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Por la mañana, Ryan se marchó pronto, comentando algo sobre neumáticos, equilibrado y llantas torcidas. Yo no soy muy buena oyente a las siete de la mañana. Y no siento el menor interés por los neumáticos.

Suelo utilizar la conexión aérea entre Charlotte y Montreal, y puedo recitar de memoria los vuelos de US Airways. Sabiendo que el vuelo directo diario había sido suprimido, estaba segura de que Jake no aparecería antes de mediodía. Me di la vuelta en la cama y me hundí en el sueño.

A las ocho tomé una rosquilla y un café, y me fui al laboratorio. Iba a estar fuera cinco días y sabía que la familia Ferris ansiaba tener noticias.

Y hacerse cargo del cadáver.

Pasé otra mañana con el tubo de Elmer’s, uniendo las docenas de fragmentos pegados la víspera. Como si ensamblara átomos para formar moléculas y obtener células, logré reconstruir la bóveda.

Los huesos faciales no eran tan fáciles. El astillamiento era considerable, por obra de los gatos o por efecto de la fragilidad de los propios huesos. Era imposible reconstruir el lado izquierdo del rostro de Ferris.

No obstante, se esbozaba un patrón. Aunque las líneas eran complejas, no parecía haber fisuras cruzadas con la fractura en estrella irradiada por el orificio que se abría por detrás de la oreja derecha de Ferris. La secuencia de la fractura indicaba que ese era el orificio de entrada.

Pero ¿por qué los márgenes del orificio tenían el bisel hacia fuera del cráneo? En un orificio de entrada habría debido estar hacia dentro.

Solo se me ocurría una explicación, pero faltaban los fragmentos de la zona inmediata superior y de la izquierda. Para estar segura, me resultaba imprescindible obtener esos fragmentos.

A las dos escribí una nota a LaManche explicándole lo que me faltaba. Le recordé mi viaje para asistir al congreso anual de la Academia Americana de Ciencias Forenses en Nueva Orleans, y que volvería a Montreal el miércoles por la noche.

Durante las dos horas siguientes hice recados. Banco. Tintorería. Comida para el gato. Semillas para la cacatúa. Ryan había aceptado ocuparse de Birdie y Charlie, pero él tenía curiosas ideas respecto a la alimentación de los animales domésticos y yo quería asegurarla convenientemente.

Jake me telefoneó cuando entraba en el garaje de casa. Estaba en el portal. Corrí escaleras arriba, le abrí la puerta y nos dirigimos por el pasillo hacia mi apartamento.

Por el camino recordé la primera vez que vi a Jake Drum. Yo era nueva en la UNCC y conocía a pocos profesores ajenos a mi especialidad. Y a ninguno del departamento de estudios religiosos. Jake se presentó una tarde en mi laboratorio, en una época en que las agresiones a las estudiantes habían provocado anuncios de medidas de seguridad por los altavoces del campus.

Me puse nerviosa como un ratoncito que ve a través de un cristal una pitón con cara de hambre.

Pero mis temores eran infundados: Jake solo pretendía hacerme una pregunta sobre conservación de huesos.

—¿Quieres un té? —pregunté.

—Ya lo creo. En el avión he tomado una galletita salada y un Sprite.

—Los platos están a tu espalda.

Vi cómo Jake elegía tazas y pensé en lo bien que quedaría encarnando a un asesino. Tiene la nariz afilada y prominente, y las cejas espesas, pegadas a unos ojos tan negros como los de Rasputín. Y mide uno noventa y cinco, pesa ochenta kilos y lleva el cráneo rapado. Los testigos no olvidarían fácilmente su aspecto.

Y ese día —me imaginé— no habría faltado algún peatón que se apartara a su paso. Su nerviosismo era palpable.

Hablamos de cosas intrascendentes mientras hervía el agua.

Jake se alojaba en un pequeño hotel de la zona oeste del campus de la Universidad McGill y había alquilado un coche para ir a Toronto a la mañana siguiente. El lunes salía para Jerusalén, donde emprendería con su equipo israelí la excavación de la sinagoga del siglo I.

Jake me hizo su habitual invitación a unirme a su equipo y yo le di las gracias, lamentando no poder aceptar.

Cuando el té estuvo listo, Jake se sentó a la mesa del comedor. Yo cogí una lupa y puse la foto de Kessler sobre el cristal.

Jake miró la foto como si no la hubiera visto antes. Al cabo de un momento, la examinó detenidamente a través de la lente, con gestos discretos y deliberados.

En cierto modo, Jake y yo somos muy parecidos. Yo, cuando estoy molesta, me vuelvo arisca, cortante y respondo con sarcasmos. Cuando estoy enfadada y la furia me desborda, me invade una serenidad glacial. A Jake le ocurre lo mismo. Lo sé porque lo he oído hablar en los debates del consejo de la facultad. Esa apariencia imperturbable es mi reacción ante el miedo. Y me imagino que a Jake también le sucede.

Su cambio de actitud me produjo un escalofrío mental.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Jake alzó la cabeza y dirigió la vista al vacío, hacia donde yo estaba. Me imaginé que estaba pensando en catas, paletas y olor a tierra removida.

A continuación, dio un golpecito en la foto con su largo y delgado dedo.

Tuve un vago pensamiento. De no ser por los callos, las manos de Jake serían como las de un pianista.

—¿Hablaste con quien te la dio?

—Cuatro palabras. Estamos intentando localizarlo.

—¿Qué te dijo exactamente?

Sentí dudas respecto a qué podía divulgar desde el punto de vista ético. Los periódicos habían dado la noticia de la muerte de Ferris. Pero Kessler no me había exigido confidencialidad.

Expliqué el asunto de los disparos, la autopsia y la escena con el tal Kessler.

—Dijo que la foto procede de Israel.

—En efecto —apostilló Jake.

—¿Es una corazonada?

—Es un hecho.

—¿Tan seguro estás? —dije, frunciendo el ceño.

—¿Qué sabes de Masada?

Jake se reclinó en la silla.

—Que es una montaña de Israel donde murió mucha gente.

Los labios de Jake esbozaron una especie de sonrisa.

—Amplíelo, por favor, señorita Brennan.

Retrocedí mentalmente a tiempos remotos.

—En el siglo I antes de Cristo...

—Políticamente incorrecto. Se dice antes de la era actual.

—... la zona entre Siria y Egipto, en la antigüedad la tierra de Israel, que los romanos llamaron Palestina, formaba parte del Imperio romano. Ni que decir tiene que los judíos estaban hartos. En el siglo siguiente estallaron una serie de revueltas para expulsar a los malditos romanos. Todas fracasaron.

—Nunca lo había oído exponer de esa manera. Continúa.

—Hacia el año 66 después de Cristo, perdón, de la era actual, estalló otra revuelta en toda la región. Esta vez los romanos se pusieron nerviosos y el emperador desplegó el ejército para aplastar a los rebeldes. —Me estrujé el cerebro para precisar fechas—. Al cabo de unos cinco años de la sublevación, el general Vespasiano conquistó Jerusalén, saqueó el templo y dispersó a los supervivientes.

—¿Y Masada?

—Masada es un peñón enorme en el desierto de Judea. Al principio de la guerra, un grupo de judíos zelotes se hicieron fuertes en la cumbre. El general romano..., no me acuerdo de su nombre...

—Flavio Silva.

—Ese. A Silva no le hizo ninguna gracia. Masada representaba un desafío que no pensaba tolerar. Silva montó campamentos de asedio, construyó una empalizada alrededor de la fortaleza y una rampa lateral. Cuando sus tropas consiguieron subir un ariete y abrir una brecha en las murallas no hallaron a ningún sitiado con vida.

No mencioné mi fuente, pero recordaba una miniserie de los años ochenta sobre Masada. ¿Interpretaba Peter O’Toole a Silva?

—Excelente. Aunque tu relato carece de cierto sentido de la proporción. Silva no marchó contra Masada al mando de unos pelotones. Fue una campaña militar en toda regla, con la décima legión, tropas auxiliares y miles de prisioneros de guerra judíos. Silva estaba dispuesto a acabar con los rebeldes.

—¿Quién era su jefe?

—Eleazar ben Ya’ir. Los judíos ocupaban aquel baluarte desde hacía siete años y estaban tan decididos a resistir como el romano a aplastarlos.

Rememoré otros vagos recuerdos de la miniserie. Años antes, Herodes había realizado grandes obras en Masada. Hizo construir un recinto amurallado en la cumbre, torres de defensa, almacenes, cuarteles, arsenales y un sistema de aljibes para recoger agua de lluvia. Setenta años después de su muerte, los almacenes seguían estando llenos, los zelotes disponían de bastante comida.

—La principal fuente histórica sobre Masada es Flavio Josefo —prosiguió Jake—. Joseph ben Matatyahu, en hebreo. A principios de la sublevación del año 66, Josefo era comandante judío en Galilea, pero posteriormente sirvió con los romanos y, aparte de su lealtad o deslealtad, fue un magnífico historiador.

—Y el único cronista de su época.

—Es cierto. Pero las descripciones de Josefo son muy minuciosas. Según su relato, la noche anterior a la toma de la fortaleza, Eleazar ben Ya’ir reunió a sus seguidores. —Se inclinó hacia delante para hacer más gráfica la descripción—. Imagínate la escena. La muralla estaba ardiendo, y los romanos irrumpirían en el recinto al amanecer. No había posibilidad de huida. Ben Ya’ir convenció a los sitiados de que una muerte gloriosa era preferible a una vida de esclavitud. Lo echaron a suertes y a diez hombres les tocó matar a los demás. Otro sorteo determinó quién de los diez mataría al resto y después se suicidaría.

—¿No hubo disidentes?

—Si los hubo no les hicieron caso. Dos mujeres y varios niños se escondieron y salvaron la vida. Ellos son la fuente de gran parte de los datos de Josefo.

—¿Cuántos murieron?

—Novecientos sesenta hombres, mujeres y niños —dijo Jake con voz queda—. Para los judíos, Masada es la gesta más dramática de su historia. En particular para los judíos israelíes.

—¿Qué tiene que ver Masada con la foto de Kessler?

—La suerte de los restos de los zelotes siempre ha sido un misterio. Según Josefo, Silva dejó una guarnición en la cumbre después de conquistar Masada.

—Masada se ha excavado, claro.

—Durante años, los arqueólogos de todo el mundo babearon por un permiso de excavación que finalmente le fue concedido a un arqueólogo israelí: Yigael Yadin. Yadin trabajó dos temporadas con un equipo de voluntarios. La primera, desde octubre de 1963 hasta mayo del 64; la segunda, desde noviembre del 64 hasta abril del 65.

Presentía adónde quería ir a parar Jake.

—¿El equipo de Yadin encontró restos humanos?

—Tres esqueletos en la parte baja de la terraza del palacio de Herodes.

—¿Palacio?

—Como temía las frecuentes sublevaciones, Herodes fortificó Masada como reducto de seguridad en caso de que tuviera que huir con su familia. Pero él no estaba acostumbrado a la austeridad y, aparte de la muralla con torres de defensa, mandó construir palacios con columnatas, mosaicos, frescos, terrazas, jardines. Una maravilla.

Señalé la foto.

—¿Este es uno de los tres?

Jake negó con la cabeza.

—Según Yadin, uno de esos tres esqueletos era el de un varón de algo más de veinte años. Cerca de él encontraron el de una mujer joven con las sandalias y el cuero cabelludo perfectamente conservados. No es broma. Yo he visto fotos. El pelo de la mujer parecía como si se lo hubiera trenzado aquella misma mañana.

—La aridez mejora la conservación.

—Cierto. Pero aquellos restos no correspondían exactamente a la interpretación de Yadin.

—¿Qué quieres decir?

—No tiene importancia. Según Yadin, el tercer esqueleto era de un niño.

—¿Y ese? —Volví a señalar la foto.

—Este. Este no tenía por qué encontrarse allí —respondió Jake, relajando la tensión maxilar.

Tras la huella de Cristo

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