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Capítulo uno Rosie

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Presente

¿Qué te hace sentir viva?

La condensación. Porque me recuerda que sigo respirando.

Supongo que esto se considera hablar con uno mismo, y lo he hecho siempre.

Era como si me hubieran implantado en el cerebro una voz que no era la mía para formular la misma pregunta que prefería no contestar. Era la voz de un hombre. Nadie conocido, creo. Me recordaba que seguía respirando, lo cual no era necesariamente algo que diera por sentado. En aquella ocasión, la respuesta flotó en mi cabeza como una burbuja a punto de estallar. Aplasté la nariz en el espejo del ascensor del deslumbrante rascacielos en el que vivía y exhalé por la boca, con lo que creé una espesa nube de niebla blanca. Me aparté para contemplar mi obra.

El hecho de que siguiera respirando era un «jódete» en mayúsculas para mi enfermedad.

Fibrosis quística. Cada vez que alguien me preguntaba, procuraba ahorrarle los detalles. Lo único que tenían que saber era que me la diagnosticaron a los tres años, después de que mi hermana Millie me lamiera la cara y dijera que estaba «muy salada». Era una mala señal, así que mis padres me llevaron al médico. Los resultados lo confirmaron: enfermedad pulmonar. Sí, se puede tratar. No, no tiene cura. Sí, afecta muchísimo a mi vida. Me paso el día tomando pastillas, voy a fisioterapia tres veces por semana, tengo que respirar por el inhalador cada dos por tres y probablemente moriré en los próximos quince años. No, no necesito vuestra compasión, no me miréis así.

Con el uniforme verde de enfermera, el pelo enredado y los ojos vidriosos por la falta de sueño, recé en mi fuero interno para que se cerrara la puerta del ascensor y me llevara a mi apartamento en la décima planta. Quería quitarme la ropa, darme un baño caliente y tumbarme en la cama a ver Portlandia. Y no quería pensar en mi ex, Darren.

De verdad que no quería pensar en él.

El ruido de unos tacones altos que venían de la calle resonó en mis oídos. Parecía salido de la nada y se oía cada vez más fuerte. Me volví hacia el vestíbulo y ahogué una tos. La puerta del ascensor se estaba cerrando cuando una mano con las uñas pintadas de rojo chillón se coló por la rendija en el último segundo y abrió la puerta con una risa estridente.

Fruncí el ceño.

Otra vez no.

Pero, cómo no, era él. Irrumpió en el ascensor con un tufo a alcohol suficiente para envenenar a un elefante adulto hasta matarlo, pertrechado con dos chicas al estilo Mujeres desesperadas. La primera era la lumbrera que había sacrificado su brazo para coger el ascensor; una joven con el pelo rojo y sedoso de Jessica Rabbit y un escote que no dejaba nada a la imaginación por muy ingenioso que fueras. La segunda era una morena bajita con el culo más redondo que jamás le había visto a un ser humano y un vestido tan corto que sería posible someterla a una prueba ginecológica sin necesidad de quitarle la ropa.

Ah, y luego estaba Dean Cole, Ruckus.

Tan alto como una estrella de cine, ojos verde oscuro, tan brillantes que parecían radiactivos, insondables, pelo castaño oscuro de recién follado y un cuerpo que dejaría en ridículo a Brock O’Hurn. Injustamente sexy; tanto era así que no te quedaba otra que apartar la vista y rezar para que tu ropa interior fuera lo bastante gruesa como para absorber tus fluidos. En serio, el tío estaba tan bueno que seguro que tenía prohibido pisar países ultrarreligiosos. Por suerte para mí, sabía que el señor Cole era un capullo de primer orden, por lo que era prácticamente inmune a su encanto.

«Prácticamente» es la palabra clave.

Era guapo, pero también un desastre de dimensiones épicas. ¿Sabéis esas mujeres que quieren al típico tío atractivo y vulnerable que está hecho mierda para enderezarlo y cuidar de él? Dean Cole sería su sueño húmedo. Porque le pasaba algo. Me daba pena que sus más allegados no vieran las luces parpadeantes de neón (el alcohol, el consumo excesivo de marihuana y su adicción a todo lo pecaminoso y divertido). Sin embargo, Dean Cole no era asunto mío. Además, ya tenía bastante con lidiar con mis propios problemas.

El Buenorro hipó, pulsó el botón del ático quinientas veces y se balanceó en el reducido espacio que compartíamos los cuatro. Tenía los ojos febriles y el sudor que perlaba su piel olía a brandy puro. Un alambre grueso y oxidado me ciñó el corazón.

Su sonrisa no parecía de alegría.

—Bebé LeBlanc.

El tono perezoso de Dean me llegó al bajo vientre y me dejó ahí clavada. Dean me cogió por el hombro y me giró hasta tenerme cara a cara. Sus acompañantes me miraron como si fuera un saco de huevos podridos. Apoyé las palmas en su pecho de hierro y acero y lo alejé de mí.

—Ojo. Hueles como si te acabaras de tragar la destilería Jack Daniel’s entera —dije inexpresiva.

Echó la cabeza hacia atrás y se rio. Esta vez, su sonrisa fue sincera; se lo estaba pasando en grande con nuestra extraña conversación.

—Esta chica… —Me abrazó por el hombro y me atrajo a su pecho. Me señaló con la mano con la que sujetaba el cuello de una botella de cerveza y miró a sus acompañantes con una sonrisa tonta—. Está que te cagas y tiene un coco y un ingenio que eclipsarían a Winston Churchill en su mejor momento —dijo efusivamente. Seguro que pensaron que Winston Churchill era un personaje de Cartoon Network. Dean se volvió hacia mí. De pronto, frunció el ceño—. Lo cual haría que muy probablemente fuera una arpía y una guarra, pero no lo es. La muy cabrona es supermaja. De ahí que sea enfermera. Esconder ese culito bajo el uniforme debería ser un crimen, LeBlanc.

—Lamento decepcionarle, agente Fumeta, pero solo soy voluntaria. En realidad, trabajo de camarera —lo corregí mientras me alisaba el uniforme con la mano, me zafaba de su agarre y sonreía con educación a las chicas. Me ofrecí para ser voluntaria en una UCIN tres veces por semana, monitoreando incubadoras y limpiando cacas de bebé. Carecía del talento artístico de Millie y la suerte de los Buenorros, pero tenía mis pasiones, la gente y la música, y me preocupaba tanto por mis aspiraciones como ellos por su modus vivendi. Dean tenía un máster en Administración de Empresas por la universidad de Harvard y una suscripción al New York Times, pero ¿eso lo hacía mejor que yo? Pues claro que no. Trabajaba en una pequeña cafetería llamada The Black Hole, situada entre la Primera Avenida y la Avenida A. El sueldo era un asco, pero la compañía era buena. Pensé que la vida era demasiado corta para dedicarme a algo que no me apasionara. Sobre todo en mi caso.

Jessica Rabbit puso los ojos en blanco. La morenita encogió un hombro, nos dio la espalda y se puso a juguetear con el móvil. Pensaban que era una guarra de lo más salada. Tenían razón. Literalmente, lo era. Pero para literal el chasco que se iban a llevar al despertar al día siguiente. Me sabía de memoria el ritual de mi vecino/ex de mi hermana. Por la mañana, les pediría un taxi y ni siquiera se molestaría en fingir que había guardado sus números en la agenda.

Por la mañana, se comportaría como si no fueran más que un estropicio que ha tenido que limpiar. Por la mañana, estaría sobrio, tendría resaca y sería un desagradecido.

Porque era un Buenorro.

Un privilegiado, un volátil y un ególatra de All Saints que creía que se lo merecía todo y no debía nada.

«Va, ascensor, ¿por qué tardas tanto?».

—LeBlanc —bramó Dean esta vez.

Se apoyó en la pared plateada, se sacó un porro de detrás de la oreja y se puso a buscar el mechero en sus vaqueros oscuros hechos a medida. Le pasó la botella a una de las mujeres. Llevaba una camiseta de marca con cuello en forma de V de un tono verde lima que le resaltaba los ojos y lo hacía parecer más moreno, una americana negra abierta y deportivas altas. Me hacía desear chorradas. Chorradas que nunca había querido de nadie, y mucho menos de un hombre que había salido con mi hermana durante ocho meses. Así que las desterré y traté de portarme mal con él. Dean era como Batman. Lo bastante fuerte para soportarlo.

—Mañana. Tú. Yo. Brunch de domingo. Di que sí y no solo comeré comida.

Bajó la barbilla para presumir de ojos esmeralda y una expresión siniestra le cruzó el rostro. Este tío no pregunta. «Niñato», pensé con amargura. Va a hacer un trío en solo unos minutos y se pone a tirarle la caña a la hermana de su ex. Y encima delante de ellas. ¿Por qué siguen aquí?

Ignoré su patético intento por coquetear conmigo y le advertí sobre algo muy distinto.

—Como enciendas la cosa esa aquí —dije mientras señalaba su porro—, te juro que esta noche me cuelo en tu casa y te echo cera hirviendo en el paquete.

Jessica Rabbit ahogó un grito. Morenita chilló. Hombre, ellas no saldrían ilesas si eso sucediera.

—No te pases, tía —dijo la morena, que me hizo un gesto con la mano, a punto de explotar—. Qué cague, ¿no?

Ignoré a la mujer que se había maquillado con ceras de colores. En su lugar, me dediqué a mirar los números rojos que había encima de la puerta del ascensor y que indicaban que estaba cada vez más cerca de tomarme un baño, un vino y ver Portlandia.

—Contéstame. —Dean ignoró a las chicas a las que estaba a punto de tirarse y me miró con sus ojos vidriosos—. ¿Brunch? —Hipido—. ¿O nos lo saltamos todo y follamos directamente?

Superromántico, lo sé, pero, por desgracia, mi respuesta seguía siendo no.

Sinceramente, no solo me cortó el rollo su forma de intentar llevarme al huerto, sino también que hubiese elegido tan mal momento. Hacía tres semanas que Darren había recogido sus cosas y se había marchado del apartamento que habíamos compartido durante seis meses. Tuve un lío con un mecánico llamado Hal al que le entusiasmaba el metal. Cuando rompimos, empecé a salir con Darren; estuvimos nueve meses juntos. Dean aprovechó que estaba despechada para acercarse a mí. El hecho de que fuera mi casero y que solo le pagara cien dólares al mes por razones legales no facilitaba las cosas. Era copropietario de mi apartamento junto con Vicious, Jaime y Trent, y aunque sabía que no me echaría —Vicious nunca se lo permitiría—, también sabía que tenía que ser amable con él.

Pensar que era posible que me pasara todas las ETS que aparecían en WebMD hizo que resultara más fácil darle calabazas. Mucho más fácil, de hecho.

Los números rojos iban apareciendo en la pantalla.

Tres.

Cuatro.

Cinco.

«Vamos, vamos, vamos».

—No —dije rotundamente cuando me di cuenta de que me seguía mirando para que contestara.

—¿Por?

Otro hipido.

—Porque no eres mi amigo y no me gustas.

—¿Y eso por qué? —insistió con una sonrisita de suficiencia.

«Porque me rompiste el corazón y no pude volver a juntar los pedazos».

—Porque eres un mujeriego empedernido.

Le di la razón número dos de mi lista titulada Por qué odio a Dean. La condenada era larga como ella sola.

Lejos de avergonzarse o desanimarse, Dean se inclinó hacia mí de nuevo y me hundió el dedo índice en la mejilla con la mano que sostenía el porro sin encender. Su expresión era tranquila y serena. Me quitó una pestaña. Tenía el dedo tan cerca de mis labios que vi el patrón redondo de su huella dactilar alrededor de mi pestaña rizada.

—Pide un deseo.

Su voz me hacía sentir lo mismo que si me rodearan el cuello con un pañuelo de satén y apretaran ligeramente.

Cerré los ojos y me mordí el labio inferior. Los abrí. Soplé la pestaña y contemplé cómo se balanceaba gradualmente, como una pluma.

—¿No quieres saber qué he pedido? —pregunté con voz ronca.

Se inclinó de nuevo hacia mí y posó los labios en mi mejilla.

—Me da igual lo que hayas pedido —dijo arrastrando las palabras—. Lo que importa es lo que necesitas. Y yo lo tengo, Rosie. Y sabes tan bien como yo que algún día te lo daré. A espuertas.

Volvía de trabajar seis horas de voluntaria en un hospital infantil en el centro, después de mi turno en la cafetería. Estaba cansada, hambrienta y tenía unas ampollas en los pies del tamaño de mi nariz. No debería haber sentido un millar de alevines nadando en mi pecho, pero así fue. Me odié por ello.

Brunch —masculló cerca de mi cara; me acarició la piel con su aliento caliente y apestoso—. Llevas casi un año viviendo en mi edificio. Hay que revisar tu alquiler. En mi casa. Mañana por la mañana. Estaré listo cuando lo estés tú, pero más te vale aparecer. Capisci?

Tragué saliva y aparté la vista. Cuando volví a mirar arriba, se abrió la puerta del ascensor. Di un bote hacia delante, salí al pasillo casi corriendo y saqué las llaves de la mochila a toda prisa.

Espacio. Lo necesitaba. Todo el que pudiera conseguir. Ya.

Lo oía reír desde su ático en la vigésima planta, donde terminó su viaje de una noche con dos mujerones.

Después de darme un baño, servirme un vinito y disfrutar de una cena saludable y equilibrada compuesta de una bolsa de Cheetos y un líquido naranja de origen desconocido que encontré al fondo de la nevera, planté el culo en el sofá y fui cambiando de canal. Aunque quería ver Portlandia, porque me hacía sentir algo más sofisticada que mi cena, me acabé enganchando a Qué esperar cuando estás esperando.

Malísima, y no solo porque sacó un 2,2 en Rotten Tomatoes.

Sino porque me recordó a Darren.

Y pensar en Darren me hizo querer llamarlo y disculparme una vez más.

Me quedé mirando el móvil un buen rato, debatiéndome e imaginando la escena en mi cabeza a punto de explotar.

Darren respondería al teléfono.

Trataría de decirme que cometí un error garrafal.

Pero que no le importa. Que me sigue queriendo.

Pero en realidad le importa. Y mucho.

Y yo no soy lo bastante buena.

No para alguien como él.

Otra cosa que debo mencionar: a pesar de ser sarcástica por naturaleza y tener la lengua muy suelta, es todo de boquilla. No me interesa arruinarle la vida a nadie. Prefiero salvarlas. Por eso lo dejé.

Darren merecía una vida normal, con una esposa normal y los suficientes hijos como para formar un equipo de fútbol. Merecía vacaciones largas y realizar actividades al aire libre fuera de las paredes del hospital. Cuando no estuviera trabajando allí, claro. En resumen, merecía más de lo que yo nunca podría darle.

Me metí en la cama, apoyé la espalda en el cabecero y me quedé embobada mirando la puerta del cuarto con la esperanza de que ese dios hecho hombre la abriera de un empujón y me mantuviera calentita toda la noche.

Dean Cole.

Joder, cómo lo odiaba. En ese momento, más que nunca. Quería recalcular mi alquiler. No podía. Era muy pobre. Y más para los estándares de Manhattan. Además, él ganaba en un día lo que yo en dos años. ¿De verdad era necesario o es que quería vengarse de mí por no caer rendida a sus pies?

Cerré los ojos y me imaginé al imbécil de primer orden comiéndoselo a Jessica Rabbit, que se sentaba a horcajadas encima de su rostro cincelado y perfecto, mientras Morenita le hacía una mamada. Horrorizada, colé una mano por dentro de mis bragas ya húmedas, fruncí aún más el ceño y tosí suavemente.

Seguro que era un guarro. De esos que esperarían a que Jessica Rabbit se corriera para darle la vuelta y metérsela por detrás mientras tira de su pelo rojo escarlata.

Me introduje el dedo índice y, acto seguido, el del medio en busca del punto G.

Asqueada, me lo imaginé agarrando a Morenita del cuello para tumbarla bocarriba una vez que hubiese terminado con JR.

Ahora se la tiraba a ella también y le pellizcaba los pezones. Con fuerza.

Arqueé la espalda, asqueada.

Gemí con repulsión.

Y me corrí en mis dedos con aversión.

Odiaba todo lo que tuviera que ver con Dean Cole.

Todo… excepto a él.

Ruckus

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