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Para la malaria

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La limusina blanca se había alejado abriéndose paso entre la selva y esperábamos sentados un termitero muerto. El vasco, que parecía tener una necesidad inagotable de tabaco, fumaba mirando de soslayo hacia lo alto de los árboles, por donde la luz del sol se escurría hacia el ocaso.

A estas alturas del trópico se pasa del día hacia la noche en un suspiro o, mejor dicho, en un aleteo de mosquito, que eso era lo que poblaba el aire.

Se levantó para estirar las piernas y dijo, como al pasar:

—Había un cuento de Roberto Arlt donde a un tipo se lo comían las hormigas de un termitero…

Tal vez para impresionarlo, diría Freud, disparé el título:

—El criador de gorilas.

Sonrió con un expresivo movimiento de bigotes, que en esas horas que pasamos juntos me acostumbraría a reconocer, y dijo:

—Te agarré, pinche güey. Eres argentino. Me lo sospechaba.

—Nadie es perfecto.

—Como los argentinos son medio gringos siempre dejan la duda.

—Y sí… cuando uno es argentino y sartreano, se puede pensar cualquier cosa. Especialmente si alguien tiene una mente estalinista.

Frunció el ceño, movió el bigote, y se tomó el tiempo de encender un cigarrillo con el pucho del que tiraba.

—Eso es un insulto —masculló— pero lo voy a dejar pasar porque, no sé cómo vas a hacer, pero espero que me saques de esta mala historieta antes de que nos coman las arañas pollito.

—No se preocupe, está todo calculado.

Rió como si se comiera la risa para agregar:

—He tenido muchas historias raras, raras de verdad, como encontrar un gladiador romano muerto, como si estuviera cagando, en el baño de mi casa; pero que me secuestre un existencialista era lo que me faltaba.

Y se sentó a seguir fumando. La nube de mosquitos chiflaba con aspiraciones de soprano gorda haciendo de valquiria. Pero, todo hay que decirlo, a mí no me picaban y al vasco Belascoarán Shayne tampoco. Es lo que tiene la mala sangre, diría mi abuela. Entreverados con los mosquitos una horda de bichitos de luz afirmaba que había caído la noche en la selva.

Lo había estado esperando junto al poste que indica la parada del único autobús que se detiene en estos andurriales, muy de tarde en tarde, camino de la capital. Mostraba, como si estuviera en un aeropuerto internacional, un cartel que reclamaba a un tal Velasco Aram, que lo convertía en armenio. El error gráfico no era casual. En ese punto perdido de Belice, al que había sido invitado como estrella de un supuesto festival de novela negra, era de esperar que los enviados de los hoteles fueran iletrados.

Bajó como quien se zambulle, manoteando sus bolsillos, y encendiendo un cigarrillo. Con la primera pitada había respirado como un buzo que sale del agua después de quedarse sin aire en los tanques.

No sé dónde habían conseguido la limusina blanca, y no quise preguntar. En estos negocios es buena política aceptar las cosas como se presentan.

Le abrí la puerta para que se acomodara y dejé su valija en el maletero. Después abrí la otra puerta y me senté a su lado.

La movida le despertó un aire de sospecha, pero lo tranquilicé diciendo:

—Soy su bareto. ¿Coca Cola con ron?

El asiento que nos separaba del chofer, un tipo que puse en marcha con un golpecito en el cogote, era el delirio de un barman. Había de todo. Y todo, estoy seguro, de contrabando. El principal atractivo de Belice.

—Coca Cola sola, y natural— reclamó.

Preparé un negroni, partes iguales de vermut rojo, gin y campari, para mí. Descubrí que, en la neverita, como un augurio de desgracias, no había hielo, y me consolé con un dicho de polacos: para el frío, vodka natural, y para “la calor”, lo mismo. A él serví esa mierda que tomaba.

—Bon profit— lo tantée en catalán.

Aceptó el brindis y, revoleando el bigote, atacó de frente, como un infighter, como Joe Frazier cuando entraba al cuerpo a cuerpo.

—Algo huele a mierda en Dinamarca. ¿Por qué no me explicas como viene esta torcida mano?

Un dedo amarillo de nicotina señalaba los árboles, la selva, que desfilaba al paso traqueteante de la limusina por un camino de herradura.

—Lo del festival es puro verso, ya se habrá dado cuenta. Acá, como los bichos del monte no lean… Mi contratante quiere verlo en plan amigable.

—Ta… Por eso me manda un secuestrador argentino. Sospeché desde el minuto uno: ¿Quién me podía mandar una limusina, a mí, que siempre viajo en tercera?

No le pude contestar porque nos distrajo una pareja de monos que había aterrizado sobre el capó y follaba como si se viniera el fin del mundo. Corto, el polvo de los monos. Aullaron y saltaron hacia la jungla.

Belascoarán Shayne puso cara de que eso le era cosa de todos los días y me interrogó:

—¿Te paga bien tu jefe?

—Más o menos, lo mío es a tiempo parcial. Soy free lance.

—¿Y a qué te dedicas los otros días? Digo, cuando no estás secuestrando boludos.

—Compongo guarachas, corridos y milongas con contenido social.

Se rió, con ruidos de perro atragantado con un hueso, y me hizo un gesto con la botellita de Coca Cola vacía. Apreté el botón correspondiente, el tacho de basura se abrió como la caja de Pandora, pero sin malas noticias, y le destapé otra.

—¿No tendrás algún chachachá ecológico?

—Solo a pedido, y si pagan antes. Los ecologistas se acostumbraron a internet y quieren todo gratis.

—Sí, está jodido con esa lacra capitalista de los derechos de autor; compañero.

Lo juné, para saber si hablaba en serio y, por esas cosas que luego le achacan al síndrome de Estocolmo, nos echamos a reír.

Pero nos duró poco, porque la limusina se metió en un bache monstruoso que nos hizo dar contra el techo.

Toqué el hombro del chofer, que apenas si giró la cabeza, y le hice señas de que fuera más despacio. Su respuesta fue zambullirnos en el cruce de un arroyo que bañó el auto con barro, sanguijuelas y crías de lamprea.

-¿Es loco o sordo?

-Es malayo. Vaya uno a saber en qué habla. Lo único que sé es que se llama Sambiglion, y es de toda confianza de mi contratante.

–Me estás jodiendo. Ahora decime que tu jefe es Sandokán y cartón lleno.

Dudé un segundo:

–No exactamente. Y no es mi jefe. Soy free lance.

Hizo un gesto de preocupación, porque sacaba el último cigarrillo del paquete, pero lo tranquilicé apretando botones hasta dar con el indicado. Con el himno de Asturias a pura gaita, aparecieron varias pilas de los puchos que fumaba. Le mangué un cigarro, y abrí las ventanillas para no morir fumigado.

Me preparé otro negroni, natural, para “la calor” y, así, fumando como colegas, llegamos al claro de la selva donde nos abandonaron Sambiglion, su limusina y la maleta del vasco que olvidé retirar del baúl. Por las dudas de que le faltaran, él y yo nos habíamos llenado los bolsillos de paquetes de cigarrillos.

No tuvimos que esperar mucho. Una como luz mala avanzaba hacia nosotros desde lo más intrincado del monte. A poco distinguimos una columna de tipos extraños, mezcla de japoneses, guías de turismo y bucaneros que se acercaba con antorchas encendidas. Se detuvieron al borde del claro, y se adelantó uno, que nos hizo señas de seguirlos. Si se puede imaginar un faquir gordo, ese era un faquir gordo. Calvo y con una barba canosa que le llegaba hasta las pelotas, literalmente, porque iba desnudo. Estaba tan cubierto de pinturas y colores que parecía un mal día de Picasso.

Con algo así como un mugido en chino nos hizo señas de que lo siguiéramos y pegó la vuelta con su corte de malencarados.

Nos hizo caminar más de una hora, dando vueltas por la selva, para desorientarnos, hasta que, en un claro, avistamos una mansión estilo tudor iluminada a pleno con luz eléctrica.

Un negro enorme, con ademanes de mayordomo inglés nos abrió la puerta y, pocos pasos más allá, me mostró cómo le sacaba la batería a mi celular y me lo devolvía. Lo recibí sin una protesta porque me quedaba claro que el hombre no quería localización satelital y, además, era un punguista de dedos ágiles, porque ni me enteré de que me lo había afanado. Tengo un gran respeto por los buenos profesionales.

Entonces nos separaron. Al vasco le indicó el camino con una reverencia sutil, de cejas. A mí me agarraron de los brazos los hombres del faquir y me arrastraron en otra dirección, mientras su jefe hacía mutis por el foro.

Cruzamos puertas, bajamos un nivel, y terminamos en una cocina enorme. En una mesa frailera, muy larga, estaba todo listo para un té con leche masivo. Los piratas se sentaron a la mesa y me dejaron una silla libre. Se les notaba el origen plebeyo porque agarraban las tazas con el meñique levantado.

Intenté conversar, pero fue inútil. Yo no existía, lo único que les importaba era mojar los scones en el té con leche.

Estuvimos mucho rato en ese empate, porque yo tampoco les daba bola, hasta que se sintieron unos pasos y como si eso fuera alguna orden se fueron y me dejaron recontando miguitas.

El dueño de los pasos entró, abrió un armario, preparó dos gin tonic y me puso uno por delante, para sentarse también a la mesa.

–Para la malaria– dijo.

Tengo que describirlo antes de que la memoria y el tiempo me jueguen la mala pasada de siempre.

Tenía un bigote fino, a lo Clark Gable, y una barba de perilla a lo D´Artagnan. Pero la ropa, una camisa de mangas cortas y pantalones caqui, lo acercaban más a un cazador en tiempos de safari africano. Lo que me lo hacía extraño era que no le podía calcular la edad. Tal vez porque su piel, que parecía normal, era un continuo de pequeñísimas arrugas, casi invisibles.

–Yáñez, me imagino– aventuré.

–Y vos, si no sos Livingstone, sos Carlitos Herrero. Treinta y dos años. Compositor mercenario. Descendiente de judíos marranos de España.

Me sorprendió, porque nunca me habían dicho algo parecido.

–El apellido te delata –dijo– Pero no hay problemas, yo soy Yáñes, con “S”; de los judíos marranos de Portugal. A Salgari lo camelé con “z”, para no ponerme las cosas difíciles. Cualquiera puede tener un alias.

–Ya… y…

–¿Belascoarán? Le cuesta asimilar que es judío por el lado de los Shayne. Lo he dejado fumando en el balcón. No soporto los cigarrillos con filtro.

–Claro –murmuré cauteloso– cada uno tiene sus manías.

Me empezaba a preguntar si me pagaría lo convenido por mail o me haría trinchar por su banda de facinerosos, cuando me apuntó con un dedo entre los ojos y dijo:

–Hasta ahora vienes bien, casi de confianza. Si fueras por ahí hablando gilipolleces nadie te iba a creer, y si te creyeran, mal te iba a ir. No tenemos nada que ocultar, así que puedes darte un paseíto por la guarida yucateca de los Tigres de Mompracem. Cuando se desocupe, una de mis nietas te hará compañía.

–No sé si debo…

–Estás pensando que la curiosidad mata al gato. Pero, te diré algo –tenía un velo de tristeza en los ojos– mucho peor, porque mata muy lentamente, es el aburrimiento. Cuando uno ha vivido… mucho tiempo, la curiosidad se agota y manda el aburrimiento.

Como para disimular algo que solo él tenía a la vista, sacó de la camisa cazadora un largo y delgado habano. Se dio un minuto para quemarle la punta con un encendedor de oro, y agotando de un saque su gin tonic, se puso de pie.

–Bien, te dejo, tengo que hacer algunos acuerdos con el vasco.

Y Yáñez, que para mí será siempre con zeta, se fue echando humo.

No sé, tal vez media hora más tarde, me había perdido en el laberinto de pasillos y habitaciones de la mansión. El negroni con dos rocas que me había preparado, aprovechando que esa vez sí había hielo, se me había terminado y ya no sabía qué hacer con el vaso. Algunas puertas estaban abiertas y eran un muestrario de estilos, desde el rigurosamente victoriano a un pastiche oriental que me puso a tararear el Bolero de Ravel. Detrás de otras puertas, las cerradas, pude oír voces, murmullos de hombres y mujeres, pero no me atreví a abrirlas. Los piratas pueden ser muy susceptibles y, además, estaba el problema del idioma.

Había llegado a un cruce de escaleras, tratando de convencerme de que podía volver al punto de partida, cuando escuché una voz de mujer:

–Un vaso vacío es como una vieja culpa, siempre incomoda.

Me volví, para enamorarme de golpe.

Era una belleza indescriptible. Un cruce de lo mejor de todas las razas de la Tierra. Tan bella que casi se me escapa un plagio a Dashiell Hammett cuando describía al halcón maltés: estaba hecha con la materia de los sueños. Me sacó el vaso de la mano, hizo sonar una campanilla minúscula que llevaba a la cintura, y se materializó una réplica del mayordomo de la entrada, pero idéntico a Gunga Din, aquel chupamedia de los lanceros de Bengala. Se tocó la frente con dos dedos y desapareció con el vaso.

¿Debería preguntarme por qué todas las comparaciones que se me ocurren son de hace medio siglo, cuando yo no había nacido? ¿O por qué los mosquitos me ignoran como si no existiera? La navaja de Ockham me diría que la respuesta más simple es, probablemente, la verdadera. Pero, ante lo solamente probable puedo hacerme el idiota.

–Seguime– dijo, ella.

Ese uso verbal tan argentino me descolocó, pero debía ser adivina, porque agregó:

–Me parece de cortesía básica hablar la lengua de nuestro interlocutor. Te voy a mostrar lo que, en el fondo, es lo único que puede interesarte. El secreto de la larga vida.

En rigor, lo único que me interesaba era ella, lo confieso, aunque me daba un poco de miedo. Era hermosa hasta el dolor, y exageradamente amable con este compositor de guarachas a pedido, pero sospechaba que detrás de su piel de alabastro acechaban ríos tumultuosos.

Estábamos, según mis precarios cálculos, en el piso más alto de esa mansión inglesa trasplantada a la selva tropical, cuando abrió una puerta y nos encontramos en una mansarda vacía. Vacía, salvo un reloj de arena más alto que yo, conectado a unos aparatos desconocidos. Dos ampolletas de cristal, en cono curvado, unidas por los vértices, y el deslizamiento de un fino hilo de arena que abandonaba la superior para llenar la de abajo, donde la arena alcanzaba un tercio de su altura.

–Tenés suerte -dijo ella con una sonrisa– estás por ver el milagro. Ah, me podés llamar Esmeralda.

–Ese es el color de tus ojos.

–Sí, supongo que algo tuvo que ver con mi nombre. Aunque en ese tiempo mi madre contrabandeaba esmeraldas. Al fin, ¿qué son las fronteras para los tigres de Mompracem? Es ahora…

–¿Qué?

–Es ahora– dijo, señalando el coronamiento del reloj de arena. Un aparato que copiaba su circularidad había empezado a zumbar, con una luz titilante. El zumbido creció gradualmente, y en el cono superior se produjo un furioso remolino que absorbió la arena de la ampolla de abajo; hasta que el hilo del tiempo comenzó a caer nuevamente, desde el principio.

–Mientras no se llene la de abajo, el tiempo se detiene. Es arena ferrosa de la Patagonia argentina. Y lo de arriba es un imán muy eficiente.

–¿No me estás tomando para la joda? Me resulta difícil creer que ese aparato...

–Ah, creer o no creer, ese es el dilema. Si dejás de creer te convertirás en ceniza que se lleva el viento.

–Me leí todo Salgari, hasta las novelas apócrifas que se escribieron en Argentina, y en ninguna sale nada parecido.

–Es cierto… –dijo, y salió al pasillo, dando por descontado que la seguiría– Fue un regalo de Engels, el socio de Marx. De cuando el abuelo le cuestionaba sus teorías, afirmando que los orangutanes eran más humanos que los humanos. Este invento era parte de un libro inédito de Julio Verne. Parece que se carteaba con Engels y Salgari.

-¡Pará, pará! -dije, ofendido, enojado- Verne y Salgari son antagónicos; enemigos podría decirse. Los personajes de Verne, siempre blancos, o sirvientes si no eran blancos, imponían la supremacía europea en donde cayeran, así fuera una isla desierta.

–Es cierto. Y Salgari era, aunque no lo sabía, un tercermundista, un enemigo del colonialismo. Pero, ustedes tienen un refrán: a caballo regalado no se le miran los dientes.

Entonces hizo algo que me comprometió a creerle todo lo que me contara, y todo es todo. Extendió una mano, me rozó la cara, y dijo:

–Enojado estás empezando a gustarme. Y no sé si es una buena noticia… para los dos.

Minutos después estábamos otra vez ante la mesa frailera, donde Belascoarán ya iba por la tercera Coca Cola, con cara de pocas fiestas. Una esbelta milf con delantal de criada y botas negras hasta las ingles, bien domina sadomaso, le hacía de mesera.

Descargué los paquetes de cigarrillos que acarreaba y me pareció que el bigote del vasco se relamía a sí mismo.

–Tengo que hablar con éste– dijo, cerrado, con un gesto hacia la mujer.

Ella y Esmeralda lo miraron como con lástima y salieron dando un portazo. Nunca tuve más ganas de cagar a patadas a Belascoarán.

–Estamos metidos en un fregado mierdoso, pinche güey –dijo, apuntándome con su dedo más alquitranado.

–Estará metido usted. Yo… argentino.

–¿Sabés que quiere Yáñez?

–Con “s”. Yáñes, con “s”.

–¿Tú también, Bruto? Además de tener que hablar en mexicano para turistas, ¿querés que me haga cargo de ser judío?

–Los buenos estalinistas son antisemitas…

Se levantó como un resorte revoleando la silla de una patada y con las venas del cuello a punto de reventar: —¡Me cago en la rechingada madre que los parió a todos!

Me abrí de su furia y gasté unos minutos en montarme un negroni con dos rocas. Fue el tiempo que necesitó para empinarse la Coca Cola, encender otro cigarrillo y serenarse.

–Quiere que me sume a su conspiración, al regreso glorioso de los piratas de Mompracem en su lucha contra el imperialismo mundial. Y, lo peor, quiere que convenza al jefe, a Paco Ignacio Taibo.

–Bueno, Taibo siempre dice que es marxista salgariano…

–¡Él… él…! ¡No me chumbes, pichicho existencialista! ¡No me chumbes! Si por lo menos Sandokán fuera Sandokán, se podría pensar…

–No me diga que pudo ver a Sandokán…

Se acodó en la mesa, con la cabeza entre las manos, murmurando algo que no entendí.

–¿Eh?

–Digo que vos también lo viste…

–¿Cuándo?

–El faquir gordo pintarrajeado. Tuvo un brote místico, o de esquizofrenia de la Malasia; yo qué sé, y ahí anda.

–Como Tarzán, en pelotas y a los gritos. ¡Carajo! Ser testigo de la muerte de una leyenda no es para corazones débiles.

–Decime si no es para pegarse un tiro, o hacer un tango. Pero en eso el especialista sos vos, pelafustán.

Un rayo había caído sobre mi cabeza. Me arrimé al armario de las bebidas, le alcancé una Coca Cola fría e, inspirado por la consternación, le mandé un potente chorro de vodka a mi negroni.

Bebí un trago muy largo y propuse un brindis:

-Por insultos como pelafustán, que me hacen sentir clásico entre los clásicos.

Entonces la puerta se abrió para dar paso a Yáñez. El mayordomo negro se quedó en el umbral.

Con una sonrisa distendida el portugués se preparó un gin tonic antes de arrimarse a la mesa.

-Para la malaria- dije, con una risita estúpida, culpa del vodka, que me pega rápido- A mí no me pican los mosquitos.

-A mí tampoco, pero algunas tradiciones vale la pena conservarlas. Bueno… amigo Belascoarán… no hemos llegado a ningún acuerdo y tienen que apresurar la partida. Es noche de luna llena.

-Y salen los lobisones a masticar gente.

-No- dijo, muy seco, como para que entendiera que no hablaba conmigo-. Habrá docenas de avionetas de contrabandistas buscando pista, y apagaremos todas las luces, para que no se confundan y nos aterricen en el techo.

Dejé a un lado el negroni potenciado y me propuse ser un chico bueno y formal. Con alguna gente es mejor no hacerse el gracioso.

-Para ser más operativos van a viajar juntos, a México. Falta mucho para el amanecer.

-Ya me lo veo -masculló el vasco-, sin luces y en una limusina manejada por un demente.

-De ninguna manera -Yáñez sonreía amistosamente-. Como prueba de aprecio les hemos preparado una salida reservada para los príncipes. Lorenzo de Cuba…

-Servidor- dijo el negro de la puerta.

-Lorenzo será vuestro guía hasta que crucen el Río Hondo, la frontera con México. Ah, antes de que se me olvide. Ha sido un gusto tenerlos en nuestra humilde morada. Y, por favor, Belascoarán Shayne, trasmita un sentido abrazo a Paco Ignacio Taibo, de su más fiel lector.

Un rato más tarde, iluminados por antorchas porque la mansión se hundía en la oscuridad más cerrada, trepábamos con ayuda de Dios y una escalera, a la espalda de un elefante; a la canasta o como se llame, de madera y mimbre, que llevaba sobre el lomo. Y partimos. El cornac, o sea el chofer de nuestro transporte, lo aguijoneaba con un bichero.

Eran dos los elefantes y los dos llevaban, a modo de máscara protectora, un antifaz acolchado que le cubría hasta la mitad de la trompa. Abría camino el elefante de Lorenzo de Cuba, y tres piratas armados con kampilan, criss y yataganes, todas cosas muy filosas. A nosotros nos acompañaban el esmirriado Gunga Din y un malayo que sacó de un bolsillo una frutita redonda y se puso a masticar. A poco babeaba un jugo rojizo y estaba en otro mundo, enrollado en el suelo de la canasta. Cabreado, Gunga Din le quitó el AKA 47 y puso cara de guerrero.

Costaba fijarse en esos detalles, porque estar sobre un elefante que avanza a paso redoblado por la selva no es moco de pavo. El vasco y yo nos agarrábamos de donde podíamos, y aprendimos rápido que cuando el cornac levantaba una mano al cielo había que hacer cuerpo a tierra, para cruzar debajo de alguna rama gorda y asesina que pasaba lamiéndonos el culo. Así, oyendo de tanto en tanto los motores de las avionetas que volaban a oscuras, atravesamos la selva hasta la orilla belicense del Río Hondo. No soplaba una gota de viento y sudábamos como marranos. Judíos marranos, diría Yáñez.

Los elefantes entraron en el agua y avanzaron un poco caminando y otro poco a nado. Entonces sucedió que el nuestro se plantó de golpe barritando y sumergió la trompa en el agua. Cuando la sacó enlazaba un caimán tamaño limusina, que insistía en morderlo.

Se dio maña para ensartarlo tres veces en los colmillos, y después lanzarlo por el aire hasta la orilla mexicana.

-¡Mierda! ¡Esta escena la leí en una novela de Salgari!

-Sí -confirmó, fascinado, Belascoarán-, pero era un gavial, que es un cocodrilo del Ganges.

Salimos del río, y nuestro elefante se desvió unos metros, para pisotear enconadamente lo que quedaba del caimán. El cornac lo dejó sacarse la bronca y luego le ordenó acuclillarse, agacharse, o como se llame, y todos descendimos en tobogán por el costado.

Nos juntamos con Lorenzo de Cuba, para que uno de sus piratas le entregara a Belascoarán la maleta perdida y a mí la batería del celular. Hubiera jurado que se trataba de Sambiglion, pero de noche todos los gatos son pardos, aunque la luna llena iluminaba magníficamente esa orilla pantanosa, y los millones de mosquitos que zumbaban sobre nuestras cabezas.

-Ya están en México -dijo el negro Lorenzo-. Sigan este sendero hasta la ruta asfaltada y, en menos de una hora, estarán en un sitio civilizado. Con autobuses y hasta teléfonos.

Por cortesía esperamos a que ellos partieran, pero antes de trepar a su elefante, Lorenzo de Cuba me puso algo en la mano. Una fina cadena de plata con una esmeralda.

-Ya imagina quién le manda este recuerdo -dijo, con empaque muy inglés-. La señorita dice que le hubiera pedido que se quedara, pero, nuestro mundo no es para incrédulos.

Caminábamos, turnándonos con la maleta de Belascoarán. El sendero era muy evidente por las huellas de neumáticos todo terreno, de madereros o contrabandistas. Las nubes de mosquitos hacían piruetas en el aire, pero no nos picaban. Tema que se me había vuelto una obsesión.

-Mi abuela decía que si no te pican es porque tenés mala sangre. ¿Usted qué opina, Belascoarán?

-Primero, que no tengo por qué privarme de un cigarro…

Encendió uno, y le mangué otro, para no dejarlo solo.

-Supongo que leíste a Borges…

-Soy un argentino de ley, ¿Cómo no voy a leer a Borges?

-No me interrumpas -dijo, con una calada profunda, y la brasa le pintó el bigote con luz roja-. Leíste, entonces, Las ruinas circulares. Un tipo, en una isla de un río, que se propone dar vida a un hombre soñándolo…

-Sí, claro, hasta que un incendio que no lo quema le dice que está siendo soñado por otro.

-Exactamente. Eso mismo, lo del fuego, sucede con los mosquitos. Yo, al menos, sé quién me está soñando, y también lo sabe Yáñez. Vos, que sos existencialista sartreano, me parece que estás en babia.

De golpe se me paralizaron las piernas, el corazón y hasta los pulmones. La navaja de Ockham, pensé; y tuve que correr para alcanzarlo porque él ya se alejaba. Adelante, bastante cerca, las luces de un camión que pasaba me decían que estábamos a un paso de la ruta.

Lo que siguió después fue la vida normal del asfalto y la ciudad. Pero, hasta hoy, no pude sacarme esa espina: ¿Quién me estará soñando?

Lo que sabemos y lo que somos

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