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ANCLADOS EN LA PERSPECTIVA GENÉTICA

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Es posible que sea necesario que transcurra cierto tiempo para que la enseñanza de la ciencia se ponga al día con la ciencia en sí. Incluso hoy en día, décadas después de que los científicos hayan alcanzado una mejor comprensión del papel que juega el entorno en la expresión genética, se les sigue presentando a los nuevos estudiantes de anatomía y fisiología el modelo basado en la premisa de que «el núcleo controla la célula»; el modelo celular más avanzado tan solo se enseña en las clases universitarias de biología específicas para la especialidad de mecánica –la mecanobiología–.

El resultado al que da lugar esta negligencia es que, por lo común, los médicos de los que dependemos no han recibido ningún tipo de formación en mecanotransducción. (Y lo cierto es que no queda sitio para poder introducir esta materia en los estudios de medicina, pues los estudiantes ya tienen que ir a clases durante un tiempo interminable para ser capaces de reconocer una urgencia, así como las patologías más raras e infrecuentes que pudiera presentar cualquier persona que tengan que tratar. Sería ridículo esperar que la comunidad médica también fuese responsable de estudiar matemáticas y física, además de biología, química, anatomía, fisiología y cómo tratar con seres humanos que están sufriendo dolores. Es hora de darles un descanso y de asumir una cierta responsabilidad personal por nosotros mismos. Ahí queda dicho).

Independientemente del porqué, es muy posible que las condiciones mecánicas sean las más importantes –y, aun así, ciertamente las más ignoradas– de entre todos los aspectos que afectan al medio o al entorno en el que se encuentran las células. La mecanotransducción, como seguro que ya sabes a estas alturas, es el proceso mediante el cual las células perciben las señales mecánicas y responden a ellas. También sabes ya que, a través de las cargas, se están creando señales mecánicas todo el tiempo, tanto por los movimientos que realizamos como por las posturas que adoptamos cuando no nos estamos moviendo. Los movimientos (no únicamente al hacer ejercicio, sino también cada gesto que hacemos, por grande o pequeño que este sea) hacen que se aplique una carga en los tejidos y las células del organismo. Cada célula contiene en su interior una red rígida denominada citoesqueleto, cuya función es similar a la de nuestros huesos. Los descubrimientos más recientes en biomecánica celular muestran que la deformación de la célula misma y las cargas que soporta el citoesqueleto afectan al comportamiento de cada célula, incluyendo también el modo en el que esta se regenera.

Los estudios rigurosos del fenómeno de la mecanotransducción son relativamente «nuevos» –la mayor parte de la investigación en este campo se ha realizado en las dos últimas décadas– pero han formado parte de los círculos del conocimiento científico desde hace más de cien años, gracias en parte al anatomista alemán Julius Wolff (el de la famosa ley de Wolff).

LA LEY DE WOLFF

Originalmente, la ley de Wolff era un conjunto de ecuaciones matemáticas utilizadas por el anatomista Julius Wolff para predecir la trayectoria específica de las formaciones óseas. Aunque se demostró que sus detalles (por ejemplo, la equiparación que hacía su modelo matemático de los huesos con un tejido rígido e inflexible) eran inexactos, sus principios –que todo cambio en la conformación estructural de un hueso es producto de una dinámica de adaptación a las demandas mecánicas que le impone el medio– sigue siendo hoy en día uno de los fundamentos de la osteología.

La ley de Wolff es un término generalizado para englobar la idea de que los cambios que se producen en la formación ósea, la reabsorción, el equilibrio, la regeneración y el remodelado de los huesos dependen de cómo se use el cuerpo –tanto en la etapa juvenil, en la que estos se están formando, como, aunque menos comprendida, en la etapa de adulto–. Los antropólogos de hoy en día utilizan la ley de Wolff como la asunción subyacente de que las diferencias encontradas en las morfologías de los huesos de nuestros antepasados se pueden utilizar para investigar las condiciones mecánicas existentes en el pasado.

Hoy en día existe un gran volumen de investigación científica referente a los efectos que las cargas físicas tienen en las enfermedades, los trastornos y las lesiones que se presentan con más frecuencia en los seres humanos. Aun así, la mayor parte de los recursos (y de los titulares de las revistas especializadas) se centran en el predeterminismo genético y en los marcadores bioquímicos (como, por ejemplo, el colesterol alto en el caso de las enfermedades cardíacas). A pesar de que la comprensión científica actual acepta plenamente que las células se adaptan a su entorno mecánico y que es posible que las señales bioquímicas que dan lugar a la expresión genética ni siquiera sean necesarias (pues, por lo que parece, el citoesqueleto puede transmitir señales mecánicas directamente al ADN a través de los recientemente descubiertos citofilamentos; ver la referencia de Jorgens), nuestra experiencia física se nos presenta repetidamente como algo con lo que tienen muy poco que ver las decisiones que tomamos –por ejemplo, cómo utilizamos nuestro cuerpo desde que nacemos–.

Nuestra falta general de conocimiento del mecanoma no debería empañar el hecho de que muchos de los procesos que tienen lugar en el organismo, incluyendo la expresión genética, se pueden regular mecánicamente. Una vez que comprendemos esto, nos damos cuenta rápidamente de hasta qué punto buscar una solución a nuestros problemas de salud sin considerar nuestro «entorno de movimiento» produce resultados que son inevitablemente limitados tanto en su alcance como en los beneficios que pueden reportarnos.

Recientemente, gracias a los avances llevados a cabo en el campo de la nanotecnología, los científicos pueden entender mejor cómo se produce la transmisión de fuerzas entre células y de qué manera las cargas dan lugar a adaptaciones en las células individuales que, en su conjunto, producen efectos apreciables en los tejidos que forman. La comprensión de este proceso debería hacer que llegase un momento en el que los profesionales de la salud pudiesen reconocer muchas dolencias (incluyendo afecciones como la artrosis, la osteoporosis, el cáncer y las colagenopatías) como enfermedades de mecanotransducción –y, lo que es más importante, debería ayudarles a diseñar terapias de intervención que estuviesen más basadas en las cargas–. Hasta entonces, podemos ser conscientes de cómo cargamos nuestro cuerpo en cada momento del día y adoptar, en este preciso momento, los cambios que sean necesarios.

Mueve tu ADN

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