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Olor a siete machos

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José Daniel Fierro se atusó el bigotazo mientras seguía revisando aquel libro con fotografías de John Garfield. La decisión estaba tomada. Ese mes programaría El cartero siempre llama dos veces y Cuerpo y alma. Tay Garnett no había sido muy hábil con la novela de James Cain en el último tramo de la película, pero las piernas de Lana Turner compensaban los despistes del guion. A Robert Rossen, gracias a El buscavidas, le había perdonado su debilidad durante el macarthismo, pero a los chavales les hablaría más de Abraham Polonsky, el guionista, que sí se había negado a declarar. Cuerpo y alma era la perfecta combinación entre boxeo y lucha de clases. En eso seguía pensando JD cuando levantó la vista e invitó a sentar a aquel tipo que había entrado en su despacho.

—Así que ahora se ha metido a dirigir una filmoteca, Fierro.

El extraño era alto y espigado, con estilo. Vestía un traje de color beige y también lucía bigote, aunque más perfilado que el suyo. Tenía cicatrices de arma blanca a ambos lados del rostro. Había pasado por varias operaciones de cirugía estética. JD apretó la mandíbula como Lino Ventura en El clan de los sicilianos y lo miró de arriba a abajo.

—Es menos peligroso que dirigir la policía de Santa Ana. No se acaba en la cárcel por poner películas de Fritz Lang o John Huston. Creo que no se ha presentado.

—Disculpe. Soy Terry Lennox.

JD se quedó frío. Hizo memoria. Lennox tenía la cara de un tal Jim Bouton en la adaptación de Robert Altman de El largo adiós. Un pájaro insustancial, como aquellas vecinas hippies de Marlowe. ¿Habrían sido idea de Leigh Brackett? Qué importaba aquello ahora. El gringo venía directamente de la novela de Raymond Chandler. Era el Terry Lennox de primera generación. El borracho de la terraza de The Dancers, no el muñeco de la United Artists.

—¿No querrá que lo lleve a Tijuana? Conmigo no cuente, amigo. No soy tan incauto como Marlowe. Váyase de aquí antes de que se me ponga la sonrisa de Richard Widmark en El beso de la muerte.

—Necesito que convenza a Margarita Miller para que me incluya en su novela. Quiero recuperar a Marlowe. Éramos amigos.

Fierro sabía que Margarita Miller, autora de insulsos procedimentales, trabajaba en una casa cerca de la playa. La odiaba secretamente. Cuando JD había escrito Muerte al atardecer, al poco de morir Rafael Bernal, hubiese dado su gorra beisbolera por continuar la serie de Filiberto García, el detective de El complot Mongol que nunca lograba acostarse con Martita. Margarita Miller era la elegida para la segunda parte de El largo adiós. A JD nunca le habían ofrecido revivir a nadie. Ni siquiera a un secundario como Dick Foley, al que Hammett había hecho pensar que el agente de la Continental había matado a Dinah Brand en Cosecha roja.

—¿Por qué yo, Lennox? Organizo ciclos de cine, no asesoro a imitadoras de Ed McBain.

—Fue un escritor de primera, Fierro. Su dominio del diálogo en La cabeza de Pancho Villa influyó a Margarita en Desórdenes bajo la luna. Lo supe la noche que me alojé en su inspiración, antes de que desechase mi reencuentro con Marlowe.

Dejó de odiar a Margarita. Era muy sensible al elogio, aunque no recordaba virtud alguna en La cabeza de Pancho Villa. Se estremeció al ver a Lennox transparentándose ante sus ojos, como una pintura perdiendo su color. Desterrado de la inventiva de Margarita Miller, estaba a punto de desaparecer sin poder tomarse un útimo gimlet con Marlowe para limar asperezas. JD tuvo que contener el aliento cuando le estrechó la mano y notó un tacto de filete crudo. Entendió la zozobra de aquel perdedor. La inspiración de JD se había esfumado después de los sucesos de Santa Ana, y con ella la vida de personajes que ya nunca se le aparecerían en sueños con peores modales que los de Terry Lennox.

***

Hacía seis meses que Fierro no fumaba. Se había convertido en un fundamentalista de los ambientes oxigenados, y por eso pensó que aquella nube de tabaco podría provocarle un enfisema. Ya solo bebía agua con gas y refrescos sin azúcar, así que el olor a whisky casi le hizo perder el equilibrio. Tomó asiento. Margarita lo había recibido en su cuarto de trabajo sin dejar de golpear las teclas del ordenador, pero ahora se permitía una pausa y un nuevo lingotazo de Johnnie Walker. Tenía la voz humeante de Lizabeth Scott, la altivez felina de Lauren Bacall y el mechón de pelo que cubría el ojo derecho de Veronica Lake. Fierro tuvo que contener el entusiasmo. Margarita le contó que había dejado su viejo apartamento en Brooklyn buscando soledad y concentración en una casa como aquella, a orillas de la playa de Mortovia, el mismo municipio gallego en el que Fierro había recalado tras su divorcio. En seis meses debía entregar su novela. Margarita quiso saber la historia de JD.

—Es un drama, señora Miller. Dejé de escribir cuando me nombraron jefe de policía en Santa Ana. Me enredaron en un lío de narices y acabé en la cárcel con Canales, Fritz Glockner y el subjefe Barrientos. Cuando salí, mi mujer me pidió el divorcio y mi vida en Ciudad de México me llenó de amargura. Tuve que huir de tanta tristeza.

—Algo me contaron en una Semana Negra de Gijón, antes de ventilarme una botella de JW en el Hotel Don Manuel con unos argentinos, cuando estuve presentando Los cuchillos del miedo.

—Entonces me vine a Galicia buscando la pista de mi tío paterno, un carpintero anarquista al que los fascistas mataron en la guerra. Me gusta este pueblo, aunque con tanta lluvia se me está poniendo la cara de James Cagney en El enemigo público. Tengo a unos arqueólogos de la Brigada por la Memoria excavando cerca del cementerio. Pero todavía no he encontrado nada.

—Me han dicho que van a organizar un ciclo dedicado a John Garfield. Qué lástima de hombre. Tenía el atractivo del proletario con aspiraciones. Me encantaba. Murió demasiado joven. Adoro su química con Patricia Neal en Punto de ruptura.

JD se mordió la lengua. Para química, Bogart y Bacall en Tener y no tener. La versión de la novela de Hemingway, dirigida por Howard Hawks, era más popular que la de Michael Curtiz. Pero le dolió no haber programado Punto de ruptura, más oscura y pesimista. A Margarita le atraían los precipicios. Su odio por ella no solo había desaparecido. Se había vuelto una ambición soñadora.

—¿Puedo saber a qué se debe esta visita, Fierro?

Su voz resultaba ahora más cálida. Tampoco quedaba rastro de su altivez. JD entendió que Lizabeth Scott y Lauren Bacall habían bajado la guardia, pero todavía quedaba el mechón de pelo sobre el ojo derecho de Veronica Lake.

—Tiene que darle una oportunidad a Lennox, señora Miller. Necesita redimirse. Marlowe fue demasiado severo con él.

Margarita se dio la vuelta y pareció encararse con una estantería en la que JD pudo adivinar unas cuantas novelas de Jean-Patrick Manchette. Se enamoró definitivamente de ella. Margarita desveló el perfil de un llanto reprimido y JD se imaginó en el centro de un hard-boiled situacionista.

—Imposible, Fierro. Lennox es como una puta de cincuenta dólares.

—Es un simple derrotista moral. Ya lo dijo Marlowe. Le afectó la guerra. Ahora merece una oportunidad. Introduzca una sub trama o un simple apunte. Lennox y Marlowe en The Dancers o en Victor’s. Unos diálogos reconciliadores y ya está. Después podrá seguir con su plan establecido.

Margarita suspiró. El llanto contenido se había convertido en rabia.

—Mi problema no es Lennox, Fierro. No habrá segunda parte de El largo adiós. Sufro un bloqueo terrible. Se me ha secado la imaginación.

Fierro acudió a un par de indicaciones infalibles, aunque a él ya no le funcionasen.

—Acuérdese del consejo de Chandler. Haga entrar a alguien por una puerta con una pistola y así avanzará la historia. O tenga presente aquella carta que le escribió Marcel Duhamel a Chester Himes. Agarre una idea. Empiece con acción, con alguien que hace algo; con un hombre que saca una mano y abre una puerta, una luz que brilla en sus ojos, un cuerpo que yace en el suelo. Siempre el retrato de la acción. Haga como en el cine. Las escenas, siempre visuales. El flujo de conciencia es de mal gusto. Esta última consideración es mía.

—¿Qué gana usted con esto, Fierro? ¿Para qué quiere que siga escribiendo?

—Quizá porque sé que aprecia La cabeza de Pancho Villa. O porque yo he fracasado como escritor y no quisiera que una mujer con su talento, aunque en alguna ocasión se le haya ido la mano imitando a Ed McBain, conozca esos infiernos. La escritura de una novela siempre nos reserva una niebla por disipar. Lo dijo Patricia Highsmith, que desalojaba tantas botellas de whisky como usted.

Margarita Miller buscó los brazos de JD con pasión y su cabeza de Veronica Lake se hundió en su hombro. El cuerpo de Fierro se electrificó. Sobre su coronilla afloró el sombrero de Alan Ladd en Contratado para matar y su autoexilio gallego cobró sentido. Pensó en su tío de la CNT y en sus pastillas para la tensión. Margarita notó el perfume de un cloroformo exquisito y se quedó dormida. Roncaba en los brazos de Fierro como un tubo de escape roto.

***

Un año más tarde, JD se desvió en su paseo matinal por la playa para detenerse ante la casa en la que había vivido Margarita Miller. Seguía cerrada. Tras aquel encuentro en el que habían hablado de Terry Lennox y los demonios de la escritura, la mujer había regresado a Nueva York de forma abrupta, sin despedirse. Fierro suspiró y se encaminó hacia su despacho en la filmoteca. Había un bulto sospechoso sentado ante su mesa.

—Esto se nos está yendo esto de las manos, Fierro. Necesitamos un golpe de timón.

Era Ramiro Vilas, el concejal de cultura. Su rostro aunaba la papada de Edward G. Robinson y los ojos de Peter Lorre. A los pocos meses de su llegada a Mortovia, el Frente Municipalista había nombrado a JD director de la filmoteca. Vilas admiraba su talla intelectual, pero no su obsesión por el noir y su rechazo por toda expresión fílmica posterior a 1949. Lo más moderno que habían visto los cinéfilos de Mortovia, desde la designación de Fierro, había sido Al rojo vivo, de Raoul Walsh.

—Habla claro, Vilas. No te entiendo.

—El portavoz del Municipalismo Frentista pedirá tu cabeza si sigues programando crímenes en callejones sombríos y angustia existencial. Recuerda que no tenemos mayoría. Si esa gente nos retira su apoyo, estamos jodidos. Hay que buscar consensos.

Fierro se ajustó su gorra beisbolera y se sacó la cera de los oídos con una cerilla. Luego la prendió, pero no hizo fuego. Era una de sus manías, como mear sentado y hacer el zumo de naranja en el exprimidor eléctrico, pero sin enchufarlo.

—¿Qué es lo que quieren? ¿New Queer Cinema? ¿Documentalismo de vanguardia?

—Variedad, Fierro. No hace falta un salto tan radical. Una evolución hacia el melodrama en Technicolor es suficiente. Pero no más ciclos con Veronica Lake. Si volvemos a programar La llave de cristal, nos tumban los presupuestos.

—La verdadera oposición es el Municipalismo Frentista. Siempre lo dije. Ahora desprecian al mejor Hammett y les gusta llorar con Douglas Sirk. Son peores que la Unión Conservadora.

—No exageres. Si gobierna la derecha nos machacarán con ciclos de Charles Bronson. Piénsalo. El mes que viene quiero unos cuantos folletines con Rock Hudson haciendo de millonario desgraciado.

Vilas cerró la puerta sin despedirse. JD se quedó pensando en la posibilidad de llegar a un acuerdo con el Municipalismo Frentista sugiriéndoles un par de comedias románticas. Me casé con una bruja y Detengan a esa rubia podían servir para tender puentes con aquellos reformistas. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que alguien había dejado un paquete sobre su mesa. Intuyó el tacto de un libro. Al abrirlo se quedó de piedra. El título, La piscina vacía, era inequívocamente chandleriano. El texto de la contraportada anunciaba el reencuentro entre Terry Lennox y Philip Marlowe tras El largo adiós.

La persuasión de JD, aquella tarde en la que Margarita Miller se había balanceado en sus brazos, había salvado su carrera literaria. Por un instante barajó la posibilidad de dirigir unos cursos de escritura creativa, pero su obligación era la filmoteca. Se lanzó a devorar la novela. La tarde se volvió noche, llegó la madrugada con su silencio compacto y el amanecer, en el último capítulo, se escurrió por la ventana hasta lanzar sobre su rostro el primer rayo de sol de la mañana. Fierro se frotó los ojos y notó una bola de plomo en el estómago. La piscina vacía le quemó las manos. Arrojó la novela al suelo, lleno de rabia, y se lanzó a las calles con la desesperación de Paul Muni en Soy un fugitivo. Una furgoneta de reparto estuvo a punto de llevárselo por delante. En la cúspide de su cólera le pareció ver a Terry Lennox con una risa burlona en el camino que llevaba a la playa. No era una visión. Su transparencia era un físico real y compacto a lo Robert Mitchum. A Lennox le sorprendió la irrupción de JD con aquella pachorra. No había burla en su sonrisa. Era una suave complacencia.

—¿Cómo ha sido capaz, Lennox?

—No me culpe. Intenté evitarlo, pero no fue posible. De todos modos, estoy en deuda con usted, Fierro. Fue maravilloso reencontrarme con Marlowe.

—Pero ahora está herido. Tiene una bala en el pecho.

—Quise detener el impulso de Margarita Miller en el último capítulo, pero no me hizo caso. La novela tenía un final redondo en Victor’s, cuando Marlowe sacaba a bailar a la hija de Preston Farrell, el nuevo director del Journal. Pero a Margarita, tras una noche en blanco, se le ocurrió que era buena idea hacer aparecer a Mendy Menéndez por una puerta, armado con una pistola.

Fierro maldijo el día en el que le recordó a Margarita el consejo chandleriano. La piscina vacía acababa con Marlowe con un agujero en el pecho y Glenda Farrell rota en lágrimas.

—Es un ser detestable, Lennox. Transparéntese de mi vista.

—La imaginación de Margarita Miller es un animal extraño. En el penúltimo borrador de la novela me obligó a arrojarme al vacío desde la terraza de un hotel. Por suerte, acabó por reescribir esa parte y me mandó a una casa de reposo para quitarme los pensamientos suicidas.

—Compró una gran parte de mí, Terry. Con una sonrisa, un gesto con la cabeza, un ademán cómplice, una conversación en mi despacho. Hasta otra, amigo. No le diré adiós. Se lo dije cuando tenía un significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final.

El Gordo Soriano sí que había hecho un buen trabajo con Marlowe, juntándolo con el Flaco de Laurel y Hardy. JD se estremeció al pronunciar aquellos adjetivos maestros. Triste, solitario y final. Fue entonces cuando un Rolls Royce Silver Wraith salió de la nada, como por arte de magia, y se detuvo ante Lennox. Un chófer le abrió la puerta y el gringo se despidió con un suave ademán. Fierro no se inmutó. Se volvió, apesadumbrado por el dolor, y a su espalda rugió el motor del Rolls hasta desaparecer.

***

Mientras volaba a Ciudad de México, JD pensaba en el triste espectáculo de sus últimos días como director de la filmoteca de Mortovia. La proyección de Me casé con una bruja había desatado las hostilidades definitivas entre los socios del gobierno municipal, con reproches y enfrentamientos hasta los puños. Se había visto obligado a dimitir. Vilas le censuró la estrategia de deslizar una comedia romántica en el programa mensual, buscando acercar posturas entre su enferma devoción por el noir y la insistencia de los reformistas por el melodrama. Además, la protagonista de aquella película, cuyo título entusiasmaba a Fierro, era de nuevo la dichosa Veronica Lake. JD pensó en lo que le parecería a su tío tener un nieto al que había hecho dimitir una alianza entre unos marxistas y unos reformistas pusilánimes, y el hecho de haber sido alabado después por la Unión Conservadora, a cuyo secretario le parecía una excelente medida la exaltación de la comedia romántica y el olvido de los muertos por el franquismo.

Qué extraña era la política. Y qué tristeza constatar que los arqueólogos de la Brigada por la Memoria no habían encontrado ni rastro de su tío Emilio Fierro, el carpintero libertario que había trabajado de extra en Aurora de esperanza. ¿Por qué se la habría ocurrido marcharse de Barcelona y volver a Mortovia, en manos de los fascistas tras el estallido del golpe? Nunca lo sabría. Fierro se lo imaginó con una inquebrantable vocación actoral que excedía sus apegos anarquistas, buscando un papel en un musical de Benito Perojo.

El vuelo le dejó la espalda molida, pero sus tormentos ciáticos se acrecentaron todavía más durante el viaje en autobús hasta Santa Ana. Tenía ganas de llegar y abrazar a bocajarro a Canales, a Fritz, a Barrientos. Después volvería a Ciudad de México para comenzar una nueva vida y resistirse a la tristeza. Recordó el día que lo habían convencido para hacerse jefe de la policía. Aquella Santa Ana hostigada por los caciques y la represión sobre las organizaciones populares. Se instaló en el Hotel Florida, atravesado por la nostalgia, y durmió un par de horas. Estaba medio desnudo, a punto de darse una ducha, cuando sonó su teléfono.

—No ha sido fácil localizarlo, Fierro. En la filmoteca me dijeron que había vuelto a México, pero no supieron concretar su destino.

La voz de Margarita Miller parecía enmarcada por los violines de Max Steiner. Fierro se sobresaltó. El final de la película le había alcanzado con sus peores calzoncillos. No esperaba volver a oír aquella voz ronca y acariciante. El ronroneo de Margarita le diluyó la ciática y le disparó la tensión. Pero no aflojó. Le debía a aquella harpía unos cuantos reproches.

—¿Por qué ha dejado a Marlowe al borde de la muerte, señora Miller? Pensé que había sido cosa de Lennox. El detective más famoso de la historia de la novela negra está a punto de morir por su culpa. Estoy destrozado.

—No me acuse, Fierro. Fue asunto de mi editor, que se cree un showrunner de la HBO. Me obligó a dispararle por mediación de Mendy Menéndez. Pero Marlowe se recuperará, se lo aseguro. Estoy con la tercera parte. Marlowe se pasa diez capítulos en un hospital de Los Ángeles hasta que recibe el alta y se pone a investigar el caso de una herencia envenenada. Ya tengo el desenlace.

—Me utilizaron como a un muñeco. Mis palabras no sirvieron de nada.

—Eso no es cierto, Fierro.

—Mis consejos no alimentaron su inspiración. Tenía a su maldito editor moviendo los hilos en todo momento. Fue ese canalla quien le dijo a Terry Lennox que se presentase en mi despacho con aquellas majaderías. También jugaron con él. Estuve a punto de matarlo si no llega a marcharse en un Rolls.

—Está delirando, Fierro. Lennox estaba al tanto. Quería recuperar a Marlowe.

—Miente más que Barbara Stanwyck en Perdición. Diga la verdad. Necesitaba un estímulo de la realidad para introducir en su novela a ese cretino que dirige la filmoteca de Pasadena en el capítulo seis. Me eligieron a mí. Para construir una caricatura de mierda.

—Le juro que hubiese querido escribir La piscina vacía sin el capítulo de la filmoteca. No quería ridiculizarlo.

—¿Entonces por qué lo hizo?

—Mi editor era mi marido. Se puso muy celoso cuando le relaté nuestro encuentro.

—¿Qué pretendía esa rata utilizando a Lennox? No me diga que solo quería ablandarme.

—Quería que introdujese en la novela un escritor atormentado como Roger Wade. Se enteró de que usted se había instalado en Mortovia, incapaz de escribir una línea, y lo atrajo hasta mí por mediación de Lennox para incentivar mi imaginación. Pero José Daniel Fierro no era un alcohólico agresivo y delirante como el Roger Wade de El largo adiós. Era un antiguo jefe de policía honesto y cinéfilo, el autor de La cabeza de Pancho Villa. Un hombre maravilloso. Mi marido intuyó que habían saltado chispas entre nosotros y me obligó a ridiculizarlo. No tenía elección, Fierro. Lo hice por amor a Philip Marlowe. Si me negaba, me rescindiría el contrato y Jim Carlson se encargaría de escribir la novela.

—¿Carlson? Ese palurdo destrozó a Lew Archer en la remake de El martillo azul.

Margarita Miller soltó una risa dulce y apasionada.

—Lennox sabía desde el principio que aparecería en la novela, pero lo necesitábamos para llegar a usted. A cambio le escribí el capítulo con Marlowe en Victor’s. Mi venganza vino después. En cuanto salió el libro, le pedí el divorcio a mi marido y ahora lo han relegado a un puesto menor en la editorial. Ya no tiene influencia sobre mí. El nuevo editor, por el contrario, es encantador. Me dijo que quería enviarle a Linda Loring, la amante de Marlowe, en compensación por las molestias. ¿Vendrá a visitarme a Nueva York, Fierro? Me siento en deuda con usted.

—Tengo unos asuntos que resolver en Santa Ana. Quizá más adelante.

—La noche que me dormí en su hombro me embriagó su extraña fragancia.

—Ya estaba usted embriagada de sobra con el Johnnie Walker.

—Su olor se me quedó grabado a fuego.

JD sonrió. La vida era aun más extraña que la política y la gestión de filmotecas.

—La colonia Siete Machos es una aportación mexicana al mundo de los perfumes. Huele a violetas usadas y a alcohol de caña.

—Lo recuerdo como si fuese ahora. ¿Vendrá o no?

—Dígale a su editor que no me mande a Linda Loring. No quiero líos con Marlowe.

—Sin problema. Cuénteme, Fierro. ¿Por qué acabó en la cárcel en Santa Ana?

—Pregúntele a mi colega Paco Taibo. Le dará todos los detalles.

Margarita Miller suspiró llevándose todo el oxígeno del Hotel Florida. Hasta por teléfono era capaz de esos prodigios. JD volvió a acordarse de su tío Emilio. Se le humedecieron los ojos. ¿En qué actriz inalcanzable pensaría mientras los falangistas cargaban armas, antes de fusilarlo?

—Le esperaré, Fierro. Igual que Lilian Hellmann esperaba a Dashiell Hammett.

Fierro se sonó los mocos y se le contracturó un músculo del cuello con la emoción. Estaba amaneciendo y la luz que venía del este parecía entrar lentamente por calle principal de Santa Ana, aclarando los blancos de las casas a trescientos metros y lamiendo las paredes más cercanas. JD pensó que podría volver a ser escritor junto a su querida Margarita Miller porque la vida, en efecto, es lo suficientemente extraña y crea caminos, cascadas y recodos.

Lo que sabemos y lo que somos

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