Читать книгу Canción dulce - Leila Slimani, Leila Slimani - Страница 14

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Siempre que oye abrirse la puerta del despacho por las mañanas, Myriam se siente contrariada. Hacia las nueve y media van llegando sus compañeros. Se sirven un café, los teléfonos empiezan a sonar frenéticamente, el parqué cruje, se ha roto la calma.

Myriam llega a la oficina a las 8. La primera. Solo enciende la lámpara de su mesa. Bajo ese halo de luz, en un silencio monacal, recupera la concentración de sus años de estudiante. Se olvida de todo y se sumerge con placer en el examen de los expedientes. A veces camina por el pasillo oscuro, con un papel en la mano, hablando sola. Fuma un pitillo en el balcón mientras se toma un café.

El día que empezó a trabajar de nuevo, se despertó al alba, llena de una excitación infantil. Se puso una falda nueva, tacones, y Louise exclamó: «Está usted guapísima». Despidiéndola en la puerta, con Adam en sus brazos, la niñera empujo hacia la salida a la señora de la casa. «No se preocupe por nosotros —insistió—. Por aquí, todo irá bien.»

Pascal recibió a Myriam con afecto. Le asignó el despacho que comunica con el suyo por una puerta que a menudo dejan entreabierta. Apenas dos o tres semanas después de su llegada, Pascal le atribuyó unas responsabilidades a las que los colaboradores experimentados nunca pudieron aspirar. Al cabo de unos meses, trata ella sola los asuntos de una decena de clientes. Pascal la alienta a hacerse con el oficio y a dejar que brote su potencial de trabajo, que él sabe que es inmenso. Ella nunca dice que no. No rechaza ninguno de los expedientes que le encarga, nunca se queja por quedarse hasta tan tarde. Pascal le dice a menudo: «Eres perfecta». Durante varios meses se sumerge en unos casos de poca monta. Defiende a miserables traficantes de droga, a perturbados mentales, a un exhibicionista, a atracadores sin talento, a alcohólicos detenidos al volante. Trata asuntos de deudas, fraudes con las tarjetas de crédito, usurpaciones de identidad.

Pascal cuenta con ella para conseguir nuevos clientes y la anima a dedicar tiempo al turno de oficio. Dos veces al mes acude al Tribunal de Bobigny y se sienta a esperar en los pasillos hasta las nueve de la noche, con los ojos clavados en el reloj, viendo cómo el tiempo no pasa. En alguna ocasión ha perdido la paciencia, respondiendo con brusquedad a unos clientes desorientados. Pero pone su voluntad en hacer las cosas bien y obtiene todo lo que está a su alcance. Pascal se lo repite continuamente: «Te tienes que saber de memoria el caso que llevas». Ella se esfuerza a fondo. Se lee las actas hasta bien entrada la noche. Detecta la mínima inexactitud, el más leve error de procedimiento. Se empeña con un furor obsesivo, que dará sus frutos. Antiguos clientes la recomiendan a sus amigos. Su nombre circula entre los detenidos. Un joven al que consigue librar de una pena de prisión firme promete recompensarla. «Me has salvado, no lo olvidaré jamás.»

Una vez la llamaron en plena noche para asistir a un detenido. Era un antiguo cliente del despacho, acusado de violencia conyugal, aunque le había dicho en una ocasión que era incapaz de levantar la mano contra una mujer. Myriam se vistió a oscuras, a las dos de la madrugada, sin hacer ruido, se inclinó sobre Paul para darle un beso. Él soltó un gruñido y se dio la vuelta.

Su marido le reprocha a menudo que trabaje tanto, y ella se enfada. Él se ofende por su reacción y exagera su preocupación por ella. Finge que lo que le inquieta es su salud, que Pascal la esté explotando. Ella evita pensar en sus hijos. Evita que la corroa la culpa. Por momentos, se imagina que todos se alían contra ella. Su suegra intenta convencerla de que «si Mila enferma con tanta frecuencia es porque se siente sola». Sus colegas nunca le proponen tomar una copa después del trabajo, y se sorprenden de las noches que pasa en el despacho. «¿Tú no tienes hijos o qué?» Incluso la maestra, que la convocó una mañana para comentarle un incidente absurdo entre Mila y una niña de su clase. Cuando Myriam se excusó por no haber asistido a las últimas reuniones, y haber enviado a Louise en su lugar, la mujer, de pelo gris, hizo un amplio gesto con la mano. «¡Si usted supiera! Es el mal del siglo. Todas esas pobres criaturas abandonadas a su suerte, mientras el padre y la madre están devorados por la misma ambición. No hay duda: se pasan la vida corriendo. ¿Sabe cuál es la frase que los padres repiten más a sus hijos: “¡Date prisa!”. Y, evidentemente, todo recae sobre nosotros. Los niños nos hacen pagar sus angustias y su sentimiento de abandono.»

Myriam había sentido un deseo incontenible de ponerla en su sitio, pero no fue capaz. ¿Sería por culpa de esa silla pequeñita en la que estaba incómodamente sentada, en una clase con olor a plastilina? La decoración, la voz de la maestra la devolvían con fuerza a su infancia, a esa edad de la obediencia y de las imposiciones. Myriam sonrió. Le dio las gracias torpemente y le prometió que Mila se portaría mejor. Se contuvo para no lanzar a la cara de aquella vieja harpía su misoginia y sus lecciones de moral. Temía que la mujer del pelo gris lo pagara con su hija.

Pascal sí que entiende su rabia, su intenso apetito de reconocimiento y de retos a su medida. Entre los dos se ha desatado un combate en el que sienten un ambiguo placer. Él la empuja, ella se le enfrenta. Él la agota, ella no lo defrauda. Una tarde, la invita a tomar una copa después del trabajo. «Pronto cumplirás seis meses con nosotros, hay que celebrarlo, ¿no?» Caminan en silencio por la calle. Le cede el paso en el bistró y ella sonríe. Se sientan al fondo de la sala en un banco tapizado. Pascal pide una botella de vino blanco. Hablan de un caso que tienen entre manos, y enseguida se ponen a evocar recuerdos de sus años universitarios. De la fiesta por todo lo alto que había organizado una amiga en común, Charlotte, en su palacete del distrito 18. Del ataque de pánico, absolutamente tronchante, de la pobre Céline el día de los exámenes orales. Myriam bebe rápido y Pascal la hace reír. No le apetece irse a casa. Le gustaría no tener a nadie a quien avisar de que llegará tarde, a nadie que la espere. Pero está Paul. Y los niños.

Una tensión erótica, sutil, excitante, le arde en la garganta y en los senos. Se pasa la lengua por los labios. Tiene ganas de algo. Por primera vez desde hace tiempo, siente un deseo gratuito, frívolo, egoísta. Un deseo de sí misma. Por mucho que quiera a Paul, el cuerpo de su marido está como lastrado de recuerdos. Cuando la penetra, él entra en su vientre de madre, un vientre pesado, donde su esperma se ha alojado tantas veces. Su vientre de pliegues y ondas, donde han construido juntos su hogar, donde florecieron tantas penas y alegrías. Paul le masajeó sus piernas hinchadas y amoratadas. Vio la sangre desparramarse por las sábanas. Paul le sostuvo la cabeza y la frente mientras vomitaba, en cuclillas. La oyó gritar. Le enjugó el sudor de su rostro cubierto de angiomas mientras empujaba. Extrajo de ella a sus hijos.

Siempre se negó a admitir que los niños fueran un obstáculo a su éxito, a su libertad. Como un ancla que arrastra hasta el fondo, que empuja la cara del ahogado hacia el fango. Saberlo la sumió al principio en una profunda tristeza. Lo consideraba injusto, en extremo frustrante. Se había dado cuenta de que ya no podría vivir sin ese sentimiento de saberse incompleta, de hacer las cosas mal, de sacrificar una parte de su vida en beneficio de otros. Para ella, se había vuelto un drama, pues se negaba a renunciar al sueño de aquella maternidad ideal. Se obstinaba en creer que todo era posible, que cumpliría todos sus objetivos, que no se sentiría amargada ni agotada. Que no jugaría a ser una Madre Coraje ni una mártir.

Casi a diario, Myriam recibe mensajes de su amiga Emma, que cuelga en las redes sociales retratos de color sepia de sus dos retoños rubios. Unos niños perfectos jugando en el parque y que van a un colegio que desarrollará las dotes que ella adivina que poseen. Les ha puesto unos nombres impronunciables, extraídos de la mitología nórdica. Le encanta explicar su significado. Emma también está guapa en las fotos que ha colgado. El marido no aparece nunca, eternamente dedicado a sacar fotografías de una familia ideal de la que forma parte solo como espectador. Aunque hace lo imposible para salir en el encuadre, con su barba, sus jerséis de lana natural y esos pantalones ceñidos e incómodos que se pone para ir al trabajo.

Myriam jamás se atrevería a contarle a Emma ese pensamiento fugaz, esa idea que más que cruel es vergonzante, y que le viene a la mente cuando observa a Louise con sus hijos. Solo seremos felices, se dice, cuando ya no nos necesitemos unos a otros. Cuando cada cual viva su propia vida, una vida que nos pertenezca, en la que nadie interfiera. Cuando seamos libres.

Canción dulce

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