Читать книгу Desconocida Buenos Aires. Pulperías y bodegones - Leandro Vesco - Страница 17
Comedor de pueblo La Porteña,
donde encontrás las mejores pastas
Оглавление“Los turistas buscan tranquilidad, seguridad, comida casera, aire libre, limpieza, disfrutar el día y pasarla muy bien”, afirma Analía Capecci, creadora de su comedor consagrado a la pasta. La fórmula la conocen y la ejecutan todos los fines de semana en La Porteña, una vieja sastrería en Azcuénaga reconvertida en un coqueto y cómodo restaurante con una especialidad muy querida por todos: las pastas caseras. Las hacen sus hijos, ambos chefs, y toda la familia es el soporte para que esta casona centenaria sea la elegida de una cofradía de amantes de los sabores simples de la pasta perfecta.
“La casona tiene más de 100 años, fue construida por mi abuelo Eduardo, el sastre del pueblo. Tiene tres salones decorados con elementos propios de aquel oficio, mesa de corte, tijeras, planchas a carbón, botones, escuadras, todos los objetos antiguos que había en la casa como calentador, faroles, botellas, sifones, herramientas de mi bisabuela. Hoz, serrucho. La vajilla es antigua, heredada de abuelas y de tías abuelas”, describe el entorno Capecci. Delicado, fino y familiar, las palabras claves para entender La Porteña.
“La familia se encuentra en el pueblo desde el año 1907. Llegó de Ancona. Mi bisabuelo Santos Capecci, quien trabajó como peón de albañil en la construcción de la capilla, fue su sacristán hasta su muerte. Mis padres tienen 79 años (su madre) y 82 (padre), ambos están presentes todos los fines de semana, conversan con la gente y cuentan viejas historias del lugar”, afirma Analía.
El alma del restaurante está dentro de la cocina donde se amasan las pastas. Ganó fama todos estos años, la merece y es justa. No solo se trata de pastas caseras, sino que están hechas con ese amor de quienes saben que están defendiendo el apellido, la historia familiar. Juan Manuel y Federico Gómez saben de qué se trata a la hora de proteger las mejores recetas. Dos detalles, de entre tantos y todos maravillosos, debemos destacar la pulcritud del lugar y a la vez la sencillez. Se nos repite siempre que no existe nada más difícil que alcanzar la simpleza. Aquí, lo logran sobradamente.
La sastrería abrió sus puertas en 1930, cuando el abuelo de Analía comenzó a cortar tela y confeccionar trajes, pantalones y camisas. Entonces todo se hacía a mano. Comercio indeclinable, no existía pueblo que no tuviera su sastre. Fue intenso ese trabajo en aquellos años. Con el desarrollo del siglo, estos oficios fueron apagándose en un lento ocaso. Sucedió lo mismo en Azcuénaga. La sastrería quedó vacía y los padres de Analía se debatieron entre irse del pueblo o hacer algo. Eligieron lo mejor: hacer algo. “A mi madre se le ocurrió poner una casa de té. Todos los domingos la gente llegaba y le preguntaba dónde tomar y comer algo. Arrancamos con mi esposo, mis hijos y mis padres con este pequeño proyecto. Mis hijos crecieron y estudiaron cocina y terminaron cocinando en el propio restaurante”, explica Analía el origen de La Porteña.
La pulcritud del lugar, la belleza de sus muebles, el brillo en las vajillas, en cada detalle hay un porqué, la correcta ubicación de los elementos logran completar un cuadro auspicioso. La Porteña entra por los ojos. Desde la cocina se quiere dar un mensaje, que llega claro al salón. Aquí, las recetas que se sirven son delicadas, importantes, pensadas y sentidas. La cocina hecha de esta manera, con tanta sintonía entre la historia y los sentimientos, no tiene chances para el error. La consecuencia es lógica: las pastas caseras se deshacen en el paladar, provocan un éxtasis y abren las puertas a los mejores recuerdos. También crean nuevos, inolvidables. La experiencia es sublime. La vieja sastrería conserva su garbo y el encanto.
¿Cuáles son los platos celebrados? Es una secuencia fantástica. “De entrada, escabeche de pollo, de berenjena, empanada de carne y distintos fiambres. Luego llega el turno de las pastas, ravioles de verdura, de verdura y seso, de calabaza, sorrentinos, de ricota, jamón y nuez, de queso azul, con cordero o de osobuco, ambos braseados. Lasaña, canelones de verdura, de carne y champiñón, ñoquis, tallarines, y una gran variedad de salsas, donde sobresale la boloñesa, el estofado, la del bosque con hongos de pino. Salsa rosa y blanca”, enumera Capecci. ¿Postre? Por ejemplo, higos en almíbar. El secreto es que la higuera está en el fondo del restaurante. Cuando aseguran que todo es casero, es así.
Otro dato nos da tranquilidad. Una de sus hijas es artista, ceramista. Las fuentes y demás objetos que se ven en el restaurante son obra original. “Dicen que nuestra comida hace volver a la gente a la niñez”, confiesa Analía. No solo es verdad, sino que cuesta regresar de ese mundo idílico. Solo la gran cocina lo puede lograr.
+ info: @laportenarestaurante
Es otro de los emblemas gastronómicos de Azcuénaga. Es una esquina fundacional del pueblo. Allí la familia Coarasa montó un restaurante que es muy visitado y reconocido. Carnes, pastas y cocina a la olla, grandes protagonistas de una carta que enamora a los cultores de la gastronomía típica de pueblo. Desde este almacén se originó la recuperación de Azcuénaga como destino de turismo de escapada. “El restaurante tracciona el turismo en el pueblo”, dijo a La Nación Lucas Coarasa, uno de los encargados. Es un emprendimiento familiar. Los Coarasa son diez hermanos y todos trabajan en el restaurante, la esquina guarda relación con ellos desde 1885, son la cuarta generación que está al frente del lugar. Las distintas crisis económicas del país dejaron sus huellas. Cerró un par de veces, pero el padre de Lucas, Enrique Coarasa, lo reabrió. Falleció y les dejó el mandato de mantener vivo el comercio. Siempre fue almacén de ramos generales. Desde 2011 lo reconvirtieron en restaurante. Es un lugar de culto enfocado en la clásica gastronomía criolla, explotando los enormes recursos de los productores locales que los abastecen. Gran experiencia gastronómica. El lugar suele ser muy concurrido, por lo que se recomienda reservar. + info: @elalmacenct / www.almacenct.com
El horno a leña de esta panadería desde 1917 produce los mejores panes, facturas, bizcochos y tortas de todo el pueblo. Imperdible dejarse llevar por su aroma y llevarse un poco de cada cosa, para sentir nuevamente el pan bien hecho. + info: Avenida Pedro Terrén esquina El Ombú.
Azcuénaga tiene todos los atractivos de un pueblo perfecto. El Club Recreativo Apolo se fundó en 1920 y sigue abierto. Es el punto absoluto de encuentro del pueblo. Su cantina es un tesoro y el escenario ideal para tomar un aperitivo antes de comer. Todos los personajes del pueblo se concentran allí. Tiene cancha de bochas.
Fernanda y Rodolfo vivían en la ciudad y decidieron cambiar de vida para echar raíces en Cucullú, un pueblo mínimo de San Andrés de Giles. Recuperaron un viejo almacén de la familia de Rodolfo, Casa Gallo de 1880. Haciendo un gran trabajo de restauración, lo reabrieron y le devolvieron al pueblo su punto de encuentro por excelencia. La historia aquí es ofrecer comidas criollas hechas en horno de barro. Carnes y empanadas, las claves del éxito. Un mostrador perfecto y amable sirve de base para mirar con detenimiento las estanterías. Piezas incunables, botellas que han acompañado al gaucho desde el comienzo de los tiempos, objetos rurales, una caja registradora de metal, muy antigua, y la clásica heladera de madera con el motor a lo alto. Es un ambiente recoleto, y a la vez festivo. Galerías y un patio se habilitan para poder ver las estrellas en noches inolvidables. También se apuesta por la sustentabilidad, una de las estanterías exhibe una importante colección de alimentos orgánicos y agroecológicos. Está muy bien pensado todo en Casa Gallo, no hay detalle ni emoción que se escape. Gran bodegón de pueblo. + info: @casagallo1880.