriam Ferris. Avram es..., era mi marido. —Alzó la mano e hizo otra pausa, como si estuviera indecisa—. Dora es la madre de Avram.

Esbozó con la mano un gesto hacia Dora y la enlazó con la otra.

—Me imagino que nuestra presencia durante la autopsia está fuera de lugar. Nosotras no podemos hacer nada —añadió Miriam con voz ronca y cargada de pesadumbre—. Todo esto es... —me espetó sin acabar la frase, clavando en mí la mirada.

Traté de encontrar alguna palabra reconfortante, de ánimo, algo puramente lenitivo. Pero, aparte de los clichés habituales, no se me ocurría nada.

—Comprendo el dolor de perder a un ser querido.

Una contracción nerviosa hizo palpitar la mejilla derecha de Dora. Sus hombros se hundieron y dejó caer la cabeza sobre el pecho.

Me acerqué a ella, me puse en cuclillas y le cogí la mano.

—¿Por qué Avram? —dijo entre sollozos—. ¿Por qué mi único hijo? Una madre no debe enterrar a su hijo.

Miriam dijo algo en hebreo o yidis.

—¿Qué Dios es este? ¿Por qué hace esto?

Miriam la regañó en voz baja.

Dora alzó los ojos hacia mí.

—¿Por qué no se me ha llevado a mí? Yo soy vieja y estoy dispuesta —añadió con sus arrugados y temblorosos labios.

—Yo no sé la respuesta, señora —dije con un tono de amargura.

Una lágrima de Dora mojó mi pulgar. Bajé la vista al sentir la humedad. Tragué saliva.

—¿Les apetece tomar un té, señora Ferris?

—No. Muchas gracias —contestó Miriam.

Apreté la mano de Dora. Noté que su piel era seca y sus huesos, frágiles.

Sintiéndome como una inútil, me levanté y le entregué una tarjeta a Miriam.

—Estaré unas cuantas horas arriba. Si desean algo, no dude en llamarme.

Al salir de la sala de familiares vi que uno de los observadores barbudos estaba en el pasillo.

Al llegar a su altura, el hombre me cortó el paso.

—Ha sido muy amable —dijo con un curioso tono chirriante, como la voz de Kenny Rogers en la canción Lucille.

—Una ha perdido a su hijo y la otra, a su marido.

—He visto lo que ha hecho y es evidente que es usted una persona compasiva. Una persona de honor.

¿A qué venía todo aquello?

El hombre se mostraba indeciso, como si se debatiera consigo mismo. Al fin, metió la mano en el bolsillo, sacó un sobre y me lo entregó.

—Este es el motivo de la muerte de Avram Ferris.

Tras la huella de Cristo

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