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Dean

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Once años antes

Al final, Millie y yo hacíamos una pareja bastante decente. Antes de que ella mandase nuestra relación a tomar por culo, claro.

No quería ponerle nombre a lo que sentíamos o no sentíamos. ¿Era amor? Seguramente no, pero Millie me importaba y disfrutaba de su compañía. Lo que pasaba era que disfrutaba más de la compañía de su hermana. Pero cada vez era menos un problema, pues Bebé LeBlanc se echó atrás y se dedicó a evitarme, aunque nunca lo dijese con esas palabras. Rosie hacía más fácil la situación.

No como Vicious.

Conocido por complicar las cosas, hizo lo que se esperaba de él: estropearlo todo.

Vicious intentó vengarse de mí por salir con Emilia LeBlanc de varias formas. Por desgracia para él, a diferencia de sus seguidores, yo no era ningún pelele. Nos peleábamos cada dos por tres por lo mismo —tanto física como verbalmente—, pero sabía que romper con Millie la dejaría a su merced, y no quería que le pusiera un dedo encima. La intimidaba, se burlaba de ella y le demostraba lo mucho que la odiaba. Había tenido tiempo de sobra para pedirle salir. Ahora ella quería estar conmigo y Rosie me había lanzado a sus brazos.

Y más que complacer a Millie, quería complacer a Rosie. Que te cagas.

Al final, Vicious consiguió vengarse de mí de una forma que atravesó mi coraza. Resulta que la mierda esa era gruesa pero no irrompible.

Besó a Rosie.

Estábamos de fiesta en su casa y nos estábamos recuperando de la paliza que nos acabábamos de dar. Hasta aquí, todo normal. Lo raro fue que me hizo probar de mi propia medicina por primera vez. Y os aseguro que estaba asquerosa.

Iba de camino a la cocina a buscar agua para tomarme unas pastillas contra la ansiedad. Pese a tener un pedo de la hostia, sabía que tenía que ir a ver cómo estaba Millie. La última vez que la había visto, se iba corriendo a la casa de los sirvientes. Parecía molesta con Vicious.

Me abrí paso a empellones a través de múltiples cuerpos perlados de sudor y, cuando por fin llegué a la nevera, descubrí que Spencer se había quedado sin agua. Miré a mi alrededor: la cocina era una habitación gigantesca, de madera de cerezo oscura, que encajaría mejor en el palacio de Buckingham. Mirases donde mirases, había gente. Una pareja dándose el lote en el fregadero, un montón de futbolistas tomando chupitos en la isla y chicas inhalando el Ritalin que había llevado esa noche. Aparté a dos tías y abrí la puerta de la despensa, que era donde guardaban las botellas de agua.

Encendí la luz y me quedé petrificado.

Ahí estaba Vicious, cerniéndose sobre Rosie como una mancha oscura a punto de engullirla. Los labios de él tocaban los de ella y viceversa. Quería separarlos y hacer papilla a Vicious órgano por órgano.

Se estaban besando. Rosie tenía los ojos cerrados. Vicious no. Levantó un brazo y me sacó un dedo. Sonrió con suficiencia y la acercó a él por la cintura con la mano libre. No había pasión. Ni lujuria. Todo era la hostia de frío y aséptico. Rosie se merecía a alguien mucho mejor.

«¿Como quién? ¿Como tú, idiota?».

—¿Qué cojones pasa aquí? —dije rechinando los dientes. Mi voz la sobresaltó tanto que dio un respingo y se llevó la mano al corazón—. Quítale las manos de encima si no quieres que te las rompa—. Sentí que la oscuridad de la boca de mi estómago se extendía como tinta y tomaba el control.

Vicious volvió la cabeza hacia mí sin dejar de tocarle el pelo a Rosie. Sonrió con suficiencia.

—Oblígame.

Acepté la invitación con mucho gusto. Lo agarré por el cuello de la camisa y lo estampé contra una caja de minibotellas de champán. Yo era más grande, más fuerte y más aterrador. Se dio con la cabeza en la caja. Me empujó, pero yo lo empujé más fuerte.

—¡Dean! —gritó Rosie.

Aceptaba que no estuviera conmigo. Lo aceptaba, sí. Pero no lo entendía. Había más chicos. Los veía hablando con ella en el insti y en fiestas. Pero la cosa no pasaba de eso. Rose LeBlanc se llamaba así por un motivo. Estaba llena de espinas. Era tan bella, tan tremenda y asombrosamente seductora que, como a las rosas de verdad, le habían salido unos pinchitos para protegerse. Porque todos querían estar con ella.

«Todos incluido tú, imbécil».

—¿Qué te crees que haces? —siseé en la cara de Vicious. Hacía solo diez minutos, él me estaba dando para el pelo. Intercambiábamos papeles constantemente. No era difícil entender por qué. Ninguno lo dijo en voz alta, pero al fin tenía sentido.

Estábamos con la hermana equivocada.

—Lo que querrías hacer tú. —Entornó los ojos y se lamió el labio inferior, aún hinchado por el beso—. Meterle la lengua en la boca a Rosie LeBlanc. Sabe bien. —Se rio entre dientes y me dio una palmadita en la espalda de buen rollo—. A chicle de fruta, Seven Up y chica con la que nunca vas a estar.

Lo arrojé a la otra punta de la despensa y aterrizó encima de una bolsa de arroz de diez kilos. Quería matarlo, y estoy seguro de que lo habría hecho de no ser porque Rosie se interpuso en mi camino y me mandó al otro lado de la minúscula estancia usando su fuerza inexistente.

—Para ya, anda, que vas fatal. Vete.

—¡Y una mierda! —le grité a la cara mientras me tiraba del pelo—. ¡Si ni siquiera te gusta!

—Eso no viene al caso. Haré lo que me apetezca.

—¿Y lo que te apetece es arrancarme el corazón de cuajo?

Mierda. Lo había dicho en voz alta, ¿no? Era yo quien le hacía daño a ella. Agaché la cabeza y sentí que se me iba toda la sangre a los ojos. Una parte de mí se alegró de que pronto fuera a marcharme a la universidad. A esta ciudad le encantaba el cotilleo y el drama sin control. No quería estar ahí cuando se saliese todo de madre.

—Sí —susurró con una mezcla de culpa y euforia en el rostro. Parecía tan borracha como yo—. A lo mejor es justo lo que quiero.

—No creo que quieras hacerme daño. —Levanté la cabeza y la miré fijamente a los ojos—. Creo que Vicious sí y que tú le sigues el rollo porque estás pedo. Te llevo a casa.

—No, gracias.

Miró a la otra punta.

—Qué curioso que seas tú quien lo diga. Ya va siendo hora de que te largues de mi propiedad, Cole —oí decir a Vicious detrás de mí mientras se metía un porro en la boca. Un porro que yo mismo le había conseguido. Capullo.

—Como vuelvas a tocarla, me aseguraré de que no beses a nadie más en tu vida. Te lo advierto.

Me encogí de hombros y apagué las luces de la despensa con ellos aún dentro, solo por joder.

Un paso. Otro. Otro más. Salir de la casa de Vicious fue el viaje más largo que había hecho nunca. Algo dentro de mí me urgía a hacer algo, pero no tenía ni puta idea de qué era. Quería cortar con Millie, pero dudaba que eso fuese a cambiar algo. Aun así, Rosie no saldría conmigo. Incluso cabía la posibilidad de que me odiase aún más por dejar a su hermana. Y Vicious claramente iba a acorralar a Millie y convertir su vida en un infierno.

En aquel momento, ni siquiera sabía lo jodido que estaba todo, porque después de la fiesta, Vicious se pasó todo el mes fanfarroneando con que Rosie iba detrás de él y consiguió que Trent y Jaime se lo creyeran, cuando en realidad ella rezaba para que no se lo contara a su hermana. No sabía que ya se lo había dicho. Pero yo sí, porque Emilia me lo había explicado —entre lágrimas, por cierto. ¡Vaya farsa lo nuestro!— con el pretexto de que temía que le fuera a hacer daño a su hermana.

Rosie no lo sabía, pero su pequeño desliz de borrachera en la despensa me arrojó a un pozo sin fondo y a los brazos de mis vicios.

Aquella noche estaba demasiado borracho para conducir, así que llamé a un taxi para que me llevase a casa.

Subí a mi cuarto.

Eché el pestillo.

Saqué una botella de Jack Daniels del cajón de mi mesita de noche.

E hice con ella lo que quería hacer con el cabrón de Vicious.

No dejé nada.

Ruckus

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