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Myriam admira en Louise la capacidad de jugar. Jugar de verdad, animada por esa omnipotencia que solo poseen los niños. Una tarde, al llegar del despacho, la encuentra tumbada en el suelo con la cara pintarrajeada. En las mejillas y en la frente, unos trazos negros y gruesos a modo de máscara guerrera. Se ha hecho un tocado de plumas con papel crespón. En mitad del salón ha montado una improvisada tienda de indios con una sábana, una escoba y una silla. De pie, con la puerta entreabierta, Myriam se siente violenta. La observa retorciéndose en el suelo, soltando unos gritos salvajes, y la escena le molesta. Se diría que está borracha. Es lo primero que se le ocurre. Al verla, Louise se incorpora, con las mejillas enrojecidas y un andar titubeante. «¡Qué hormigueo, se me han dormido las piernas!», dice como excusándose. Adam se aferra a sus pantorrillas y Louise ríe, con una risa que pertenece todavía al país imaginario en el que han fijado su juego.

Quizá, se dice Myriam para tranquilizarse, también es una niña. Se toma muy en serio los juegos que organiza con Mila. Por ejemplo, el de policías y ladrones, y Louise se deja encerrar tras unos barrotes imaginarios. Otras veces, ella representa el orden y persigue a Mila. En cada ocasión, inventa una geografía determinada que Mila debe memorizar. Crea disfraces, elabora un escenario lleno de acción. Prepara el decorado con minucioso cuidado. La niña acaba cansándose. «¡Venga, otra vez!», suplica Louise.

Myriam no lo sabe, pero lo que más le gusta a Louise es jugar al escondite. Salvo que en este juego no hay que contar, no hay reglas, lo importante es el efecto sorpresa. Sin avisar, Louise desaparece. Se acurruca en un rincón y deja que los niños la busquen. Escoge lugares desde donde puede verlos sin ser vista. Se desliza debajo de la cama o detrás de una puerta y permanece inmóvil. Contiene la respiración.

Entonces Mila comprende que ha empezado el juego. Grita, como una loca, y da palmadas. Adam va tras ella, y se ríe tanto que le cuesta mantenerse de pie, se cae varias veces para atrás. La llaman pero no contesta. «Louise, ¿dónde estás? ¡Cuidado, Louise, que llegamos, te vamos a encontrar!»

Se queda callada. No sale de su escondrijo, ni siquiera cuando gritan, lloran, se desesperan. Agazapada en la oscuridad, espía el pánico de Adam, postrado, sacudido por los sollozos. El pequeño no entiende. Llama a Louise, sin pronunciar la última sílaba, los mocos le chorrean por los labios, las mejillas las tiene moradas de rabia. Mila también siente miedo. Durante un instante, se cree que se ha marchado de verdad, los ha abandonado en esta casa sobre la que caerá la noche, están solos y ella no regresará. La angustia se vuelve insoportable, y Mila suplica a la niñera. Dice: «Louise, este juego ya no es divertido. ¿Dónde estás?». La cría se pone nerviosa, golpea el suelo con los pies. Louise espera. Los observa como quien estudia la agonía de un pez recién capturado, con las agallas ensangrentadas y el cuerpo presa de convulsiones. Un pez que colea sobre el suelo del barco, chupando el aire con la boca agotada, un pez sin oportunidad alguna de salvarse.

Poco a poco, Mila ha descubierto sus escondites. Ha entendido que debe empujar las puertas, alzar las cortinas, agacharse para mirar bajo el somier. Pero Louise es tan menuda que siempre encuentra nuevas madrigueras donde refugiarse. Se escurre dentro del cesto de la ropa sucia, debajo del escritorio de Paul, en el fondo de un armario y se tapa con una manta. Alguna vez se ha escondido en la cabina de la ducha en la oscuridad del cuarto de baño. Mila, entonces, busca sin éxito. Solloza y Louise se inmoviliza. La desesperación de la niña no la hace claudicar.

Un día, Mila deja de llorar. Louise ha caído en su propia trampa. Mila calla, da vueltas alrededor del escondite y finge no descubrirla. Se sienta sobre el cesto de la ropa sucia y Louise nota que se está asfixiando. «¿Hacemos las paces?», murmura la niña.

Pero no se rinde. Sigue callada, con las rodillas pegadas a la barbilla. Los pies de la niña dan golpes suaves contra el cesto de mimbre. «Louise, sé que estás ahí», dice riendo. De pronto, Louise se levanta, con tal brusquedad que sorprende a Mila y esta cae precipitadamente al suelo. Se golpea la cabeza contra las baldosas de la ducha. Mareada, la niña llora y, luego, frente a una Louise triunfante, resucitada, que la observa desde lo alto de su victoria, su terror se convierte en histérica alegría. Adam ha corrido hasta el cuarto de baño y se une al jolgorio de las dos chiquillas que ríen sin parar.

Canción dulce

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