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2 La Partida
ОглавлениеEl 15 de febrero de 1917, Ciccio había cumplido apenas 16 años. Dos semanas después consiguió su incorporación como voluntario a la Primera Guerra Mundial. Había esperado tanto ese momento que, cuando luego le fue notificada su admisión como civil y citado para alistarse en el Ejército Italiano, sintió una profunda satisfacción. Se cumplía un anhelado sueño. Había logrado el ansiado alistamiento. Su única preocupación fue como transformarse de civil en combatiente. Su modo de ingreso al ejército y sus planes se convirtieron en su más preciado secreto.
Cuando se lo comunicó a su familia, Don Giovanni reaccionó furioso. Le resultaba difícil convencerse que, por detrás de esa decisión no existiera un problema familiar, económico o de cualquier índole. Días después, y muy cerca de la fecha de su partida, su padre, con los ojos nublados de lágrimas, habló con Ciccio procurando por última vez que desistiera de sus propósitos. Pero la decisión de éste, a esta altura de los acontecimientos, era inquebrantable. Giovanni, confundido y desesperado, continuaba intentando hallar una explicación para lo que él consideraba una decisión absurda. Jamás llegaría a imaginar la verdadera génesis de estos acontecimientos.
Casi no hubo despedida. Tras los preparativos, Giovanni, convencido de la firme voluntad de su hijo, decidió respetarla, autorizándola. No lo acompañó a la estación, pero no le negó la Santa Bendición que Ciccio le pidió antes de partir.
Era una tarde fría. El bello sol siciliano estaba ausente.
Al llegar a la estación, y antes de ascender al tren, presenció un tumulto que quedaría grabado en su memoria para toda la vida. Se alegró, íntimamente, que sus padres no hayan concurrido a despedirlo. Las madres y familiares de un centenar de jóvenes que habían sido reclutados, se plantaron en la vías del tren, enfrente a la máquina, decididas a impedir su partida. Sus gritos de desesperación y llantos se entremezclaban con los insultos y maldiciones dirigidos al Regio Esercito y al Rey de Italia Vittorio Emmanuele II. Vestidas de negro en su mayoría, hacían sentir su enojo y desaprobación de que sus hijos marcharan al conflicto. Cuando las fuerzas públicas lograron finalmente despejar las vías, el convoy, como un lúgubre cortejo, se puso en marcha, sembrando la desesperanza en todos los familiares que prolongaban su lamento.
El viejo tren a leña, la llamada “Vaporiera”, después de atravesar una decena de túneles, se detuvo lentamente en el andén principal de la estación de Siracusa. La curiosidad, casi infantil de Ciccio, hizo que sus dos ojos celestes se fijaran en un cartel que decía “Binario 2” (andén 2), sin entender que se trataba de la identificación del andén o plataforma 2. No tuvo tiempo de contemplar esa estación que era más importante que la de su ciudad natal. Sus dos amigos, que le acompañaban circunstancialmente con idéntico destino, tomándole del brazo, casi lo arrastraron hacia la oficina de reclutamiento, donde debían presentarse. El camino emprendido con ribetes de aventura en búsqueda de glorias soñadas, no admitía recodos turísticos.
Gavrilo Princip, un joven estudiante serbio, pertenecía al movimiento nacionalista “Unidad o Muerte” que se oponía tenazmente a la ocupación austro húngara del país eslavo. Ese Movimiento propiciaba separar Serbia de Austria y, junto a Bosnia, constituir la Yugoeslavia. Cuando en la mañana del 28 de junio de 1914, en la ciudad de Sarajevo, apretó el gatillo de su revólver para terminar con la vida del archiduque Francisco Fernando de Habsburgo, heredero del trono de Austria, Gavrilo jamás debió haber pensado que su actitud habría de cambiar drásticamente la vida de innumerables personas de todo el orbe. Tampoco podría imaginar que esa bala dirigida al cuerpo del noble, iba a impactar también en el pecho de muchísimos jóvenes que, como él, pensaban y soñaban despiertos con un mundo mejor. Ese disparo fue la chispa maldita que sirvió como excusa a los “hombres grises” para desatar la Primera Guerra Mundial. Millones de jóvenes, como Gavrilo y Ciccio, que sin llegar a conocerse, se hallaron, de repente, envueltos en el holocausto pergeñado por el juego de las alianzas políticas de los imperios dominantes.
El conflicto entre las grandes potencias ya se había iniciado tiempo atrás, fuera de los campos de batalla. Solamente hacía falta un pretexto, una ocasión, para hacer realidad las pretensiones de dominación de quienes apostaban al juego de la guerra. La muerte del Archiduque y su esposa fue el estopín elegido para inflamar las armas de los imperios europeos.
Gavrilo deseaba vivir en un territorio libre de la ocupación extranjera. Ciccio también pretendía vivir en una Italia soberana. Ambos anhelaban convertirse en héroes de una causa. Ambos fueron víctimas de las ambiciones de quienes nunca llegarían a conocer el infierno de los campos de batalla, donde tributaron su vida más de nueve millones de combatientes. Quienes decidían las confrontaciones militares, jamás llegarían, ni siquiera, a imaginar las penurias de los campos de concentración de prisioneros de guerra.
Para ellos, la guerra no pasaba de ser un elemental tablero de ajedrez, donde seleccionaban las jugadas sin correr ningún tipo de riesgos. Sentados en los cómodos sillones de los despachos oficiales, o escudados en los vetustos salones donde se tejían intrigas palaciegas, decidían el destino de generaciones enteras, presentes y futuras. Los combatientes, los héroes y los protagonistas de esa infernal maquinaria militar que se ponía en movimiento, eran apenas un número y un botón en los mapas extendidos sobre las mesas donde configuraban sus estrategias.
Al poder político europeo, en el siglo XIX, lo ejercían las realezas que gobernaban los distintos imperios. Sus acuerdos de conveniencia se consolidaban, en muchos casos, por uniones matrimoniales entre herederos de las casas imperiales. Los reyes pactaban el casamiento de sus hijos para consolidar acuerdos de dominación. Estas prácticas, propias de las monarquías, fueron reemplazadas en las democracias nacidas en el siglo XX, por acuerdos entre los Estados. Los imperios alemán, inglés y ruso, principales protagonistas del conflicto, eran gobernados por monarcas descendientes de la Reina Victoria de Inglaterra, que eran primos entre sí. Esta reina fue llamada la “abuela de Europa” porque sus descendientes llegaron a ocupar los tronos de diez imperios europeos, a tal punto que un tercio de 120 miembros de su familia residían en territorio enemigo del imperio británico.
No es de extrañar, entonces, que hasta las peleas y disputas familiares pudieran llegar a influenciar en la gestación de conflictos militares.
El dolor del pueblo y el llanto de familias enteras se hallaban al margen de los maquiavélicos planes de monarcas, militares y políticos que originaban, propiciaban y decidían las guerras. Los eventuales huérfanos y mutilados, física y espiritualmente, no eran tenidos en cuenta. La soberbia ciega y feroz de sus ambiciones, amparada en la ineludible defensa de supuestos y ambiguos intereses colectivos, era la muralla que limitaba hasta la propia racionalidad de aquellos.
Mantenían inalterable una actitud ciega, muda y sorda, reemplazada por decisiones frías y calculadas con notable indiferencia al sentir popular. La gran mayoría del Pueblo italiano estaba en contra de la guerra. El Pueblo podía tener los ojos vendados, pero no era ciego. Tampoco dejaba de hacer presente a las autoridades su pensamiento y preferencias. A veces de manera frontal e intolerante, con una actitud donde se mezclaban irreverencia y falta de respeto.
Una carta clásica en la historia de la primera guerra mundial y firmada por una madre, estaba dirigida al Rey en estos términos:
“Le escribo a modo de advertencia. Si por desgracia Italia entra en guerra y merced a ello, yo que soy una pobre madre viuda, me sienta privada de mi único sostén y de mi hermano que mantiene a mi pobre madre, le aseguro que la vida de Su Majestad, el Rey, y los miembros de su familia tendrán mala suerte, porque la maldición de todas las madres italianas caerá sobre sus cabezas como un rayo del cielo. Creo que la guerra no se llevará a cabo porque antes de la guerra vendrá la revolución, que en Italia es muy necesaria, y de ese modo se podrá erradicar esa maldita Casa Savoia que sólo trae desventura a Italia con todos esos ministros ladrones. Además, los propios soldados, son tratados como bestias. Tienen razón de venir a decir que bajo la Casa Savoia se está peor que en la casa del buey (“sotto Casa Savoia si sta peggio che in casa del Boia”). Si vinieran los alemanes estaríamos mejor que con el rey Victorio”.
Ya en medio del conflicto, tampoco cesaban los reclamos, como esta otra carta, también dirigida al rey de Italia:
“Le enviamos a Vuestra Majestad esta carta porque es hora de terminar con esta matanza inútil. Usted dijo bien que es glorioso el morir por la Patria. Y a nosotros nos parece que Usted y sus pocos ministros que quisieron la guerra deberían ir a pelear en 1ª línea.
Sin embargo, usted y sus ministros no tienen vergüenza y se quedan atrás y mandan adelante a nosotros, pobres diablos, dejando la mujer y los hijos en casa, y que hoy gracias a esta horrible guerra deseada por ustedes, sufren hambre y miserias. Bellacos sin honor. Borrachos empestados, carniceros de carne humana, terminen con esto antes que nos maten a todos. En el frente de la guerra están cansados, internamente sufren hambre, entonces, ¿qué quieren?
Tengan vergüenza, ¿no se dan cuenta que no van a ganar?, pero ustedes quieren que lo mismo vayan hacia delante para matarnos. No ven cuántos jóvenes son inmolados y los padres de familia angustiados, que van quedando en medio de esta historia, y ustedes ¿todavía no se hallan contentos?
Vayan ustedes, bellacos, con vuestro cuerpo a defender vuestra patria, y después, cuando vuestra vida se halle en peligro como puercos que son, firmarán la paz a cualquier costo.
Nosotros por la Patria sufrimos bastante, y nuestra patria es nuestra casa, nuestra familia, nuestras mujeres y nuestros niños. Cuando terminen de matarlos a todos se quedarán contentos contemplando centenares de miles de niños sin padres? Y ¿por qué? Solamente por un ambicioso y desvergonzado capricho”.
Comenzaba la primavera de 1917, cuando empiezan a despuntar los botones de las primeras flores en Sicilia. Don Giovanni proseguía en su minuciosa rutina de todos los días. Al abrir la pesada puerta de su negocio, siempre lo esperaban dos o tres mujeres madrugadoras. Continuaba levantándose a las cuatro de la mañana y asistía con rigurosa puntualidad a su cita de las ocho con su clientela, pero sus días carecían de la alegría y el entusiasmo de otrora. Su cuerpo le parecía pesado y hasta su andar se hizo más lento. No alcanzaba a entender que Ciccio hubiera decidido partir sin escucharlo.
Mantenía firme sus esperanzas de reencontrarlo, pero el temor de perder a su hijo le sobrevolaba la mente y el corazón. Esa angustia interminable que le minaba por dentro, se transformaría en su compañera más temible.
Rosa, taciturna, recorría la casa como una sombra. Su delgadez se había acentuado. De mediana estatura, era notorio que su rostro de finas facciones se había asociado al sufrimiento. Sus manos suaves, siempre cultivadas con esmero, cubrían con caricias del alma a sus hijos. La mirada atenta de sus ojos, que comenzaban a sumergirse en sus cuencas, no había perdido el brillo de sus años juveniles. En sus íntimas meditaciones pretendía hallar en la severidad de Giovanni, quizá, la causa determinante de la decisión de su hijo. Pero de sus labios jamás partió un reproche. Nadie escuchó una queja. Ahogaba su llanto, en los rincones de su casa, en un gesto solidario a su familia y a sus convicciones.