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El principio de la incertidumbre

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Según el cual es imposible medir simultáneamente, y con precisión absoluta, el valor de la posición y la cantidad de movimiento de una partícula.

Werner Karl Heisenberg

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La vibración del móvil me reactivó el cerebro pero el brazo derecho seguía dormido debajo de mi cuerpo, a dos mil kilómetros de la mesita de noche; cuando logré alcanzarlo, se invirtieron los términos: el brazo recuperó su sensibilidad y el cerebro regresó definitivamente al mundo de los sueños.

—Soy yo.

—...

—Estoy en la habitación 212 de la Residencia Virgen de Guadalupe.

—...

—En Madrid.

Y colgó.

Veintisiete años sin noticias de mi padre —que cuando repasé cuentas y recuerdos se convirtieron en treinta—, y reaparece para despertarme a las cuatro de la única madrugada en la que había conciliado un sueño decente en los últimos meses.

***

Si no fuera febrero (los músicos de orquestas verbeneras nos morimos de asco en invierno), si me quedara alguna familia, si los amigos no estuvieran todos emparejados, si la casa no se me viniera encima de día y mucho más de noche o si tuviera algo urgente que hacer en los próximos años no habría estado en la estación de Atocha dos días después de la llamada y hubiera prolongado otros treinta años el reencuentro con mi viejo.

***

—Buenas tardes, creo que Salvador Morales Garibay está ingresado en esta residencia.

—No —pero me sonrió y comenzó a teclear tras el mostrador, no para verificar la información sino para que no pudiera acusarla de negligente—. ¿Ve? No tenemos ningún interno con ese nombre —con un cerrado acento mexicano.

—Él mismo me ha dicho que vive aquí, en la habitación 212.

—¿212?

—Eso es.

—¿Cuándo se lo dijo?

—Hace un par de días.

—¿Es usted familiar suyo?

—Su hijo —a mis cuarenta y cinco había perdido el hábito de identificarme como el hijo de nadie.

—Siento decirle que el señor que ocupó durante los últimos años la habitación 212 ha fallecido.

—... —no fue necesario decirle que no se molestara con el pésame.

—Tengo que advertirle que nunca supimos su nombre.

—¿Tenía alguna enfermedad neurológica o algo así?

—No, permaneció lúcido hasta sus últimos días —se encogió de hombros—. Simplemente se negaba a hablar de sí mismo.

—¿Puedo verlo?

—Sus restos han sido incinerados.

—¿Tiene alguna foto suya?

La chica giró 180º la pantalla del ordenador para mostrarme la imagen.

Aquella sonriente cara de hijo de puta se me parecía lo suficiente para legarme un último recuerdo de mierda aún después de muerto.

***

Habría sido más razonable sentarme a esperar el autobús en la parada próxima al asilo para evitar el riesgo de quedarme aislado en ese barrio dejado de la mano de Satanás, pero no pude sustraerme al deprimente consuelo que me ofrecía la luz mortecina de un sucio bar de barrio.

No estaba dispuesto a volver a la pensión ni a rondar por Madrid ni al tren que me devolvería a Barcelona enajenado en la página más podrida del catálogo de mis recuerdos, pero a la mitad de la primera cerveza ya estaba embobado con las estampas mentales que conservo bajo la marca de Morales —nunca pensé en él como mi padre ni siquiera como en el amante de mi madre que terminó llevándola a la tumba, para mí fue solamente Morales—, y estoy regresando a México, al México que nunca he visitado, a su México.

Al Chiapas de los inicios del alzamiento zapatista en los años 90. Allí Morales era conocido como el comandante Daniel, uno de los dirigentes militares del movimiento revolucionario al que traicionó en lo que sería el primer paso de una larga vida de infamias generales y particulares.

A sus tejemanejes con la CIA y su colaboración en el secuestro de un taquero al que hicieron pasar por Osama Bin Laden.

A las selvas de Montes Azules donde destruyó la forma de vida de la población indígena organizando el hostigamiento de las fuerzas paramilitares.

A las salas de tortura donde ponía su máximo empeño en extraer hasta la última gota de información con la sangre de sus antiguos compañeros insurgentes.

—Se parecen —el anciano se ha materializado en el taburete de al lado.

—¿Perdón?

—Puedo invitarle? Invitarles a ustedes es casi una tradición para mí. Su padre no tenía nada.

—¿Usted le conoció?

—Creo que yo era la única persona con la que hablaba —me tiende la mano—, Adrián Berdeles, para servirle. No he podido evitar oírle hablar con la señorita de la residencia.

—Encantado —no lo estoy de conocer a nadie que apreciara a mi padre, pero me vence la curiosidad—. Me llamó hace unos días, supongo que empezaba a sentirse mal, a vislumbrar su muerte.

—¿Mal? Nada de eso, su padre tenía una salud de hierro.

—¿Está seguro?

—Lo estoy.

—Entonces, no lo entiendo —me estoy sincerando con él antes de tomar la decisión de hacerlo—. Hace treinta años que no nos encontrábamos, jamás se ocupó de mí ni de mi madre.

—No estaba enfermo, pero últimamente andaba —mira a nuestro alrededor por si alguien puede escucharnos—, preocupado. Alerta. Como si algo le amenazara. Ni siquiera iba a ver a su amiga a las partidas de ajedrez. Se pasaba los días sin salir del dormitorio.

—¿Quién era esa amiga?

—Una chica muy curiosa, bueno, una chica... tendrá más de cincuenta. Mexicana como él. Se gana la vida con lo que saca de las apuestas ilegales en las partidas de ajedrez que se organizan en la trastienda de un bar de la Latina llamado Apertura Eslava de Rey.

***

Me costó encontrar el Apertura Eslava de Rey, creo que pasé cién veces por la puerta sin reparar en un establecimiento sin edad, carácter ni más distintivo que su nombre en un membrete de madera oscurecida.

Un bar largo y estrecho, con las paredes ahumadas como herencia de tiempos menos restrictivos que desembocaba en unas escaleras descendentes como tantos otros en Madrid, la única diferencia consistía en que, al final, no estaba el mingitorio sino un sucio almacén lleno de cajas de cerveza alrededor de una mesa de tijera donde tenía lugar una partida entre un joven negro y la única mujer del lugar; el resto del espacio se lo disputaba una parroquia inclasificable que vigilaba las pringosas piezas con ojos extraviados.

La mujer tumbó el rey mientras ejecutaba un paso de baile y se volvió sin mirar a su contendiente para recoger los billetes que le tendía un anciano con pajarita.

Vestía como una gótica de los ochenta pero con las tetas más gordas y la mirada mucho más afilada.

Me interpuse en su camino cuando buscó la escalera, sin saber cómo identificarme pero no fue necesario.

—Eres SU hijo —afirmó.

—Me han dicho que venía a verte jugar al ajedrez.

—Tienes el corte de su rostro pero te falta la maldad y la retranca —la reseña es para sí misma.

—¿Podemos hablar un momento?

—Lo siento, jefe; me están esperando fuera, un chingado con mucha guita me ha contratado para una partida privada. Hasta me ha enviado un pinche auto para buscarme.

—¿Cuándo podríamos vernos? Mi padre me llamó hace un par de días pero cuando llegué había muerto. A lo mejor usted puede ayudarme a comprenderle.

—¿Muerto? —la carcajada obligó a volverse a más de un rostro—. No sea pendejo, hombre. El diablo no se muere nunca.

—... —No sabía si recriminarle la risa o sumarme a ella.

—Mire, ahorita tengo que irme, pero venga mañana y platicamos.

Un nuevo paso de ballet para esquivarme y se perdió escaleras arriba.

***

Hasta que fui a pagar el bocata de calamares en la madriguera oriental situada junto a la pensión donde me alojaba, no me percaté de que me habían robado la cartera con toda la documentación, seguramente en el garito del ajedrez. Estaba demasiado cansado para desplazarme a una comisaría donde interponer la denuncia, así que aboné la cuenta con unas monedas que conservaba en el pantalón y volví a mi habitación para compartir la cama con los piojos que me estarían echando de menos.

Por suerte había dejado los billetes de tren en la maleta, así que no tendría que quedarme para siempre en aquella ciudad demente.

***

Dediqué la mañana a dar de baja la documentación y a proceder con la denuncia del robo ante un policía que me miraba con asco mientras tecleaba con un dedo artrítico en el ordenador; creo que al final ni siquiera guardó los datos del documento porque se quedó medio dormido mientras le contaba mi historia.

Como aún quedaban varias horas para la salida del tren, tenía tiempo de pasarme por el Apertura Eslava de Rey, lo que no tenía era dinero ni para tomarme una caña.

Cuando vi al tipo de la pajarita, que parecía el encargado de organizar las apuestas le pregunté, por la gótica ajedrecista.

—¿Viene usted a jugar o a apostar? —desconfiado.

—A ninguna de las dos cosas. Hemos quedado para charlar sobre un tema.

—Pues no va poder ser.

— ...

—Murió anoche.

—¿Qué ha dicho?

—Degollada —estaba claro que esa palabra lo aclaraba todo para él y que también debía ser suficiente para mí, por que me dio la espalda y siguió con sus negocios.

***

A la salida del antro, las calles parecían moverse como una montaña rusa y eso que no había tomado una cerveza en todo el día.

Estaba pensando en que, quizás, aquel vértigo se debiera precisamente a que no había tomado nada desde ayer, cuando alguien me siseó desde un portal.

Adrián Berdeles, el compañero de la residencia de ancianos de mi padre, me esperaba oculto entre las sombras con un periódico en una mano y una maleta en la otra.

Haciéndome señas de que no hiciera ruido, me condujo al interior de un portal.

—Sabía que vendrías por aquí —me susurró.

—¿Se marcha? —Le señalé la maleta.

—Y tú deberías hacer lo mismo —me tendió el periódico y encendió una cerilla para que pudiera leer el titular de un breve, donde se constataba que El nuevo gobierno de Andrés Manuel López Obrador crea una comisión para investigar los crímenes paramilitares contra la insurgencia en México.

—No entiendo nada.

—Una vez, solo una vez, hace unos pocos días, no sé si fue el tequila, la soledad o el aburrimiento, tu padre se sinceró conmigo —no dejaba de mirar hacia la calle, estaba claro que alguien lo perseguía o que él se imaginaba en peligro—. Me enseñó este artículo y me dijo que hace quince años lo mató en el DF un detective tuerto y cojo tirándolo por unas escaleras. Se reía. Que desde entonces había vivido feliz e invisible en Madrid, pero que ahora se había acabado todo.

—No lo entiendo

—Al día siguiente de su... confidencia, me miró de forma extraña y no volvió a hablar conmigo —vistazo al exterior—. Ayer intentaron atropellarme. A la ajedrecista le han cortado el cuello.

—Sigo sin entender nada.

—No conozco a nadie que haya visto el cadáver de tu padre en la residencia. A nadie.

—¿Insinúa que no está muerto?

—Insinúo que tenía que desaparecer y que tú y yo nos hemos convertido en sus últimos cabos sueltos.

***

En el tren de vuelta a Barcelona, el dolor de cabeza y las náuseas me mantenían con un pie a cada lado del sueño, alternando imágenes distorsionadas de las cocinas del Hotel Reina Sofía, donde trabajaba mi madre, el hotel en el que Morales la sedujo a cambio de unos billetes y un poco de atención, con otra secuencia en la que me veía en el escenario, sentado ante mi batería pero incapaz de encontrar las baquetas mientras el público me abucheaba.

Al final, me quedé profundamente dormido y desperté con el vagón en penunmbra y completamente desierto; me habían robado la maleta y el teléfono móvil.

No había un alma en la estación y yo me encontraba demasiado enfermo para quedarme allí ni un minuto más, así que decidí marcharme a casa y posponer una denuncia que, con toda seguridad, no serviría para nada.

***

Cuando llegué andando a mi casa, de madrugada, estuve a punto de pasar de largo.

Lo más asombroso fue la falta de sensación de asombro.

La vivienda había ardido hasta los cimientos. Eso sí, el fuego estaba tan bien dirigido que apenas había afectado a las de alrededor.

Pensé en que tal vez Morales no era el verdadero nombre de mi padre y en que si Moriarty, el Napoleón del crimen, hubiera nacido en Latinoamérica, muy podría haberse llamado Morales.

Me quedé allí, mirando los restos calcinados de mis últimas pertenencias, de todo lo que había sido.

Y llegué a la conclusión, casi con alivio, de que había dejado de ser un cabo suelto.

Lo que sabemos y lo que somos

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