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ERES COMO TE MUEVES

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No te conozco personalmente, pero lo más probable es que nuestro desarrollo haya sido muy similar, lo que significa que nuestras células han estado en un entorno mecánico muy parecido. Seguramente naciste en un hospital y después te llevaron a casa en una cuna en el asiento trasero del coche. Durante tus primeros seis meses estuviste principalmente acostado, y cuando te sacaban fuera también solías estar tumbado de espaldas en algún tipo de cochecito o de silla de paseo.

Lo que más cultivaste fueron las habilidades motoras de tus manos, pues te daban sonajeros y otros objetos para que los agarrases y los manipulases. Para desarrollar la fuerza de tus miembros inferiores lo más seguro es que necesitases que alguien te sostuviese de pie regularmente, de forma que tus piernas pudiesen ir soportando gradualmente una parte del peso de tu cuerpo –aunque posteriormente esta práctica fue considerada peligrosa debido a la creencia común, aunque carente de base científica, de que hacía que a los niños se les quedasen las piernas arqueadas–. Y aunque a tus padres les dijeron que no debían ayudarte a ponerte de pie, nadie les dijo nada respecto a envolverte en pañales y en mantillas, ponerte a saltar en castillos inflables o meterte en tacatacas o en otros aparatos similares que, según se ha demostrado científicamente, tienen efectos perjudiciales –como un pobre desarrollo de las capacidades motoras o la aparición de displasia de cadera–. Tus reflejos naturales para rodar sobre ti mismo, sentarte, gatear y, más adelante, andar, probablemente aparecieron, respectivamente, a los seis, siete, ocho y doce meses de edad.

¡CARAY!

Según el informe de 2013 sobre la actividad física en niños y adolescentes de la Active Healthy Kids Canada, los adolescentes canadienses de edades comprendidas entre los quince y los diecisiete años caminan una media de once minutos al día.

Cuando ya fuiste capaz de andar, aunque fuese con pasos inseguros y a trompicones, o incluso antes de eso, te pusieron zapatos para que sirvieran de «apoyo» para tus pies, y así exploraste el mundo hasta que llegó la hora de sentarte en la trona, en el triciclo o en esa sillita para niños que compraron especialmente para ti.

Tu caminar se fue convirtiendo poco a poco en un corretear infantil –primero con un paso torpe y desmañado y con los brazos ­rígidos, y finalmente de un modo más parecido a lo que es «realmente» correr (algo nada sencillo con esos abultados pañales haciendo que tuvieses que tener las piernas separadas)–. Es muy posible que, ­puesto que eras muy pesado para llevarte en brazos o difícil de controlar, hayas pasado una buena cantidad de tiempo encajonado en la sillita, incluso cuando no estabas dormido.

Cuando tenías unos cinco o seis años comenzaste el colegio, y a partir de ese momento estuviste cada día retorciéndote sentado en una silla durante horas y horas. Estar sentado en una silla no es algo que estuviese en tu naturaleza, pero pasados un par de años la habilidad que más habías practicado fue precisamente esa, permanecer sentado y quieto en una silla, superando con creces el tiempo que pasaste leyendo, escribiendo, jugando o practicando educación física en el colegio. Como si fueses un ninja del sentarse, practicaste la capacidad de estar sentado y quieto en una silla mucho más que cualquier otra actividad, con horas y horas y horas de entrenamiento y sin que ninguna otra de las cosas que aprendiste se acercase siquiera al tiempo que pasaste practicando esta.

No sé tú, pero yo jugaba mucho después del colegio; montaba en bici, trepaba a viejos tractores y estaba fuera de casa hasta que se ponía el sol. No tenía deberes que hacer de forma regular –ciertamente no el estricto régimen diario que se les impone a los niños hoy en día–. A medida que fui creciendo, mi tiempo de juego se fue desvaneciendo poco a poco y fue sustituido por salir con los amigos. Me lo pasaba terriblemente bien, pero nunca fue una actividad que implicase demasiado movimiento.

Tal vez tú tocabas, sentado, algún instrumento musical, practicabas algún deporte después de clase, acudías diligentemente a clases de baile o escribías artículos para el periódico escolar. Lo más probable es que tu movimiento «después de clase» quedase reducido a una o dos horas o acabase siendo demasiado estructurado –realizando una y otra vez los mismos ejercicios en una especie de programa basado en muchas repeticiones y poca variedad–.

Ahora que ya eres un adulto, lo más seguro es que la silla y el ordenador gobiernen tu vida antes, durante y después del trabajo. Y puedes conseguir la gran mayoría de los alimentos –el aporte calórico que necesitas cada día– directamente del supermercado, alimentos que ya vienen listos para ser consumidos. Si eres –como muy probablemente seas– una buena representación del ciudadano «promedio», vas en coche prácticamente a todas partes, tomas de forma regular como mínimo un medicamento –así como unos cuantos analgésicos al mes– y has acudido al médico por al menos un problema musculoesquelético –seguramente relacionado con la zona baja de la espalda–. Además, tus pies han estado encerrados dentro de unos zapatos prácticamente todas las horas que has estado despierto en tu vida.

Si formas parte del aproximadamente 40% de la población de Estados Unidos que practica algún tipo de ejercicio regularmente, lo más probable es que lo realices en algún espacio cerrado, tres o cuatro días a la semana y durante unos cuarenta y cinco minutos. Para ello utilizas algún tipo de dispositivo o maquinaria, o algún patrón de repeticiones, puede que escuchando música a un volumen elevado. Hay una gran probabilidad de que el ejercicio que realizas conlleve mucho movimiento de piernas pero no desplazar el cuerpo con relación al suelo. Caminar –una tarea que requiere de una gran coordinación muscular– es una actividad que se compagina de manera natural con el flujo continuo de información visual, es decir, con el así llamado flujo óptico. Tú te mueves hacia delante pero, al mismo tiempo, bajo tu punto de vista –nunca mejor dicho– los objetos se van moviendo hacia atrás. Tu sistema sensorial integra todos estos datos –cuánto han de moverse tus articulaciones, cuánto han de contraerse los músculos y la velocidad a la que los objetos se van desplazando en tu campo de visión–. Pero ahora, corriendo en una cinta, estás fijo en un mismo lugar y tu cerebro se ve obligado a adaptarse a grandes movimientos que no te llevan a ninguna parte –tal y como te indican los datos recogidos por la vista–.

Esta descripción de los movimientos que realizamos a lo largo de la vida no es más que una generalización, pero es muy posible que tú, querido lector, te identifiques con casi todo lo que he expuesto en ella. La descripción cronológica de los movimientos que has realizado resulta crucial, pues tu cuerpo ha sido literalmente conformado por las experiencias de movimiento que has tenido. Y cuando hablo de movimiento, no me refiero tan solo al ejercicio; estoy hablando de cada acción y de cada movimiento que ha realizado tu organismo, de todas y cada una de las posturas que ha adoptado durante el transcurso de tu vida.

Imagina que tu cuerpo estuviese hecho de arcilla; cada tipo de movimiento, dependiendo de su frecuencia, daría lugar a una forma física diferente. Ahora vete llevando esa bola de arcilla imaginaria que es tu cuerpo a través de tu descripción cronológica de movimientos, teniendo en cuenta cómo te desarrollaste en las primeras etapas de tu vida, tus actividades favoritas, los accidentes o las lesiones deportivas que sufriste, tus hábitos en lo referente al calzado, los pupitres del colegio, tu sofá favorito y la postura que adoptas en el coche cuando conduces. Y, después de todo eso, crea en tu mente la forma «resultante». Ahora ponte delante de un espejo y échate un vistazo. Ese trozo de arcilla modelada que tienes en mente debería parecerse a como eres ahora mismo; debería ser igual que ese que aparece en el espejo. Todo lo que has hecho hasta ahora ha dado como resultado tu «­forma». Y recuerda que gracias a la comprensión que ahora tenemos de las cargas y de la epigenética, sabemos que la forma literal que tienes afecta no solamente a las funciones de los tejidos de tu organismo, sino también a la salud celular. En definitiva, afecta a todo.

Mueve tu ADN

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