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Prólogo Rosie

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Probablemente debería aclarar algo antes de empezar. Mi historia no tiene un final feliz. No lo tendrá. No puede tenerlo. Da igual lo alto, guapo, rico o encantador que sea mi príncipe azul.

Y mi príncipe azul era todas esas cosas. Vaya si lo era; eso y más.

El único problema: no era realmente mío. Era de mi hermana. Pero hay algo que debéis saber antes de juzgarme.

Yo lo vi primero. Lo deseé primero. Lo amé primero.

Pero eso dio igual cuando Dean Cole, al que todos llamaban Ruckus, el Liante, besó a mi hermana en mis narices el día que Vicious le forzó la taquilla.

Lo que tienen esos momentos es que nunca sabes con certeza cuándo empiezan y cuándo acaban. Tu vida se detiene y no te queda otra que afrontar la realidad. La realidad es un asco. Creedme, sé de buena tinta lo dura que es.

La vida no es justa.

Así me lo demostró mi padre cuando cumplí dieciséis años y quise empezar a salir con chicos. Su respuesta fue categórica.

—No, por Dios.

—¿Por qué no? —Me dio un tic en el párpado por el mosqueo—. Millie empezó a salir con chicos a esa edad.

Eso era cierto. Cuando vivíamos en Virginia, salió cuatro veces con el hijo del cartero. Papá resopló y me señaló con el dedo índice. «Buen intento».

—Tú no eres tu hermana.

—¿Qué significa eso?

—Ya sabes lo que significa.

—No, no lo sé.

Claro que lo sabía.

—Significa que tienes algo que ella no tiene. No es justo, pero nadie dijo que la vida fuera justa.

Otro hecho que no podía rebatir. Papá decía que era un imán para los malotes, pero eso era como endulzar una bola de tierra y clavos oxidados. Me percaté de la queja que subyacía bajo sus palabras, de verdad, sobre todo porque siempre había sido su princesita. Rosita. La niña de sus ojos.

Era picantona. No lo hacía a propósito. A veces, incluso era una carga inoportuna. Pestañas espesas, melena color caramelo, piernas largas y pálidas, unos labios suaves y carnosos que ocupaban casi toda mi cara. El resto era pequeño y maduro, atado con un lazo de satén rojo y una expresión seductora que no podía borrar por más que lo intentara.

Llamaba la atención. La de los mejores. La de los peores. ¡Qué demonios! La de todos.

Cuando vi el beso entre Dean y Emilia, el corazón se me hizo añicos, traté de convencerme de que habría otros chicos. Pero siempre habría una sola Millie.

Además, mi hermana merecía algo así. Merecía a Dean. Papá y mamá estaban por mí las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Tenía muchos amigos en el instituto y mis admiradores hacían cola en nuestra puerta. Todas las miradas recaían en mí mientras que nadie prestaba atención a mi hermana.

No era culpa mía, pero no por ello me sentía menos culpable. Mi hermana mayor estaba condicionada tanto por mi enfermedad como por mi popularidad. Una adolescente solitaria que se ocultaba tras un lienzo, que se escondía detrás de sus cuadros. No decía nunca una palabra; prefería que sus prendas raras y excéntricas hablaran por ella.

Cuando lo recuerdo, pienso que, realmente, fue la mejor decisión. El día que vi a Dean Cole por primera vez en el pasillo, entre mates e inglés, supe que era más que un flechazo de instituto. Si fuera mío, no lo dejaría escapar. Y solo eso era un concepto peligroso con el que no podía permitirme jugar.

Mi reloj avanzaba más deprisa que el del resto. No nací como los demás.

Estaba enferma.

A veces vencía a mi enfermedad.

A veces ella me vencía.

La Rose a la que tanto querían todos se estaba marchitando, pero ninguna flor desea morir ante el público.

Cuando Emilia besó a Dean y él me miraba fijamente, la realidad se convirtió en algo complejo y agónico de lo que necesitaba huir desesperadamente. Y resolví que sería mejor así.

Vi cómo mi hermana y el único chico que hacía que se me acelerara el corazón se enamoraban delante de mis narices.

Mis pétalos iban cayendo uno a uno.

Pese a saber que mi historia no tendría un «y fueron felices y comieron perdices», no podía evitar preguntarme si tendría un final feliz, aunque solo fuera por un instante.

Ruckus

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