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NO ESTÁS «EN BAJA FORMA»

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Tu cuerpo no está nunca «en baja forma»; siempre tiene la forma creada por cómo te has movido hasta ese momento. Está constantemente cambiando y respondiendo a una continua corriente de estímulos producidos tanto en el medio externo como en el interno, incluso si ese estímulo al final consiste únicamente en estar quieto sentado durante horas y horas.

TODOS QUEREMOS SER CAZADORES

Creo que los seres humanos tenemos una serie de necesidades únicas en lo que respecta al alimento y al movimiento. Si bien se trata de unas necesidades básicas muy similares, nuestras singularidades intrínsecas requieren de estímulos particulares que incentiven y reabastezcan el modo en el que usamos nuestra propia fisiología como complemento a los trabajos que realizamos para el mantenimiento de la comunidad. Al igual que ocurre en cualquier grupo de animales, cada participante cumple una función diferente –una función que saca provecho de las virtudes y capacidades de cada individuo–. Sin esta combinación de capacidades nuestra especie tendría muchos puntos débiles en lo referente a su funcionalidad. Dicho de otra manera, no todo el mundo ha de ser guerrero, cuidador, cazador o recolector.

Los veinte años que llevo en el campo de la salud y la actividad física me han demostrado claramente que hay algunas personas a las que les encanta (que necesitan, incluso) el exigente esfuerzo que conlleva el entrenamiento físico intenso, mientras que, por otro lado, también hay mucha gente con la que he trabajado que desearía tener esta pasión por el ejercicio, pero no la tiene. Independientemente de hasta qué punto nos guste o no el ejercicio físico, todos tenemos en común la necesidad de contar con movimientos y cargas fundamentales –aquellas cargas que no dependen de nuestra constitución o de nuestro papel en la sociedad y que son similares para todos–.

Hay movimientos-nutrientes de los que todos carecemos debido a que tenemos una experiencia cultural muy parecida. Si eres atleta, no encontrarás en esta lista los logros físicos más vigorosos propios de los cazadores-recolectores; doy por hecho que, en ese caso, ya estás teniendo ese tipo de cargas, pero aun así puede ser que sufras algún grado de deterioro por el hecho de realizar estas proezas fuera de un contexto natural (entendiendo por ello tal y como lo encontraríamos en la naturaleza). Por ejemplo, puede que tan solo corras pero no andes, o que hagas cien sentadillas al día, pero con zapatos o careciendo de las facetas óseas (ver el capítulo 10) necesarias para ello.

A lo que me refiero es a que todos –incluso el cazador más avezado– comenzamos siendo recolectores. Cuando los cazadores-recolectores son niños, su trabajo consiste en recolectar alimentos. Es una tarea que todos cumplen de manera satisfactoria en un primer momento. Pero, para seguir adelante, tenemos que retroceder para dilucidar qué movimientos básicos son los que hemos dejado de practicar y cuáles son las adaptaciones tisulares por las que aún necesitamos pasar.

La belleza de estos movimientos fundamentales reside en que, de alguna manera, configuran un terreno o un espacio en el que toda la comunidad puede participar y en el que todos podemos crecer juntos.

Con tan solo echar un rápido vistazo al estilo de vida de los cazadores-recolectores que acabo de describir, puedes hacerte una idea de hasta dónde alcanzan tus movimientos diarios. Simplemente imagínate tu propia vida y luego comienza a eliminar de ella aquello que das por hecho, como la sala de estar y los muebles del comedor. Te darás cuenta rápidamente de la gran cantidad de tiempo que tu cuerpo pasa en una posición que utiliza la «energía» de los muebles como apoyo para sustentarse. Por el contrario, el cuerpo de los cazadores-recolectores pasaba la mayor parte del tiempo sustentándose a sí mismo sin la ayuda de ningún artilugio.

ROBUSTEZ ÓSEA

Término que hace referencia al tamaño, la forma y la densidad del hueso.

Imagínate cuántas veces al día te pondrías en cuclillas para hacer tus necesidades si no dispusieras de un inodoro. Luego vete a la cocina y considera el tiempo que pasas de pie frente al ­fregadero o preparando la comida a la altura de la encimera en lugar de agacharte o sentarte en el suelo. Cuanto más capaz seas de imaginarte hasta qué punto tus actividades cotidianas difieren de las de aquellos individuos que llevan una vida nómada para encontrar su alimento, más fácil te resultará entender por qué es necesario bastante más que una hora de ejercicio al día –independientemente de lo intenso que sea– para poder recrear los perfiles de carga que caracterizan a este estilo de vida.

Te animo a que dediques un día entero a tomar nota de todo lo que haces, acciones simples como abrir el grifo cuando tienes sed o ir al frigorífico cuando tienes hambre. Imagínate qué tendrías que ­hacer de manera diferente si estos objetos no existiesen. Cuando hayas echado las cuentas de cómo es tu comportamiento, te percatarás de lo ínfima que es la cantidad de movimientos que realizas en comparación con todo lo que los seres humanos son capaces de moverse. Y también tendrás un muy buen listado de aspectos sobre los que empezar a aplicar pequeños cambios para ir modificando tus hábitos activos de carga.

ROBUSTEZ ÓSEA: LA MECANOTRANSDUCCIÓN EN ACCIÓN

Aunque cada hueso tiene una configuración genética lo suficientemente consistente como para ser reconocido a simple vista –«¡Mira! ¡Esto es un fémur!»–, los matices y las particularidades que presenta están basados en cómo se ha usado dicho hueso durante toda la vida (igual que un arce cuya forma ha sido esculpida por el viento). Los antropólogos físicos se han valido de la robustez ósea para calcular las cargas y los patrones de movimiento de nuestros antepasados. Por ejemplo, los esqueletos de personas que pasaban muchas horas montadas a caballo presentan una forma y una densidad particulares en comparación con los de aquellos otros individuos que no lo hacían. Y cuando movemos menos el cuerpo o reorganizamos sus partes de algún modo que disminuya la carga vertical (pensemos, por ejemplo, en alguien que tenga la costumbre de ir encorvado y con los hombros caídos hacia delante), los huesos de la pelvis y del fémur responden volviéndose más débiles. No es que en estos casos haya ningún problema en lo que respecta al proceso de formación ósea; simplemente la carga a la que responde el cuerpo ha sido disminuida. El hecho de que nuestro organismo debilite sus tejidos en respuesta a una disminución de la carga es una indicación de su gran «inteligencia» metabólica. ¿Qué motivo habría para gastar energía en el mantenimiento de un tejido que no estamos usando? «Úsalo o tíralo»; ese es el sabio consejo que nos hace la fisiología.

Tanto si te mueves como si no, tu elección estimula el citoesqueleto de todas tus células de una manera que lanza el mensaje: «Esto es lo que hago, así que, por favor, adaptaos». La epidemia actual de osteoporosis –y más específicamente la que afecta a las muñecas, las costillas, la columna vertebral y la cabeza del fémur– nos dice mucho sobre cómo nos movemos. Estos patrones culturales de pérdida de masa ósea localizada (por lo general la osteoporosis no es una incapacidad para generar tejido óseo que se presente de forma generalizada por todo el organismo, lo que debería representar una enorme señal de alerta para los investigadores de las enfermedades óseas) son precisamente los que cabría esperar a partir de los patrones de carga que tenemos en común. El esqueleto es una especie de «diario» que vamos escribiendo continuamente. La robustez ósea no es únicamente el resultado de la información genética, sino también de los datos que creamos a través del comportamiento. Mediante las decisiones que tomas respecto a cómo y cuánto moverte –y las cargas celulares que estas decisiones conllevan–, tu cuerpo se va convirtiendo en tu propia autobiografía.

Mueve tu ADN

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