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«Nuestra nunú es un hada.» Es lo que dice Myriam cuando cuenta la irrupción de Louise en sus vidas. Debe de tener poderes mágicos para haber transformado esta casa asfixiante, exigua, en un lugar apacible y luminoso. Ha empujado las paredes. Ha conseguido que los armarios sean más profundos, los cajones más anchos. Que la luz entre a raudales.

El primer día, Myriam le da algunas consignas. Le enseña cómo funcionan los aparatos. Insiste, mientras le muestra los objetos o alguna prenda de vestir: «Tenga cuidado con esto. Le tengo mucho aprecio». Le advierte especialmente sobre la colección de discos de vinilo de Paul, que los niños no deben tocar. La niñera asiente, muda y dócil. Observa cada cosa con el aplomo de un general ante una tierra que se dispone a conquistar.

Durante las semanas siguientes a su llegada, convirtió esta casa desordenada en un perfecto interior burgués. Impuso sus anticuados modales, su gusto por la perfección. Myriam y Paul no se lo pueden creer. Cose los botones de las chaquetas que llevan meses sin usar por pereza de buscar el costurero. Repasa los dobladillos de faldas y pantalones. Zurce la ropa de Mila que Myriam pensaba tirar sin más. Lava los visillos oscurecidos por el tabaco y el polvo. Cambia las sábanas una vez por semana. Myriam y Paul no caben en sí de gozo. Este le dice sonriente a Louise que tiene un parecido con Mary Poppins. No está muy seguro de que haya entendido el piropo.

Por la noche, el matrimonio, con la sensación de frescor de las sábanas limpias, ríe, incrédulo de su nueva vida. Como si hubieran encontrado un mirlo blanco o les hubieran echado una bendición. Evidentemente, el salario de Louise pesa en el presupuesto familiar, pero Paul ha dejado de quejarse. En pocas semanas, la presencia de la niñera se ha vuelto indispensable.

Cuando Myriam llega a casa del trabajo, a última hora de la tarde, se encuentra la cena lista. A los niños, tranquilos y peinaditos. Louise suscita y satisface las fantasías de la familia ideal, y Myriam se avergüenza de alimentarlas. Ha enseñado a Mila a ir recogiendo lo que desordena y, ante la mirada asombrada de los padres, la niña cuelga su abrigo en el perchero.

Los trastos inútiles han desaparecido. Con Louise, nada se acumula, ni la ropa ni los cacharros sucios, ni las cartas que uno se olvida de abrir y encuentra de pronto debajo de una revista atrasada. Nada se pudre, nada caduca. Nunca descuida nada. Es meticulosa. Anota todo en una libreta con tapas de florecitas. Los horarios de la clase de danza, de la salida del colegio, de las citas con el pediatra. Anota el nombre de las medicinas que toman los niños, el precio del helado que les compra cuando los lleva al tiovivo y la frase exacta que le ha dicho la maestra de Mila.

Al cabo de unas semanas, ya no duda en cambiar las cosas de sitio. Vacía por completo los armarios, cuelga bolsitas de lavanda entre los abrigos. Coloca flores en los jarrones. Siente una serena satisfacción cuando, Mila ya en el colegio y Adam dormido, se sienta y contempla su tarea. El piso en silencio está íntegramente bajo su yugo, como un enemigo que pide clemencia.

Pero en la cocina es donde realiza las maravillas más extraordinarias. Myriam le confesó que no sabe hacer nada y que no le apetece intentarlo. La niñera prepara unos platos que a Paul le saben a gloria. Los niños los devoran sin rechistar y sin que sea necesario ordenarles que se acaben lo que tienen delante. Myriam y Paul han recuperado la costumbre de invitar a sus amigos, que disfrutan con la blanquette de ternera, el pot-au-feu, el jarrete a la salvia y las verduras crujientes que Louise cocina con tanto amor. Felicitan a Myriam, la cubren de cumplidos, pero ella siempre les confiesa: «Nuestra niñera lo ha hecho todo».

Canción dulce

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