Читать книгу Canción dulce - Leila Slimani, Leila Slimani - Страница 10
Оглавление«Se está retrasando. Mala señal.» Paul se impacienta. Se acerca a la puerta de entrada y observa por la mirilla. Son las dos y cuarto de la tarde, y la primera candidata, una filipina, no ha llegado aún.
A la dos y veinte, Gigi toca sin mucha energía a la puerta. Myriam va a abrirle. Observa enseguida que la mujer tiene unos pies pequeñísimos. A pesar del frío, lleva unas zapatillas de lona y unos calcetines blancos con un volante en el tobillo. Con casi cincuenta años, tiene pies de niña. Elegante, peinada con una trenza que le cae por la espalda. Paul le comenta con sequedad su retraso y Gigi, cabizbaja, murmura unas palabras de disculpa. Se expresa muy mal en francés. Paul inicia sin gran convencimiento una entrevista en inglés. Gigi habla de su experiencia. De los hijos que ha dejado en su tierra, del pequeño al que lleva diez años sin ver. Él no la piensa contratar. Le hace unas cuantas preguntas justo para salir del paso y a las dos y media la acompaña a la puerta. «La llamaremos. Thank you.»
Llega después Grace, una marfileña sonriente y sin papeles. Carolina, una rubia obesa con el pelo sucio, que durante toda la entrevista se queja del dolor de espalda y de sus problemas de circulación. Malika, una marroquí de cierta edad, que insiste en su experiencia de veinte años en el oficio y en lo que le gustan los niños. Myriam le ha dejado claro a Paul que no quiere contratar a una magrebí para cuidar de sus hijos. «No estaría mal», intenta convencerla él. «Les hablaría en árabe, puesto que tú no quieres hacerlo.» Pero ella se niega rotundamente. Teme que se establezca una complicidad tácita, un exceso de familiaridad entre ellas. Que la otra le haga comentarios en árabe. Le cuente su vida y en poco tiempo le pida mil cosas en nombre del idioma y la religión que las une. Siempre ha desconfiado de lo que ella llama la solidaridad entre inmigrantes.
Luego llegó Louise. Cuando Myriam cuenta esa primera entrevista le encanta decir que fue una evidencia. Como un flechazo amoroso. Insiste en evocar cómo su hija se comportó con ella. «Fue ella quien la eligió», le gusta aclarar. Mila acababa de levantarse de la siesta, despertada por los gritos ensordecedores de su hermanito. Paul fue a buscar al bebé, seguido de cerca por la niña, que se escondía entre sus piernas. Louise se levantó. Myriam describe esta escena y sigue fascinada por la determinación de la niñera. Cogió con delicadeza a Adam de los brazos de su padre y fingió no ver a Mila. «¿Dónde está la princesa? Creí ver a una princesa pero ha desaparecido.» Mila se echó a reír a carcajadas, y Louise siguió con su juego, buscando por las esquinas, debajo de la mesa, detrás del sofá, a la misteriosa princesa desaparecida.
Ellos le hacen algunas preguntas. Ella contesta que su marido ha muerto y su hija, Stéphanie, ya es mayor —«casi veinte años, parece mentira»—, por lo que dispone de mucho tiempo libre. Tiende a Paul un papel en el que están escritos los nombres de las personas con las que ha trabajado. Habla de los Rouvier, que encabezan la lista. «Con ellos estuve mucho tiempo. También tenían dos hijos. Dos chicos.» Ha seducido a Paul y a Myriam, por su semblante abierto, su sonrisa franca, unos labios que no tiemblan. Parece una mujer imperturbable. Con la mirada de alguien que puede entender todo, perdonar todo. Su rostro es como un mar en calma, del que nadie sospecharía los abismos que encierra.
Esa misma tarde, llaman al teléfono de la primera familia de la lista que Louise les ha dejado. Contesta una mujer, algo cortante. Al oír el nombre de Louise, cambia inmediatamente de tono. «¿Louise? ¡Qué suerte tienen ustedes de haber dado con ella! Fue como una segunda madre para mis hijos. Se nos rompió el corazón cuando tuvimos que separarnos de ella. No le digo más que, en esa época, incluso pensé en tener otro hijo para que se quedara con nosotros.»