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XII
ОглавлениеPedro todavía no había sabido escoger una carrera en San Petersburgo, y, en efecto, había sido desterrado a Moscú por su carácter alocado. La historia contada en casa de la condesa Rostov era totalmente exacta. Pedro había tomado parte en la anécdota del policía y del oso. Hacía pocos días que había llegado y, como de costumbre, se había instalado en casa de su padre.
Al día siguiente llegó el príncipe Basilio y se hospedó en casa del Conde. Llamó a Pedro y le dijo:
-Amigo mío, si aquí se comporta usted tan mal como en San Petersburgo, acabará usted muy mal. Esto es cuanto tengo que decirle. El Conde está muy enfermo. No tiene usted que verle para nada.
Después de esto, nadie se había ocupado de Pedro, y éste se pasaba todo el día en su habitación del piso superior.
Cuando Boris entró en ella, Pedro se paseaba de un lado a otro. Al ver a aquel joven oficial, elegante y bien plantado, se detuvo. Pedro había dejado a Boris cuando éste tenía catorce años, y ahora no lo recordaba. No obstante, con su espontaneidad particular y sus maneras acogedoras, le estrechó la mano y le sonrió amistosamente.
- ¿Se acuerda usted de mí? - preguntó Boris tranquilamente, con una amable sonrisa -. He venido con mi madre a casa del Conde, que dicen no se encuentra bien.
- Sí. Parece que está muy enfermo. No le dejan tranquilo - replicó Pedro, tratando de recordar quién era aquel joven.
Boris vio que Pedro no le reconocía, pero no creyó necesario presentarse, y, sin experimentar la más pequeña turbación, le miró fijamente.
- El conde Rostov le invita a usted a comer hoy en su casa - dijo después de un silencio bastante largo y enojoso para Pedro.
- ¡Ah, el conde Rostov! - dijo alegremente Pedro -Así, pues, ¿es usted su hijo Ilia? No le había reconocido en el primer momento. ¿No se acuerda usted de aquella excursión que hicimos a la Montaña de los Pájaros, con madame Jacquot, hace tanto tiempo?
- Se equivoca usted - dijo lentamente Boris, con una risa atrevida y un tanto burlona -. Soy Boris, el hijo de la princesa Drubetzkaia. El viejo Rostov se llama Ilia, y Nicolás su hijo. No conozco a ninguna madame Jacquot. Pedro movió las manos y la cabeza, como si se encontrase en el centro de una nube de mosquitos o un enjambre de abejas.
- ¡Dios mío! ¡Todo lo enredo! Tengo tantos parientes en Moscú… Usted es Boris, en efecto. ¡Vaya! ¡Al fin nos hemos entendido! ¿Qué me cuenta de la expedición de Boulogne? Los ingleses se verían en peligro si Napoleón atravesase el Canal. A mí me parece una expedición muy posible, siempre y cuando Villeneuve no haga disparates.
Boris no sabía nada de la expedición de Boulogne. No leía los periódicos y era la primera vez que oía el nombre de Villeneuve.
- Aquí en Moscú la gente se preocupa más del cotilleo y de los banquetes que de la política - dijo con su tono tranquilo y burlón -. No sé nada de lo que usted me cuenta, ni jamás he pensado en ello. En Moscú la gente sólo se preocupa de las murmuraciones - añadió -. Ahora solamente se habla del Conde y de usted.
Pedro sonrió con aquella sonrisa suya tan bondadosa, como si temiese que su interlocutor dijera algo de que hubiera de arrepentirse. Pero Boris hablaba limpia, clara y secamente, mirando a Pedro a los ojos.
- En Moscú no puede hacerse otra cosa que murmurar - continuó -. Todos se preguntan a quién dejará el Conde su fortuna, aun cuando pueda vivir más tiempo que todos nosotros, lo que yo, lealmente, deseo de todo corazón.
- Sí, todo esto es muy lamentable, muy lamentable - dijo Pedro.
Éste temía que el oficial se complicase inconscientemente en una conversación que incluso para él hubiera sido embarazosa.
-Y usted debe pensar-dijo Boris, enrojeciendo un poco, pero sin cambiar el tono de voz - que todos se preocupan tan sólo por saber si este hombre rico les dejará alguna cosa.
«Vaya por Dios», pensó Pedro.
- Yo, para evitar malentendidos, quiero decirle que se engañarían por completo si entre estas personas se contara a mi madre y a mí. Somos muy pobres, pero precisamente porque su padre es tan rico no me considero pariente suyo, y ni mi madre ni yo pediremos ni aceptaremos nada suyo.
Pedro tardó mucho en comprender, pero cuando vio de lo que se trataba se levantó del diván, cogió la mano de Boris y con su brusquedad un poco tosca, enrojeciendo más que Boris, comenzó a hablar, avergonzado y despechado.
- Es muy extraño todo esto. Por ventura yo… Pero quién podía pensar… Sé muy bien…
Pero Boris no le dejó concluir y dijo:
- Estoy contento por haberlo dicho todo. Quizá todo esto es desagradable para usted, pero, perdóneme - dijo tranquilizando a Pedro, en lugar de ser tranquilizado por él-; debo suponer que no le he molestado. Acostumbro hablar con toda franqueza. ¿Qué he de contestar? ¿Irá usted a comer a casa de los Rostov?
Y, visiblemente aliviado de un deber penoso, se sintió liberado de una situación enojosa y se dulcificó completamente.
-No; escuche - dijo Pedro serenándose -. Es usted un hombre sorprendente. Esto que acaba de decirme está muy bien. Naturalmente, usted no me conoce. Hacía mucho tiempo que no nos habíamos visto. Éramos niños todavía. ¿Qué puede usted suponer de mí? Le comprendo muy bien, le comprendo muy bien. Yo no lo habría hecho. No tendría valor para hacerlo. Pero está muy bien. Me siento muy contento por haber reanudado su conocimiento. Pero es extraño que suponga esto de mí - añadió sonriendo, después de una pausa -. Bien. Ya nos iremos conociendo, si usted no tiene inconveniente en ello - y estrechó la mano de Boris -. No sé si lo sabe, pero no he entrado a ver una sola vez al Conde. Tampoco él me ha llamado. Lo compadezco…, pero ¿qué quiere usted que haga?
- ¿Y cree usted que Napoleón podrá trasladar su ejército? - preguntó Boris sonriendo.
Pedro comprendió que quería cambiar de conversación, y, como también él lo deseaba, comenzó a enumerar las ventajas y desventajas de la expedición de Boulogne. Un criado llegó en busca de Boris, de parte de la Princesa. Ésta se iba. Pedro prometió asistir a la comida, e inmediatamente, para unirse más a Boris, le estrechó fuertemente la mano, mirándole con ternura a los ojos por debajo de los lentes.
Una vez se hubieron marchado, Pedro se paseó aún un buen rato por su habitación. Pero ya no atravesaba con la imaginaria espada al enemigo invisible, y sonreía al recuerdo de aquel joven simpático, inteligente y resuelto. Como siempre ocurre en la primera juventud, y más aún cuando se vive aislado, experimentaba una injustificada ternura por aquel muchacho, prometiéndose firmemente ser su amigo.
El príncipe Basilio acompañaba a la Princesa, que no separaba el pañuelo de los ojos. Las lágrimas resbalaban por su semblante.
- Es terrible - dijo -, pero, ocurra lo que ocurra, cumpliré con mi obligación. Vendré a velarle esta noche. No puede dejársele de esta manera. Los momentos son preciosos. No comprendo qué esperan las Princesas. Quizá Dios me ayude a encontrar la forma de prepararle. Adiós, Príncipe. Que Dios le ayude.
- Adiós, querida - repuso el príncipe Basilio retirándose.
- ¡Ah! Está en una situación horrible - dijo la madre al hijo al instalarse en el coche-. Apenas conoce a nadie.
- Mamá, no comprendo cuáles son las relaciones del Conde con Pedro - dijo Boris.
- El testamento lo pondrá en claro, hijo mío. Del testamento depende también nuestra suerte.
- Pero ¿por qué crees que nos va a dejar algo?
- ¡Ah, hijo mío! ¡Él es tan rico, y nosotros tan pobres!
- Pero, mamá, esto no me parece una razón suficiente.
- ¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Qué enfermo está!