Читать книгу Canción dulce - Leila Slimani, Leila Slimani - Страница 18

Оглавление

Myriam lleva esperando toda la semana que llegue este día. Abre la puerta de su casa. El bolso de Louise está sobre un sillón del salón. Oye unas voces infantiles cantando. Una ratita verde, unos barquitos que navegan sobre el agua, y algo que gira, algo que flota. Entra de puntillas. Louise está arrodillada en el suelo, inclinada sobre la bañera. Mila moja el cuerpo de su muñeca pelirroja en el agua y Adam aplaude con sus manitas mientras canturrea. Con delicadeza, Louise retira montoncitos de espuma y los posa en la cabeza de los niños. Se ríen de esos sombreros que vuelan cuando ella sopla.

Mientras regresaba a casa en el metro, estaba impaciente como una enamorada. No ha visto a sus hijos en toda la semana, y hoy se ha prometido a sí misma que se dedicará por entero a ellos. Se meterán juntos en su cama. Les hará cosquillas, los besará, los apretará contra ella hasta que se mareen y protesten, agobiados por sus abrazos.

Escondida detrás de la puerta del cuarto de baño, los observa e inspira hondo. Siente una necesidad apremiante de alimentarse de la piel de sus niños, de besar sus manitas, de oírles decir «mamá» con sus voces agudas. De golpe se siente sentimental. Es la consecuencia de ser madre. A veces se vuelve un poco boba. Ve en hechos corrientes algo excepcional. Se emociona por nada.

Esta semana ha estado llegando tarde a casa a diario. Los niños ya dormían, y, al marcharse Louise, en alguna ocasión se ha tendido junto a Mila, en su camita, para respirar el olor delicioso del pelo de su hija, un olor químico a caramelo de fresa. Esta noche les permitirá lo que habitualmente les prohíbe. Comerán debajo del edredón unos sándwiches untados con una pasta de mantequilla salada y chocolate. Verán una película de dibujos animados y se acostarán tarde, acurrucados todos juntos en su cama. Por la noche, le darán patadas en la cara, dormirá mal por temor a que Adam se caiga.

Los niños salen del agua y corren a lanzarse, desnudos, a los brazos de su madre. Louise se pone a ordenar el cuarto de baño. Limpia la bañera con un estropajo, y Myriam le dice: «No hace falta, no se moleste. Es tarde. Márchese a casa. Ha debido de ser un día muy duro». Louise finge que no la oye y, agachada, sigue frotando los bordes de la bañera y ordenando los juguetes que los niños han dejado tirados.

Dobla las toallas. Vacía la lavadora y destapa la cama de los niños. Deja el estropajo en un armario de la cocina, saca una olla y la pone en el fuego. Impotente, Myriam la observa moverse de un lado para otro. Intenta convencerla. «No se preocupe, lo haré yo.» Intenta quitarle la olla de las manos, pero Louise la sujeta con fuerza. Con delicadeza, aparta a Myriam. «Usted tiene que descansar —le dice—. Estará agotada. Aproveche para disfrutar de sus hijos, voy a prepararles la cena. Ni siquiera me verá.»

Y es verdad. A medida que pasan las semanas, se esmera en convertirse a la vez en invisible e indispensable. Myriam ya no la avisa si se va a retrasar en el despacho y Mila ha dejado de preguntar cuándo llegará mamá. Louise está ahí, sosteniendo ella sola este frágil edificio. Myriam acepta esa sobreprotección. Cada vez se desentiende de más tareas, se las encomienda a una Louise agradecida. Es como esas siluetas que en el teatro, a oscuras, cambian el decorado del escenario. Levantan un diván, corren con la mano una columna, un tabique de cartón. Louise se mueve entre bambalinas, discreta y poderosa. Maneja los hilos sin los que la magia no existe. Es Visnú, la divinidad nutricia, celosa y protectora. Es la loba a cuyos pechos ellos acuden a beber, la fuente infalible de la felicidad del hogar.

La miran pero no la ven. Es una presencia íntima pero nunca familiar. Llega cada vez más temprano y se va cada vez más tarde. Una mañana, al salir de la ducha, Myriam se da de bruces, desnuda, con la niñera que ni siquiera ha parpadeado. «¿Que más le da a ella mi cuerpo? —se tranquiliza Myriam—. Ella no tiene ese tipo de pudor.»

Louise anima al matrimonio a salir a divertirse. «Ustedes tienen que aprovechar su juventud», les dice mecánicamente. Myriam hace caso de sus consejos. La considera una mujer sensata y bondadosa. Una noche, Myriam y Paul acuden a una fiesta, en casa de un músico que este acaba de conocer, una buhardilla en el lujoso distrito 6. El salón es diminuto, de techos bajos, y los invitados están apretados unos contra otros. Un ambiente muy alegre reina en ese cuchitril donde enseguida todos se ponen a bailar. La mujer del músico, una rubia alta con los labios pintados de fucsia, pasa canutos de hierba y sirve vodka en vasitos helados. Myriam charla con unas personas que no conoce pero se ríe con ellas a carcajadas. Lleva una hora sentada en la cocina, en el borde de la encimera. A las tres de la madrugada, los invitados tienen hambre y la bella rubia prepara una tortilla de champiñones que comen todos de la misma sartén, hundiendo ruidosamente los tenedores.

Cuando regresan a casa, hacia las cuatro de la madrugada, encuentran a Louise dormida en el sofá, con las piernas recogidas contra el pecho y las manos cruzadas. Paul la cubre delicadamente con una manta. «No la despertemos. Parece descansar tan a gusto.» Y a partir de entonces, se queda a dormir una o dos noches por semana. Nunca se ha dicho de modo explícito, no han hablado de ello, pero Louise construye pacientemente su nido en mitad de la casa.

Paul se preocupa, pues los horarios son demasiado largos. «No me gustaría que algún día nos acuse de explotarla.» Myriam le promete que todo volverá a su cauce. Ella, que es tan rígida, tan recta, se reprocha el no haberlo hecho antes. Hablará con Louise, pondrá las cosas en claro. Por un lado se siente violenta, pero en el fondo está encantada de que Louise se imponga a sí misma esas tareas domésticas que ella nunca le ha pedido. Myriam se deshace en excusas. Cuando llega tarde del despacho, le dice: «Perdone que abuse de su amabilidad». Y Louise responde sistemáticamente: «Estoy aquí para eso. No se preocupe».

Myriam le hace regalos con frecuencia. Unos pendientes, comprados en alguna tienda barata al salir del metro. Un bizcocho a la naranja, el único capricho dulce que sabe que le gusta. Le regala ropa que ya no usa, aunque durante mucho tiempo pensó que podía resultar en cierto modo humillante. Hace lo posible para no herir la sensibilidad de Louise, no despertar en ella envidia o tristeza. Cuando va de tiendas, para ella o para sus hijos, esconde la ropa recién comprada en una vieja bolsa de tela y no la abre hasta que ella se ha marchado. Paul la felicita por dar muestras de tanta delicadeza.

Canción dulce

Подняться наверх