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III

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La velada de Ana Pavlovna estaba en su apogeo. Los husos trabajaban regularmente y por doquier producían un ruido continuado. Los invitados formaban tres grupos. Uno de ellos, donde predominaban los hombres, parecía dirigido por el Abate. En otro, constituido por jóvenes, encontrábase la encantadora princesa Elena, hija del príncipe Basilio, y la pequeña princesa Bolkonskaia, linda y lozana y tal vez un poco demasiado llena para su edad. En el tercero encontrábanse el vizconde de Mortemart y Ana Pavlovna.

El Vizconde era un hombre joven, afable, de rasgos y maneras regulares, que visiblemente considerábase una celebridad, pero que, por buena educación, permitía modestamente que la sociedad en que se encontraba se aprovechase de él. Como un buen maître d’hotel que sirve como si fuera algo extraordinario y delicado el mismo plato que rechazaría si lo viese en la sucia cocina, del mismo modo, en esta velada, Ana Pavlovna servía a sus invitados, primero al Vizconde y después al Abate, como delicados y extraordinarios manjares. En el grupo de Mortemart hablábase del asesinato del duque de Enghien. Decía el Vizconde que el Duque había muerto a causa de su magnanimidad, y añadía que la cólera de Bonaparte tenía un especial motivo.

- ¡Ah! Veamos. Cuéntenos eso, Vizconde - dijo Ana Pavlovna con alegría, considerando que esta frase sonaba un poco a Luis XV -. Cuéntenos eso, Vizconde.

El Vizconde se inclinó en señal de respeto y sonrió amablemente. Ana Pavlovna hizo cerrar el círculo en torno al Vizconde e invitó a todos a escuchar el relato.

- El Vizconde ha sido amigo personal de Monseñor - bisbiseó Ana Pavlovna a uno de los invitados -. El Vizconde es un parfait conteur- dijo a otro -. ¡Cómo se conoce al hombre habituado a la buena compañía! - añadió a un tercero.

Y el Vizconde era servido a la reunión bajo el más elegante y ventajoso aspecto para él, como un rosbif sobre un plato caliente rodeado de verdura.

- Venga usted aquí, querida Elena - dijo Ana Pavlovna a la bella Princesa, que, sentada un poco más lejos, formaba el centro del otro grupo.

La princesa Elena sonrió y se levantó con la misma invariable sonrisa de mujer absolutamente hermosa con que había entrado en el salón. Con el ligero rumor de su leve vestido de baile con adornos de felpa, deslumbradora por la blancura de sus hombros y el esplendor de sus cabellos y de sus diamantes, cruzó entre los hombres, que le abrieron paso, rígida, sin ver a nadie, pero sonriendo a todos como si concediese a cada uno el derecho de admirar la belleza de su aspecto, de sus redondeados hombros, de su espalda, de su pecho, muy escotado, según la moda de la época, y con su gracioso caminar se acercó a Ana Pavlovna. Elena era tan hermosa que no solamente no veíase en ella una sombra de coquetería, sino que, al contrario, parecía que se avergonzase de su indiscutible belleza, que ejercía victoriosamente sobre los demás una influencia demasiado fuerte. Hubiérase dicho que deseaba, sin poder conseguirlo, amenguar el efecto de su hermosura.

- Es espléndida - decían todos los que la veían.

El Vizconde, como inculpado por algo extraordinario, se encogió de hombros y bajó los ojos, mientras ella se sentaba ante él y le iluminaba con su invariable sonrisa.

- Señora, me siento cohibido ante tal auditorio - dijo con una sonrisa, inclinando la cabeza.

La Princesa se apoyó en el brazo desnudo y torneado y no creyó necesario responder una sola palabra. Esperaba sonriendo. Durante toda la conversación permaneció sentada, rígida, mirando tan pronto a su magnífico y ebúrneo brazo, que se deformaba por la presión sobre la mesa, como a su pecho, todavía más espléndido, sobre el que descansaba un collar de brillantes. A veces alisaba los pliegues de su vestido, y cuando la narración producía efecto, contemplaba a Ana Pavlovna e inmediatamente tomaba la misma expresión que la de la fisonomía de la dama de honor, e inmediatamente recobraba de nuevo su sonrisa clara y tranquila. Detrás de Elena, la pequeña Princesa se levantó ante la mesa de té.

-Espérenme. Me traeré mi labor. Veamos, por favor, ¿en qué piensa? - dijo dirigiéndose al príncipe Hipólito -. ¿Tiene usted la bondad de traérmela?

La Princesa, sonriendo y dirigiéndose a todos a la vez, se sentó de nuevo, alisándose la ropa alegremente.

- ¡Vaya! - dijo, y pidió permiso para reanudar su labor.

El príncipe Hipólito le trajo la bolsa; se quedó en el grupo y sentóse cerca de ella.

El Vizconde contó muy gentilmente la anécdota entonces de moda. El duque de Enghien había ido a París de incógnito para verse con mademoiselle George. Habíase encontrado en casa de ella a Bonaparte, que gozaba igualmente de los favores de la célebre actriz, y en una de estas reuniones, Napoleón, por azar, había sufrido una de aquellas crisis suyas, y por esta razón se encontró a merced del Duque. Éste no se había aprovechado de esta ventaja, y después Bonaparte, precisamente por esta magnanimidad, habíase vengado de él haciéndole asesinar. El relato era bonito e interesante, particularmente en el momento en que los dos rivales se encuentran cara a cara. Las damas parecían emocionadas.

- Muy lindo - dijo Ana Pavlovna mirando interrogadoramente a la pequeña Princesa.

- Muy lindo - murmuró la pequeña Princesa clavando la aguja en su labor, para demostrar que el interés y el encanto de la narración le impedían trabajar.

El Vizconde apreció este silencioso elogio y, sonriendo agradecido, continuó. Pero, en aquel momento, Ana Pavlovna, que no separaba su mirada de aquel terrible joven, observó que hablaba demasiado alto y con excesiva vehemencia con el Abate y se apresuró a llevar su auxilio al lugar comprometido. En efecto, Pedro había conseguido de nuevo trabar una conversación con el Abate sobre el equilibrio político, y éste, visiblemente interesado por el sincero ardor del joven, desarrolló ante él su idea favorita. Ambos hablaban y escuchaban con demasiada animación, y, naturalmente, esto no era del gusto de Ana Pavlovna.

Para observarlos más cómodamente, Ana no quiso dejar solos al Abate y a Pedro y, llegándose a ellos, hizo que la acompañasen al grupo común.

En aquel momento, un nuevo invitado entró en el salón. Era el joven príncipe Andrés Bolkonski, el marido de la pequeña Princesa. El príncipe Bolkonski era un joven bajo, muy distinguido, de rasgos secos y acentuados. Toda su persona, comenzando por la mirada fatigada e iracunda, hasta su paso, lento y uniforme, ofrecía el más acentuado contraste con su pequeña mujer, tan animada. Evidentemente, conocía a todos los que se encontraban en el salón, y le molestaban tanto que le era muy desagradable mirarlos y escucharlos; y de todas aquellas fisonomías, la que parecía molestarle más era la de su mujer. Con una mueca que alteraba su correcto rostro, le volvió la cara. Besó la mano de Ana Pavlovna y casi entornando los ojos dirigió una mirada por toda la reunión.

- ¿Se va usted a la guerra, querido Príncipe? -preguntó Ana Pavlovna.

- El general Kutuzov - replicó Bolkonski recalcando la última sílaba, como si fuera francés - me quiere por ayuda de campo.

- ¿Y Lisa, su esposa?

- Se irá fuera de la ciudad.

- Es un gran pecado privarnos de su gentil compañía.

- Andrés - dijo la Princesa dirigiéndose a su marido con el mismo tono de coquetería con que se dirigía a los extraños-, ¡qué anécdotas nos ha contado el Vizconde sobre mademoiselle George y Bonaparte!

El príncipe Andrés cerró los ojos y se volvió. Pedro, que desde que el Príncipe había entrado en el salón no había separado de él su mirada alegre y amistosa, se acercó y le estrechó la mano. El Príncipe, sin moverse, contrajo la cara con un gesto que expresaba desprecio por quien le saludaba, pero al darse cuenta de la cara iluminada de Pedro sonrió con una sonrisa inesperada, buena y amable.

- ¡Vaya! ¡Tú también en el gran mundo! -le dijo.

- Sabía que vendría usted - repuso Pedro -. Cenaré en su casa - añadió en voz baja, para no interrumpir al Vizconde, que continuaba su narración -. ¿Puede ser?

- No, imposible - dijo el príncipe Andrés, riendo y estrechando la mano de Pedro de tal modo que comprendiese que aquello no podía preguntarlo nunca. Quería decir algo más, pero en aquel momento el príncipe Basilio se levantó, acompañado de su hija, y los dos hombres se separaron para dejarlos pasar.

- Ya me disculpará usted, querido Vizconde - dijo el príncipe Basilio en francés, apoyándose suavemente en su brazo para que no se levantase -. Esta desventurada fiesta del embajador me priva de una alegría y me obliga a interrumpirle. Me duele tener que abandonar tan encantadora reunión - dijo a Ana Pavlovna; y la princesa Elena, sosteniendo penosamente los pliegues de su vestido, pasó entre las sillas y su sonrisa iluminó más que nunca su hermoso rostro.

Cuando pasó ante Pedro, éste la miró con ojos asustados y entusiastas.

- Es muy bella - dijo el príncipe Andrés.

- Mucho - contestó Pedro.

Al pasar ante ellos, el príncipe Basilio cogió a Pedro de la mano y, dirigiéndose a Ana Pavlovna, dijo:

- Amánseme a este oso. Hace un mes que no sale de casa, y ésta es la primera vez que le veo en sociedad. Nada hay tan indispensable a los jóvenes como la compañía de las mujeres inteligentes.

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