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Capítulo tres Rosie

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¿Qué te hace sentir viva?

Coger un autobús cuyo rumbo desconozco. Volver a casa por el camino largo. Sentir que se agudizan mis sentidos a medida que mi cuerpo se pone alerta ante el extraño paraje que me rodea.

—¡Pétalo, chica! —comentó mi mejor amiga el miércoles siguiente mientras conectaba mi USB al portátil de The Black Hole. Preparé una lista de reproducción de ocho horas con lo mejor de lo mejor, tal y como hacía en cada turno. Gente salida de todos los rincones de Nueva York venía a escuchar mis listas. Los clientes decían que sentían que estaban en el moderno barrio de Williamsburg desde la comodidad de su casa en Manhattan. Había pop eléctrico francés, pasando por anarcopunk hasta viejo rock británico. Mi música era como un batido. Atraía a los niños al jardín y les hacía pagar cinco pavos por una tacita de café con leche. Qué. Gran. Invento.

—Gracias, tía.

Le guiñé un ojo, me aparté del portátil y limpié el mostrador por enésima vez esa mañana. A pesar de que tenía un cien por cien de discapacidad a causa de mi enfermedad, había decidido trabajar. La productividad transformaba mi mala suerte en oro. Trabajar era mi chaleco salvavidas, porque cuando estás tan enferma como yo, toda tu vida adulta está en periodo de prueba.

—¿Qué tal está el buenorro de tu vecino? —preguntó Elle mientras apoyaba los codos en el mostrador y movía las piernas al ritmo de «I’m Shipping Up to Boston», de Dropkick Murphys, que sonaba de fondo—. ¿Sigue siendo megarrico?

—Ya ves. Y megaimbécil también —contesté entre toses. Ojalá mi amiga rubia, guapa y curvilínea no se hubiera cruzado con Dean dos segundos el mes anterior. Creía que él no se había dado cuenta de que estaba cuando nos encontramos en el ascensor porque cuando me preguntó si quería comer y respondí el qué, me contestó «mi rabo», pero ella sí que notó su presencia, era evidente. Y cuando se enteró de que, aparte de guapo, era uno de los directores ejecutivos de la gigantesca empresa de inversiones Compañía de Bienes, Adquisiciones y Servicios, ya estaba todo el pescado vendido. Y desde entonces, siempre me preguntaba por él.

—Eso da igual —dijo haciendo un gesto con la mano mientras pasaba de los clientes desesperados del fondo que le habían pedido la cuenta hacía un siglo. Como si se ponían a bailar la conga, no se enteraría. Era tan mujerona como pésima atendiendo mesas. Marqué el pedido e imprimí la cuenta. Fui a su mesa y les ofrecí pasteles de limón de regalo. Para cuando volví al mostrador, Elle seguía ajena a todo. Aunque yo me encargaba de cobrar y técnicamente no me correspondía hacerlo, cubría a Elle todo el rato.

—A ti, pero a mí no. Bueno, que está intentando que vaya con él a All Saints el viernes en vez del sábado. Y paso.

Me mordí el labio inferior al pensar en mamá y papá. No le había hablado a Elle de la conversación que mantuve con Dean. Estuvo fuera toda la semana visitando a sus padres en Nebraska. Lo último que quería era aburrirla con mis problemas y estropearle las vacaciones.

—¡Qué coño! ¡Quita, quita! —exclamó negando con el dedo índice. Miró por encima a dos chavales que acababan de entrar en la cafetería y que esperaban para ser atendidos. Almas de cántaro—. Tus padres son un muermo y tu madre se pasa el día poniéndote a parir. Además, todavía no saben que has roto con Darren, ¿a que no?

Cierto.

Además de aguantar a mis padres, tendría que juntarme con Vicious y Dean, dos de mis personas menos favoritas. La semana iba a ser un desafío en toda regla. Cambié de tema y eludí el festival de autocompasión que estaba tentada de celebrar.

—Por cierto, tengo que pensar otro plan para la despedida de soltera de mi hermana. El nuevo debe tener su puntito de locura, pero también su toque de glamour. —Abrí un tarro de galletas con virutas de chocolate que había en la encimera de detrás, cogí dos y me las metí en la boca—. ¿Alguna sugerencia?

«No digas Las Vegas, no digas Las Vegas, no digas Las Vegas», recé para mis adentros.

—Dos palabras: Las Vegas —exclamó mientras dibujaba un cartel luminoso en el aire—. Haced el Tour Chorra de la Ciudad del Pecado. Strippers. Alcohol. Concierto de Britney. Básicamente todos los placeres inconfesables que puedas concebir.

Gemí y dejé caer la cabeza en el mostrador con un ruido sordo.

El dinero no era un problema. Si se lo contaba a Vicious, aflojaría toda la pasta que me hiciera falta para conseguir mi propósito. Y aunque ir a Las Vegas significaba menos tiempo con mamá y más tiempo con Millie, seguía sin convencerme.

—¿Alguna otra idea? —pregunté enarcando una ceja. Era más probable que me convenciera de entrar en una cueva infestada de vampiros hambrientos que de pasar tiempo conscientemente en el Strip de Las Vegas con los Buenorros de All Saints, alias los mejores amigos del novio. Y menos con Dean Cole. Su tonteo constante y sus insinuaciones sexuales me sacaban de quicio.

—En serio, chica, Las Vegas es tu mejor baza. También puedes optar por lo típico. Monta un tuppersex, aunque ya no se lleva porque es un rollo, o pilla un fin de semana en Cabo. Ya está, no más carbohidratos para la dama de honor. —Puso una mano en la tapa del tarro cuando iba a coger otra galleta y negó con la cabeza—. Y recuerda: no seas una Annie.

—¿Una Annie? —pregunté frunciendo el ceño.

—Sí. Como en La boda de mi mejor amiga. No permitas que ninguna de las otras damas de honor de Millie te eclipse. Te traumatizará de por vida.

Por algún motivo, dudé que eso fuese a pasar. Millie no tenía muchos amigos. Era su única dama de honor, así que sus expectativas estarían por los suelos. Menos mal.

—Te agradezco el consejo —resoplé.

—No hay de qué. —Meneó sus huesudos hombros—. Pero no lo digas muy alto. A nadie. En serio. Juré que no vería más comedias románticas cuando tenía dieciséis años como parte de una apuesta y creo que aún sigue vigente. Pero habré roto el juramento un millón de veces.

Me reí, porque era imposible no reírse hablando con Elle.

—No, en serio, Rosie. Las Vegas es perfecto. No pienses en lo que quieres tú, sino en lo que quiere Millie. Es su semana. Y el buenorro de tu vecino tiene razón cuando te dice que es mejor que vayas antes a All Saints.

Odié que fuera cierto.

Al mirar el reloj en el móvil caí en que tenía que pasear al perro de mi vecino en media hora. El metro siempre estaba a reventar en esa época del año: había tantos turistas como para poblar un país mediano. Agaché la cabeza.

—¿Vino y sushi esta noche?

—Yo sashimi, que quiero presumir de tipazo este verano. —Se pasó las manos por su cuerpo, trazando curvas inexistentes, y me dio el visto bueno levantando el pulgar. Entonces, hizo una pausa y frunció el ceño—. Oye, ¿y a quién vas a invitar a la despedida de soltera? Tu hermana no es muy sociable que digamos.

Era el mayor eufemismo que había oído nunca. Aparte de Sidney, una amiga del instituto que se quedó en All Saints, y una chica mayor que ella llamada Gladys que conoció en Los Ángeles y que la ayudó a montar su galería, no se relacionaba con nadie. Negué con la cabeza y me puse a ordenar las tazas del mostrador.

—Pero bueno, qué descarada. Intentando que te invite. ¿A dónde ha ido a parar el mundo?

—Si tanto te disgusta nuestro mundo, te invito a que te mudes a otro planeta. En cuanto a eso… —Elle alzó el puño—, ¡nos vamos a Las Vegas! ¡Choca esos cinco!

—¿Primero me levantas el pulgar y ahora quieres que choquemos los cinco? No, gracias, creo que ya he cubierto el cupo de patetismo por hoy —dije en broma.

—¿Tu vecino sexy también va a ir? A Las Vegas, digo. Parece de los que no se pierden una juerga.

—Sí —gemí, y mientras lo decía me di cuenta de que no solo me molestaba la idea de estar con Dean en los próximos días.

También me entusiasmaba.

Pero solo un pelín; lo bastante como para que notase mariposas en el estómago.

Eso debería haberme servido de aviso. Debería haber sido una señal. Porque como todo el mundo sabe, después de las mariposas viene el enjambre.


—Me importa una mierda, Colton. Vamos a ponerle una demanda que te cagas de rápido en cuanto vayamos al bufé libre que tiene en Broadway solo para asegurarnos de que no compre más acciones hasta que hayamos investigado más a fondo. ¿Queda claro? ¿Colton? ¡Colton! ¡Joder!

Mierda.

Su voz llegó a mis oídos un segundo demasiado tarde. Para cuando me disponía a salir del ascensor, él metió el brazo para que no se cerrara la puerta. Con la otra mano sujetaba el móvil.

Dean entró en el ascensor ataviado con su traje de tres piezas azul marino y su sonrisa arrogante, y el teléfono pegado a la oreja mientras se aflojaba la corbata de seda granate.

—LeBlanc —siseó seductoramente, y colgó. Lo ignoré y me puse a mirar los números de arriba.

Su cuerpo presionó el mío por detrás y me susurró al oído:

—¿Siempre se te marcan los pezones cuando vas con alguien en el ascensor o solo reaccionas así conmigo?

Doble mierda.

Me miré la camiseta. Horrorizada, recordé que esa mañana me había puesto un sujetador muy fino que apenas sujetaba nada y una camiseta de Misfits encima.

—Es coña, pero está bien saber que tienes motivos para estar preocupada.

Dean se rio con sorna. Capullo.

—¿Qué quieres? —gruñí.

—A ti, en mi cama, jugando con mis pelotas mientras te chupo las tetas hasta que sangren. Una paja no estaría mal. Como aperitivo, obviamente. El plato principal será mejor, pero tendrás que comprobarlo por ti misma.

Triple mierda. Estaba mojada.

El ascensor se detuvo. Salí escopeteada, abrí la puerta de casa con fuerza, tiré las llaves a un cuenco que mamá hizo en clase de cerámica y que se suponía que era una figura egipcia, pero que parecía más un mono llorando. Me quité las chanclas y las estampé en la pared. Fui descalza a la cocina, abrí la nevera, cogí el zumo de naranja y di dos tragos largos directamente del cartón. No fue hasta que me limpié la boca con el antebrazo cuando me di cuenta de que Dean estaba en la cocina conmigo, inmovilizándome con los ojos verdes más vívidos que había visto en mi vida.

—Revisión del alquiler. —Apretó los labios—. Antes de cabrearte, escúchame. Hay una oferta muy buena sobre la mesa.

—Dime el precio y punto. Tus ofertas solo son demandas por acoso sexual a la espera de que te las ponga.

Dean sonrió con suficiencia cuando le volvió a sonar el móvil. Miró abajo y frunció el ceño; se le habían dilatado las fosas nasales. Ignoró la llamada y me miró a los ojos de nuevo.

—No es acoso cuando está claro que te apetece.

Fui al fregadero a lavarme las manos para ganar tiempo. No contesté.

—Haz las maletas, Rosita. Nos vamos a All Saints.

Escuchar de su boca el apodo que me había puesto papá hizo que me dieran escalofríos.

—Ah, ¿sí? Cogeré un avión el sábado por la tarde. Eso es lo que pone en mi billete.

—No en el que vas a usar.

Apoyó la cintura en mi fregadero y me desnudó con la mirada prenda por prenda. Dejó de sonarle el móvil, pero volvieron a llamar, lo que hizo que se iluminara la pantalla de manera intermitente. Siguió sin cogerlo.

—Haz las maletas el viernes por la mañana temprano, es decir, mañana.

—No te voy a acompañar.

Se rio entre dientes y negó con la cabeza como si yo fuera un cachorrito adorable y tontorrón.

—¿Quieres apostar?

—Claro. —Me encogí de hombros—. ¿Por qué no? Si es con dinero mejor, ya que vas tan sobrado…

—Y no solo de eso, como ya hemos dejado claro.

Se apartó del fregadero y se quedó en un punto desde el que podía olerlo, pero no tocarlo. No muy cerca, pero sí lo bastante como para que un escalofrío me recorriera la espalda.

Sí, después de tantos años, seguía teniendo ese efecto en mí. La indeseada sensación de que no era del todo responsable ni tenía control alguno sobre lo que podría decirle. O hacer con él. Se puso detrás de mí y me apartó un mechón de pelo de la nuca, lo que hizo que se me pusiera el vello de punta y me ardiera la piel.

Entonces, se inclinó y me susurró al oído:

—Un piso como este cuesta ocho mil dólares al mes en el mercado. Tú me pagas cien pavos al mes. ¿Hace falta que la iguale al resto de mortales de Nueva York, señorita LeBlanc?

No lo dijo en tono amenazante. Dean Cole, Ruckus, era un capullo diferente a Baron Spencer, Vicious. Te puteaba con una sonrisa cortés en la cara. En ese sentido, se parecía al Joker. Bajo toda su confianza, su chulería, su belleza y su dinero, había una pizca de locura. La suficiente como para que supieras que hablaba muy en serio.

Vivía al límite, a tope, a lo loco, dispuesto a aceptar la caída.

Tragué saliva. El corazón me iba tan deprisa que pensé que se me iba a salir del pecho. Me embargó la emoción. Era una sensación nauseabunda y adictiva. Siempre me había mantenido alejada de los Dean Cole que poblaban el mundo. Yo era la Caperucita Roja que miraba al lobo, le decía «y una mierda, no me compensa sufrir», daba media vuelta y corría como si le fuera la vida en ello.

Ahora que lo pienso, Dean fue justamente quien me enseñó esa lección.

Darren era más mi tipo. Guapo, pero en plan tímido y reservado. Un estudiante de Medicina que conocí cuando pidió un té de hierbas en The Black Hole. Ahora no sabía qué hacer al estar tan cerca de Dean. Sentía que me habían pegado las manos al cuerpo. Me pesaban. No parecían mías. Sabía qué acabaría con esa sensación: tocarlo. Pero no era una opción.

—Haz las maletas de una puñetera vez —dijo con un tono duro y, si no me equivoco, no era lo único que tenía duro—. Como Vicious tenga que venir a buscarte, me la va a liar. Me gusta llevar una vida sencilla, sin problemas.

Se enrolló otro mechón de mi cabello en el dedo, lo que hizo que las pupilas le brillasen de lujuria. El roce me estremeció de arriba abajo, gravitando por el resto de mi cuerpo como una descarga eléctrica.

«¿Qué demonios está pasando y por qué lo permito?».

—Eso significa que nada de novias, ni socios que me la puedan jugar ni vecinos antipáticos —recalcó—. Ahora mismo, me estás complicando la vida. Detesto hacer esto, pero si tengo que elegir entre mosquearte a ti o al cabronazo de Vicious, ya sabes qué voy a elegir.

—Te odio más que a nada en el mundo —exhalé, y mis pulmones se resintieron, lo que me recordó que debía calmarme.

Estar tan cerca de Dean era experimentar la misma sensación que cuando se te revuelve el estómago en una montaña rusa. Se arrimó a mí y sonrió contra mi piel, justo debajo de mi oreja. En ese punto erógeno entre la libido y el alma.

—Vicious asegura que follar con alguien a quien odias es lo mejor del mundo. ¿Qué tal si comprobamos esa teoría?

Rehuí su contacto haciéndome a un lado y contesté:

—¿Qué tal si te mueres?

Sin embargo, no tenía sentido resistirse. Iba a cumplir con su amenaza, y lo peor era que no podía detenerlo. Sabía que estaba equivocada. Sabía que debía aceptar el maldito billete. Algo sombrío le cruzó el rostro. Algo que siempre estaba presente y de lo que solo yo parecía percatarme.

—Ahora hablamos de eso. —Me señaló con la mano con la que sostenía el móvil y deslizó el dedo por la pantalla. Por fin. Era la tercera vez que llamaban—. Vuelvo enseguida.

Dean se adentró en el pasillo. Me quedé ahí plantada sin saber qué hacer.

—Hola, señorita Cazafortunas, ¿en qué puedo ayudarla? Creí haberte dicho que no me llamaras. ¿A qué se debe este cambio? —Calló un momento y prosiguió—: Esa es la cuestión, Nina. No puedes chasquear los dedos y hacer que vuelva contigo arrastrándome para salvarte. Te lo has buscado tú solita. Ahora apáñatelas. No es mi guerra. No. Es. Asunto. Mío —dijo en un tono sorprendentemente amargo.

Es más, parecía tan cabreado, tan enfadado, tan diferente que hice una mueca cuando lo oí. Despertó un sentimiento ajeno a mí que nunca había asociado con Ruckus. Temor. Dean nunca se enfadaba ni perdía los estribos. Era el menos irascible de los cuatro Buenorros. Eran raras las ocasiones en que se mosqueaba o estaba realmente molesto, y creo que nunca lo había oído alzar la voz fuera del campo de fútbol. Incluso antes, cuando le estaba gritando a Colton, su actitud era desdeñosa. Burlona.

Pegué la oreja a la pared para escuchar a escondidas con todo el descaro.

—No pienso ir a Birmingham.

¿Birmingham? ¿Birmingham, Alabama? Siempre pensé que conocía la vida de Dean, pero estaba claro que guardaba más secretos que Jeffrey Dahmer.

—Debo de estar como una puta cabra para seguir escuchándote. Tu propuesta es ofensiva en el mejor de los casos y una jodida locura en el peor. Has tenido años para hacer las cosas bien. Años para dejarme verlo. Ahora es tarde. No me interesa. En serio, Nina, borra mi número de tu lista de contactos. Ahórranos tiempo y dinero a los dos.

Tomó aire como para llenar unos pulmones sin fondo y colgó. Un puñetazo repentino en toda la pared me provocó un murmullo incesante que resonó en mis oídos. Sin duda, me lo merecía. Me lo tomé como una señal para girarme y correr a la otra punta de la isla.

Mantenerme ocupada era difícil, y más cuando seguía notando su ira flotando desde la otra habitación. Abrí la nevera y saqué unas verduras, y, a continuación, un cuchillo. Sin aliento, fingí que me preparaba una ensalada. Vi entrar a Dean con toda su altura apretando el móvil con fuerza. Parecía un poco sorprendido de verme, como si hubiera olvidado que estaba ahí, pero entonces se relajó y volvió a sonreír con su arrogancia habitual, como si un cuadro se hubiese torcido y lo estuviese poniendo bien. Se acercó a mí y se aflojó aún más la corbata.

—¿Un rollito de una noche que acabó mal? —pregunté mientras cortaba un pepino en rodajas finas.

—Ni te lo imaginas —masculló mientras se despeinaba unos mechones rebeldes—. ¿Por dónde íbamos?

—Creo que me estabas chantajeando.

—Cierto. Viernes por la mañana. Maleta. Ropa. Actitud. Pensándolo bien, mantén esa actitud. Me gusta ese derroche de energía. Solo necesitas encontrar un sitio en el que gastarla. Y tengo el lugar perfecto para ti. —Me guiñó un ojo y, como si necesitara que me lo aclarara, añadió—: Mi puta cama.

Ruckus

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