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Capítulo cinco Rosie

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Once años antes

¿Qué te hace sentir viva?

Contemplar mi reflejo en el agua calma y serena de la piscina con sus tonos azules, imperturbable. Zambullirme en un lugar más tranquilo sin siquiera meter un dedo en el agua.

Una química peligrosa.

Ese era nuestro mayor problema.

Y por eso juré no estar nunca en casa cuando Dean venía a visitar a mi hermana. No era una tarea difícil. Millie era un animal de costumbres. Su cuarto estaba limpio, sus libretas ordenadas y su caligrafía era perfecta, lo que hacía que sacase sobresaliente tras sobresaliente. Como con todo lo demás, se había hecho un horario muy específico para estar con su novio culto y refinado. Los martes y los jueves después de clase, porque por aquel entonces Dean entrenaba por las mañanas y los fines de semana abandonaban la mansión de los Spencer porque Millie no aguantaba a Vicious y viceversa.

Tampoco era de las que se quedaban tiradas en la cama llorando a moco tendido escuchando las canciones de Miranda Lambert en las que decía cuánto odiaba a los hombres. Yo era la típica alborotadora a la que le iban las emociones fuertes y suspendía todo. Salía con mis amigos y me apuntaba a actividades extraescolares. Fui al centro a hacerme un piercing en el ombligo y otro en la nariz, solicitaba trabajos de poca monta, ahorré dinero para comprarme una bici y me bañaba desnuda con mis amigas en una playa desierta cuando el tiempo lo permitía, lo cual era siempre porque, a ver, estamos hablando del sur de California.

La verdad es que hice un montón de cosas ese otoño. Por supuesto, ninguna de ellas fue beneficiarme al novio de mi hermana.

Os aseguro, así sin rodeos, que estar bajo el mismo techo que ellos me hacía querer esconderme en lo más hondo de mi ser y desvanecerme. Hacían ruidos. De la peor clase. Odiaba esos ruiditos. Respiración pesada, jadeos, risitas, besos babosos y altos. Oírlos a través de la puerta cerrada del cuarto de Millie solo hacía que el agujero del pecho se me hiciera más grande. A pesar de mis defectos, siempre he sido una chica sensata. No necesitaba esa negatividad en mi vida. Así que, por mi bien, pasaba de estar allí. Si tuviese que elegir cuál fue el momento que me hizo tomar la decisión de mantener las distancias con Dean Cole incluso estando en la misma habitación que Millie, diría que el de la piscina.

Era jueves y Millie llegaba tarde. Tuvo que parar en la gasolinera de camino a casa para inflar las ruedas de la bici. Estaba a punto de salir de la casa que nos habían asignado los Spencer. Fue un encuentro de película. Abrí la puerta justo cuando Dean iba a llamar. Nos miramos a los ojos y apreté la mandíbula con decisión para reprimir una sonrisa, porque no me habría extrañado que mis comisuras llegasen hasta el techo si la esbozaba.

Dean parecía una tentación. Y no me refiero solo al hecho de que estuviera impresionante con su soberbia chaqueta universitaria de color azul y su cara de malote mojabragas. Su ligero aroma a detergente y sexo de alta gama, su imponente altura y su recia constitución me desesperaban. Lo juro, la mitad del tiempo que lo tenía cerca la desesperación que sentía por él flotaba en el aire como un tufo.

—Hola.

Mierda, un gallo.

—Otra vez tú —dijo.

Volvíamos a mirarnos. Era un marrón, pero tampoco era la primera vez que pasaba. Siempre me hacía sentir culpable. Si en vez de sus ojos hubiesen sido sus manos, me habría acercado a él por la cintura, no sin antes bajarme la capucha de la sudadera de los Dead Kennedys para verme mejor, y yo lo habría cogido de su perfecto cabello castaño bañado por el sol, pegado como las páginas de un libro nuevo.

—Millie aún no ha llegado, pero pasa si quieres. —Me hice a un lado y abrí más la puerta—. Yo ya me iba. Volverá enseguida.

—¿A dónde vas? —preguntó mientras estiraba el brazo para impedirme salir.

—Perdona. —Me crucé de brazos—. No he recibido la circular. ¿De repente es asunto tuyo?

—A lo mejor se perdió en el correo. —Avanzó un paso, lo que me obligó a retroceder. Madre mía, no podía ni mirarlo a los ojos de lo nerviosa que estaba. Menos mal que le llegaba por el pecho—. Porque, sin duda, eres asunto mío, Bebé LeBlanc. —Se me subió el corazón a la garganta, lo que me impidió respirar, y añadió—: Y creo que sería mejor que dejásemos de fingir que no me interesas.

Me puse como un tomate y me tapé la cara con la capucha.

Normalmente, él era el chulito. La imagen del malote que se pasa el día buscando follón que los Buenorros vendían en el instituto All Saints. Sus súbditos y secuaces se la comían con patatas y volvían a por más. Quizá fuera culpa mía que esas cosas me dieran igual, pero pasaba de los humos que se daban los Buenorros y de que se creyesen muy mayorcitos. Parte del motivo por el que me fijé en Dean fue porque era un payaso y no era tan taciturno y gilipollas como los demás. Desde que empezó a salir con Millie —que fue no hace tanto—, siempre intentaba darme conversación. Al principio, me aseguró que no le pondría un dedo encima. Cuando le dije que eso era precisamente lo que debía hacer, se enfadó mucho. Ahora salía con ella y se comportaba como su novio, la besaba —joder, si los oí justo el otro día— pese a que no me quitaba los ojos de encima. Nunca.

—Pues… —Perdí el hilo y puse a trabajar mi oxidado cerebro para que urdiese una mentira creíble. Mi coartada era sólida. Sí que tenía que ir a un sitio. Pero no se lo decía a nadie, mucho menos a mis compis de clase, y menos aún al tío por el que estaba pillada hasta las trancas. Pero Dean no era de los que se rinden a la primera de cambio, tenía que decir algo, lo que fuera. Decidí decir la verdad—. Voy al médico.

Me arriesgué a mirar arriba, vi reconocimiento y calma bañándose en su rostro. Se guardó las manos en los bolsillos.

—¿Te encuentras mal?

Toda mi vida está mal.

—No, no es eso. —Me metí un mechón por detrás de la oreja y por dentro de la capucha—. Es que a veces necesito… —«Cierra la boca», me decía la voz de mi cabeza. Encogerme y mostrarme vulnerable no era lo mío.

—¿Necesitas…? —Bajó la barbilla para animarme a continuar.

Qué pena que la química fuera una cuerda inexplicable que atraía a dos personas. Porque así fue como me sentí en ese momento. Atada. Su forma de mirarme —como si yo fuera el ombligo del mundo— me molestó. Me halagó. Me obsesionó. Dios, tenía que decir algo pronto si quería que se callara y me dejara en paz por muy vergonzosa que fuera la verdad. Eso daba igual.

—Que me den un masaje en el pecho. —Tenían que sacarme la mucosidad de las vías respiratorias, pero no es que ardiese en deseos de contárselo. Arqueé una ceja y me metí los puños en los bolsillos—. Hay que mantenerlo sexy y eso.

La capucha me tapaba bien los ojos, pero aun así no era suficiente. Nada era suficiente a su lado. Incluso con tres capas de ropa me sentía desnuda.

Los masajes en el pecho eran un acontecimiento semanal. A veces, tenía que ir al ambulatorio. A veces, me visitaba una enfermera. Y aunque Millie no le había contado a su novio que estaba enferma, sabía que si iban en serio se enteraría tarde o temprano.

Me abrí paso a empellones y me dirigí a la entrada principal de la mansión. Había un camino de baldosas que conducía directamente a la puerta, pero me gustaba ir por el camino largo, por el césped tan verde como los ojos de Dean y la gigantesca piscina de Vicious. Caminar por el borde. Sentirme viva.

Oí a Dean acercarse corriendo. No me hizo falta darme la vuelta para saber que estaba esbozando esa sonrisa que tanta rabia me daba.

—Conque un masaje en el pecho, ¿eh? —dijo en tono pícaro—. A muchos chicos les encantaría dártelo.

—Gracias por darme grima, Dean.

—¿Qué tiene de grimoso decir que hay tíos locos por tocarte las tetas?

—Que es el novio de mi hermana quien me lo dice. Además, es un comentario un poco inoportuno. Y con «poco» quiero decir «muy inoportuno».

—En ningún momento he dicho que fuera yo quien quisiera dártelo —replicó chasqueando la lengua, y añadió—: ¿Y para qué coño necesitas que te den un masaje en el pecho? ¿Te vas a poner tetas o algo?

Me detuve en la otra punta de la piscina, giré sobre mis talones y lo miré a los ojos de una forma que se me antojó demasiado íntima. Estábamos cara a cara. Cuerpo a cuerpo. El viento era frío, pero agradable. Retrocedí un paso. En aquel punto, Vicious podía vernos desde la ventana de su cuarto. Lo último que necesitaba era darle más munición para atacar a Millie y que le dijera que me había visto tonteando con su novio. Tenía que protegerla a toda costa.

—Estoy enferma —dije sin poder evitarlo.

Se le oscurecieron los ojos y su rostro se tiñó de incredulidad y recelo.

—¿De qué? —preguntó. Parecía confundido, molesto y… ¿herido? Tal vez.

—Fibrosis quística. Es una enfermedad pulmonar.

—¿Tiene cura? —insistió con dureza. Frunció el ceño al máximo. Casi parecía que me estuviera acusando de algo.

—No. —Me ruboricé—. Nací con ello. Moriré con ello. Lo más seguro es que también sea lo que me acabe matando. Joven, seguramente. Mis padres son portadores.

—Millie no lo tiene.

Otra vez ese tono de sospecha. ¿Esperaba descubrir que mentía? Porque si mentir se me diera bien, seguro que habría intentado vender la moto de que tenía poderes o el coeficiente intelectual de Einstein. Solté una carcajada porque pegaba con el momento.

—Millie tiene suerte —escupí. La tenía. En más de un sentido—. Que ambos padres sean portadores no significa que todos sus hijos vayan a desarrollar la enfermedad. Llámalo la ruleta rusa de la naturaleza, si quieres. Y he sido yo la que se ha llevado el balazo en todo el gaznate. Ahí tienes tu dato curioso del día. ¿Puedo irme ya?

Con cualquier otro chico, me habría girado y me habría ido. Fácil. Pero con Dean Cole, Ruckus, no había nada fácil. Quería exprimir cada segundo que estaba a solas con él. No sabía por qué. Estar con él era raro, angustioso y emocionante, y cuando se fuera, sabía que me odiaría a mí misma por cada palabra que había dicho, por cada gesto que había hecho y por cada vez que había respirado.

—Rosie.

Levanté la cabeza y, antes de darme cuenta de lo que pasaba, noté sus ásperas palmas en la cintura y que caía a la piscina. No me dio tiempo a prepararme para la caída. Literal y metafóricamente hablando. Caí de plancha. Parecía que en vez de agua hubiese hormigón; así de doloroso fue. Me impulsé con los brazos para sacar la cabeza y coger aire. Noté lo fría que estaba el agua cuando di una bocanada, desesperada. Abrí los ojos, temblaba de arriba abajo, y antes de ver bien de nuevo, alguien se zambulló a mi lado. Dean también había saltado.

El corazón me empezó a latir como loco, desbocado. Repicaba contra mi caja torácica, caía en picado, se esforzaba por escapar, ya fuera a través de mi estómago o de mi garganta; quería salir, salir, salir. Dean nadó hasta mí y me inmovilizó contra el muro azul. Yo me dediqué a asestarle puñetazos. Puñetazos frenéticos y furiosos. No como los que dan las chicas en broma cuando quieren coquetear con algún chico o advertirle que se aleje. No. Le arañé el pecho con la esperanza de hacerle sangre.

Entonces me eché a llorar.

Que sepáis que eso también era impropio de mí. No lloraba delante de desconocidos. Y, por si había alguna duda, cualquiera que no fuera Millie, mamá o papá era un desconocido. Y ahí estaba yo, con mis lágrimas calientes y saladas mezclándose con el agua dulce y fría.

La vida no era justa.

—¿A ti qué coño te pasa? —rugí sin dejar de pegarle.

Se había quitado la chaqueta antes de saltar, así que lo único que se interponía entre nosotros era su ajustada camiseta negra y dorada y mi sudadera empapada. Su piel estaba caliente a pesar del agua helada y necesitaba más. Quería dármela. Su cuerpo entero lo decía. Lo cantaba. Lo gritaba desde la azotea de esta gigantesca mansión. No decíamos ni mu, lo que hizo que nuestro lenguaje corporal hablase mucho más fuerte. «Una química peligrosa», advertía. «Huye, Rosie».

—A tus pulmones no les pasa nada —me gruñó en la cara. Me cogió de las muñecas y me estampó contra la pared con fuerza. ¿Qué hacía? Vicious podría vernos. ¡Qué coño! Millie podría vernos. ¿Qué pensaría si entrara por la puerta ahora mismo? Su novio y su hermana juntos en la piscina. Cuerpo a cuerpo. Alma a alma—. ¡Estás bien, joder! —añadió con la frente a escasos centímetros de la mía.

¿A quién intentaba convencer: a mí o a sí mismo?

Y, de todas formas, ¿qué más le daba a él?

Me obligué a calmarme. Tenía que hacerlo entrar en razón. Tenía que soltarme si no quería que nos pillaran haciendo lo que fuera que estábamos haciendo.

—Dean —dije tan fríamente como pude.

Me zafé de su agarre y le puse las palmas en el pecho. Respiró hondo y cerró los ojos. Le caían gotas de las pestañas. Estaba mojado y tenía una pinta deliciosa. Se mostraba tal cual era. En algún lugar de mi mente, supe que el momento que estábamos compartiendo era memorable y que no volvería a vivirlo jamás con ningún otro chico. Ese instante era nuestro por más que me resistiera a vivirlo.

—Rosie —replicó.

—Estoy enferma —repetí.

—No digas eso. No estás enferma. Es una puta dolencia.

Negué con la cabeza, lo que hizo que el agua y las lágrimas volasen de un lado a otro.

—No es una dolencia. Voy a morir muy joven, Dean. A los treinta, tal vez cuarenta… Cincuenta, con suerte.

—Calla —dijo apretando los dientes. Golpeó la pared con la palma y temblé (y no solo de frío)—. ¡Y una mierda! —escupió—. No estás enferma.

Tenía que dar con otra estrategia. Y deprisa.

—No puedes ponerte así, ¿vale? Podemos ser amigos —mentí, porque a esas alturas ya sabía que era imposible—. Pero no puedes tirarme a la piscina en pleno otoño. Primero, porque estoy enferma de verdad, y aunque no fuera propensa a padecer neumonía, no me hace gracia que me tiren a un agua helada. Y después, por Millie. No es justo para ella. No puedes tratar a su hermana así. Como… Como…

—¿Como qué? —me desafió echando chispas por los ojos.

«Como si te gustara».

«¿Le gusto, acaso?».

Mis hormonas se estaban rebelando. Mis principios me quemaban por dentro. Todo el vello de mi cuerpo se erizó. Me puso una mano en la mejilla y me alzó el rostro para obligarme a mirarlo.

—¿Como. Qué. Rosie?

Había algo en su mirada. Una intensidad que no le había visto nunca. Era perturbador, porque ese algo me decía que no tenía ni idea de lo que hacía. Solo sabía que estaba mal. Y como yo, estaba confundido, herido y enfadado.

—Como si te gustara —admití en voz baja.

—Es que me gustas —confirmó—. A lo mejor va siendo hora de que cambien las tornas. Tampoco es que le importe mucho a tu hermana, Bebé LeBlanc.

A él tampoco le importaba mucho Millie. Se preocupaba por ella. Lo que lo hacía incluso más atractivo, pues teníamos un objetivo común: proteger a quien yo quería con locura.

Pero, al mismo tiempo, me consumía la amargura cada vez que veía la total y absoluta pérdida de tiempo que era su relación. Cuando presenciaba cómo se le iban los ojos a Vicious cuando estaba cerca. Cómo Dean y yo nos mirábamos cada uno desde un extremo de la habitación. Quería coger a mi hermana por los hombros y zarandearla. Decirle que se aclarara y se fuese con el chico que hacía que el corazón le fuera a mil. Pero teniendo en cuenta que mis padres nos obligaron a dejar nuestra casa en Fairfax, Virginia, para venir a California para que pudiesen atenderme mejor, no estaba en posición de pedirle nada. Y menos cuando yo tenía amigos y vida social y ella nada precisamente por esa decisión. Así que la dejé quedarse con los dos: con el cuerpo de Dean y el corazón de Vicious.

—Como no me sueltes —dije mientras me castañeteaban los dientes (y no solo por el golpe)— pillaré una infección pulmonar. Dean —añadí en tono de advertencia. Esta vez me dejó apartarlo de un empujón. Se alejó de mí y miró cómo me subía al borde de la piscina con dificultad a causa de la ropa empapada.

No me volví a mirarlo. Me daba demasiado miedo que viese mi mirada eufórica y lujuriosa. Y mi cara, roja en comparación con mi cuerpo tembloroso y azul.

Vi de soslayo cómo nadaba hasta el borde, apoyaba los antebrazos en los azulejos mojados y descansaba el mentón en las manos.

—Esto es tóxico. Tenemos que pararlo antes de que vaya a más —masculló, más para sí mismo que para mí.

—¿A más? —Me quité la sudadera y arrojé la pesada prenda a una tumbona que había cerca—. ¿A más de besarte y liarte con mi hermana hasta el aburrimiento mientras me tiras la caña? —pregunté con voz trémula.

—Rosie —respondió. Se me escapó una risa estridente. Rosie, mis cojones. Estaba con mi hermana. Es cierto que insistí para que saliera con ella, pero eso no hacía que me escociese menos—. No me hagas quedar como el malo ahora. Fuiste tú la que me dijo que saliera con ella. Fuiste tú la que me dijo que la tocara. ¿Qué coño quieres que haga? ¿Que pase de su culo?

Odiaba que tuviera razón, y odiaba que algo tan lógico me hiciera parecer tan irracional.

—Esto —dije mientras nos señalaba alternativamente— no va a pasar. Estás saliendo con Emilia, Dean. Tú y yo no vamos a estar juntos nunca.

—¿Quién lo dice? —preguntó en tono desafiante.

—Yo. Y la sociedad. Y la lógica. Y la cultura. Y las pelis y libros románticos que he devorado, joder.

—Mmm. —Volvió a esbozar una sonrisa juguetona con esos labios de ensueño—. No es verdad.

—Lo es —repliqué—. Julieta no tenía una hermana mayor llamada Julia a la que Romeo cató antes de decidir que prefería a Julieta.

—Julieta nunca se enfrentó a sus puñeteros sentimientos —gritó mientras aporreaba los azulejos—. ¿Desde cuándo eres tan gallina? —Dean salió de la piscina tan rápido que me pareció una ilusión óptica. Pegó su cara a la mía y gruñó—: ¿Desde cuándo te importa lo que piense la gente? Te he juzgado mal. Como te laves las manos, le daré una oportunidad a Millie.

Parecía una amenaza.

—¿Qué has estado haciendo todo este tiempo? —resoplé.

No era culpa suya. Para cuando Dean se fijó en mí, Millie quiso salir con él y él no fue capaz de rechazarla. Además, le hacía la vida mucho más fácil. Atrás quedaron los días en que su taquilla estaba llena de basura y la gente la llamaba «escoria» al pasar por su lado.

—Esperarte —contestó, y ambos suspiramos cuando empezaron a caernos gotas.

—Bien. —Sonreí con ternura. Tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para enseñarle los dientes y los hoyuelos—. Tienes luz verde para enamorarte de mi hermana. Ya te lo he dicho: no va a pasar nada entre nosotros.

Cinco segundos después, Millie se presentó en la piscina con la bici a un lado. Le explicamos que me había caído al agua y que Dean se había lanzado a salvarme. Estaba colorada, la piscina no era tan honda y nadaba perfectamente, pero los ojos de Millie —así como su corazón— estaban en otra parte, y me dio la sensación de que podría habernos pillado con los pantalones bajados y le habría dado igual.

Al final no fui al médico.

Pero sí cogí una neumonía que me hizo ir a urgencias y pasarme cuatro días en el hospital. Me perdí dos exámenes importantes y tuve que llevar un chaleco vibratorio durante días.

El jueves siguiente, cuando volví a casa después de evitar a Dean y Emilia, encontré un libro en la almohada junto con una nota. El jinete de bronce en una edición en tapa dura. El papelito amarillo decía así:

Que le den a la sociedad.

Que le den a la lógica.

Que le den a la cultura.

Que le den a tu enfermedad.

¿Y sabes qué? Que te den a ti también.

Toma, un libro para que veas que lo nuestro puede funcionar. Léelo.

Dean.

Al día siguiente, sin embargo, se lo devolví por la rendija de la taquilla con otra nota.

Hazla feliz. Como le hagas daño, te mataré.

La ficción es mágica. La realidad es dolorosa.

Rosie.

No retomamos el tema hasta que Millie se fue.

Pero me compré mi propio ejemplar de El jinete de bronce.

Lo leí.

Lo memoricé.

Lo recité.

Y nunca, jamás, lo olvidé.

Ruckus

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