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El príncipe Andrés partía al día siguiente por la noche. Su padre, una vez hubo terminado de comer, se retiró a sus habitaciones sin modificar en nada sus hábitos. La pequeña Princesa hallábase en las habitaciones de su cuñada. El príncipe Andrés, vestido de viaje, sin charreteras, hacía las maletas en su habitación con ayuda del criado. Después de inspeccionar personalmente el coche y vigilar la instalación de las maletas, dio la orden de enganchar. En la alcoba no quedaban sino los objetos que el Príncipe había de llevar consigo: un cofrecillo, una caja de plata con los útiles de afeitar, dos pistolas turcas y una gran espada que su padre le había traído de Otchalov. Todos estos objetos estaban perfectamente ordenados, eran nuevos y relucientes y se hallaban guardados en estuches de terciopelo herméticamente cerrados.

En el momento de una partida o de un cambio de vida, los hombres que son capaces de reflexionar sus actos efectúan generalmente un serio balance de sus pensamientos. En estas circunstancias, habitualmente se controla el pasado y se idean planes para lo por venir. El príncipe Andrés tenía una expresión dulce y pensativa. Se paseaba de un lado a otro de la habitación con paso rápido, con las manos cruzadas a la espalda y mirando ante sí con la cabeza baja y pensativa. ¿Le molestaba ir a la guerra? ¿Le entristecía dejar sola a su mujer? Quizás una cosa y otra. Pero, evidentemente, no quería que nadie le viera en aquel estado. Al sentir pasos en el vestíbulo se quitó las manos de la espalda, se detuvo al lado de la mesa, como si colocase el cofrecillo en su estuche, y adquirió su expresión habitual, serena a impenetrable. Eran los pesados pasos de la princesa María.

- Me han dicho que has dado orden de enganchar - dijo jadeando, pues, evidentemente, había corrido -, y deseaba mucho tener una conversación contigo. Dios sabe cuánto tiempo estaremos sin vernos. ¿Te molesta que haya venido? Has cambiado mucho, Andrucha - añadió, como si quisiera justificar sus preguntas; al pronunciar la palabra «Andrucha» había sonreído. Evidentemente, le extrañaba pensar que aquel hombre severo y arrogante fuese aquel mismo Andrucha, el niño escuchimizado y parlanchín, su compañero de infancia.

- ¿Dónde está Lisa? - preguntó el Príncipe respondiendo con una sonrisa a las palabras de su hermana.

-Está muy cansada. Se ha dormido en el diván de mi habitación. ¡Ah, Andrés! Tu mujer es un tesoro-dijo, sentándose en el diván ante su hermano-. Es una verdadera niña, una niña encantadora, alegre, a quien no sabes cómo quiero. - El príncipe Andrés calló, pero la Princesa observó la expresión irónica y desdeñosa que apareció en su semblante -. Hay que ser indulgente con las pequeñas debilidades humanas. ¿Quién no tiene debilidades en este mundo, Andrés? Recuerda que ha sido educada en la alta sociedad y que hoy su situación no es muy feliz. Hemos de situarnos en el lugar de los demás. Comprender es perdonar. Piensa que para ella, la pobre, es triste tener que separarse de su marido y quedarse sola en el campo en el estado en que se encuentra, después de la vida a que está acostumbrada… Es muy triste.

Y el príncipe Andrés, mirando a su hermana, sonrió como se sonríe ante las personas que creemos conocer a fondo.

-Tú vives también en el campo y, sin embargo, no te encuentras tan triste - dijo.

- Mi caso es muy distinto. ¿Por qué hemos de hablar de mí? No deseo otra vida ni puedo desearla, porque no conozco ninguna más. Créeme, Andrés. Para una mujer joven y habituada al gran mundo, enterrarse en el campo en plena juventud, sola. porque papá está siempre atareado y yo…, ya lo sabes…, tengo muy pocos recursos aunque soy una mujer acostumbrada al trato de la sociedad más distinguida…

-María, dime, con franqueza; me parece que más de una vez te hace sufrir el carácter de papá - dijo el príncipe Andrés expresamente para sorprender o poner a prueba a su hermana hablando con tanta ligereza de su padre.

- Tú eres muy bueno, Andrés, pero tienes llamaradas de orgullo, y esto es un gran pecado - dijo la Princesa siguiendo antes el hilo de sus pensamientos que no el de la conversación -. ¿Quién puede juzgar a su padre? Y si esto fuera posible, ¿qué otra cosa distinta de la veneración se puede sentir por un hombre como él? Estoy muy contenta y me siento muy feliz. Deseo tan sólo que todos lo sean tanto como yo. - El hermano bajó la cabeza con desconfianza -. Si he de decirte la verdad, Andrés, solamente una cosa me es penosa: las ideas religiosas de papá. No puedo comprender como un hombre de tan gran talento como el suyo no pueda ver lo que es claro como la luz y se pierda de este modo. Ésta es mi única pena. No obstante, de un cierto tiempo a esta parte observo en él como una sombra de mejoría. Sus bromas no son tan incisivas, y no hace mucho recibió a un monje y habló con él un gran rato.

- ¡Ah, hermana! Temo que gastes inútilmente tu pólvora con estas frases - dijo el príncipe Andrés, burlón y tierno a la vez.

- ¡Ah, hermano! Únicamente rezo a Dios y espero que me escuche - dijo tímidamente María después de un instante de silencio -. Quisiera pedirte algo muy importante.

- ¿Qué quieres, querida?

-No. Prométeme que no me lo negarás. No te costará nada y no es nada indigno de ti. Para mí sería un gran anhelo. Prométeme, Andrés-dijo hundiendo la mano en su bolso y cogiendo algo, pero sin enseñárselo todavía ni indicar qué era el objeto que motivaba la petición, como si no pudiera sacar aquello antes de haber obtenido la promesa que pedía. Luego dirigió a su hermano una mirada tímida, suplicante.

- ¿Y si fuese algo que me costase un gran esfuerzo? - preguntó el Príncipe, como si adivinase de qué se trataba.

-Piensa lo que quieras, pero hazlo por mí. Hazlo. Yo te lo ruego. El padre de papá, el abuelo, lo llevó en todas sus campañas.-Aún no sacó del bolsillo lo que tenía en la mano -. ¡.Me to prometes?

-Naturalmente. ¿Qué es?

- Andrés; toma mi bendición con esta imagen y prométeme que nunca te desprenderás de ella. ¿Me lo prometes?

- Si no pesa mucho y no me siega el cuello…, por darme susto… - dijo el príncipe Andrés: pero al darse cuenta de la expresión emocionada que aquella burla producía en su hermana, se arrepintió -. Estoy muy contento, muy contento, de veras - añadió.

-A pesar tuyo, Él te salvará y te conducirá a Él, porque únicamente en Él está la verdad y la paz-dijo, con su voz trémula de emoción, colocando ante su hermano, con ademán solemne, una vieja imagen oval del Salvador, de cara morena, enmarcada en plata y pendiente de una cadena del mismo metal minuciosamente trabajada. María se santiguó, besó la imagen y se la dio a Andrés -. Te lo pido, hermano. Hazlo por mí.

En sus grandes ojos negros fulguraban la bondad y la dulzura, iluminando su rostro enfermizo y delgado y dándole una belleza insospechada. El hermano hizo ademán de coger la imagen, pero ella le detuvo. Andrés comprendió lo que quería y se santiguó, besando la imagen. Su rostro tenía una expresión de ternura - estaba emocionado - y de burla a la vez.

- Gracias, querido.

María le besó la frente y volvió a sentarse en el diván. Los dos callaron.

- Créeme lo que te digo, Andrés. Sé bueno y magnánimo, como siempre lo has sido. No seas severo con Lisa. ¡Es tan encantadora, tan buena! ¡Y ahora es tan triste su situación!

- Creo, María, que no digo nada, que no hago a mi mujer ningún reproche, que no estoy disgustado con ella. ¿Por qué me dices todo esto, entonces?

La princesa María enrojeció y calló como una culpable.

- Yo no te he dicho nada, y, en cambio, ya te han dicho. Esto me apena mucho.

En la frente, en el cuello y en las mejillas de la princesa María aparecieron unas manchas rojas. Quiso decir algo y no pudo. Su hermano adivinó su intención. Lisa, después de comer, había llorado, explicándole su presentimiento de un parto desgraciado, y el miedo que le producía, y había lamentado su suerte, la de su suegro y la de su marido. Después de llorar se había quedado dormida. El príncipe-Andrés compadecía a su hermana.

- Has de saber, Macha, que no he reprobado, que no reprocho ni reprocharé nunca más a mi mujer. Pero, en cambio, no puedo decir que no tenga motivos para hacerlo. Esto durará siempre y será siempre así, sean las que fueren las circunstancias. Pero si quieres saber la verdad, si quieres saber si soy feliz o no, sólo puedo decirte que no lo soy. ¿Y crees que ella lo es? Tampoco. ¿Por qué? No lo sé.

Y pronunciando estas palabras se levantó, acercóse a su hermana y la besó en la frente. Sus bellos ojos se iluminaron con un resplandor inteligente, bondadoso y desacostumbrado. Pero no miraba a su hermana; miraba por encima de sus ojos, por encima de la cabeza de la princesa Maria, e intentaban penetrar la oscuridad de la puerta abierta.

- Vamos a verla. He de decirle adiós. O, mejor, ve tú sola primero. Despiértala; yo iré enseguida. ¡Petruchka! - llamó a su criado -. Ven aquí. Coge esto. Colócalo al lado del cochero; y esto a la derecha.

La princesa María se levantó y se dirigió a la puerta. En el umbral se detuvo.

- Si tuvieras fe, Andrés, te hubieses dirigido a Dios para que te diera el amor que no sientes; y tu ruego habría sido escuchado.

- Sí, quizá sí - dijo el Príncipe -. Ve, Macha, ve. Yo iré enseguida.

Yendo a la alcoba de su hermana, a través de la galería que unía las dos alas del edificio, el Príncipe tropezó con mademoiselle Bourienne, que sonrió graciosamente. Por tercera vez aquel día se la encontraba en lugares solitarios, con su sonrisa entusiasta y candorosa.

- ¡Ah! Creí que estaba usted en su habitación - dijo ella sofocándose y bajando los ojos.

El príncipe Andrés la miró severamente, y su rostro, sin poderlo contener, expresó la cólera. No respondió, pero la miró a la frente y a los cabellos, sin mirar los ojos, con tal desdén, que la francesa se ruborizó y se alejó sin decir palabra.

Cuando el Príncipe llegó a la habitación de su hermana, la Princesa estaba despierta y su vocecilla alegre, que precipitaba las palabras una tras otra, sentíase en el pasillo, a través de la puerta abierta. Hablaba como si quisiera aprovechar el tiempo perdido, después de una larga abstinencia.

-No. Figúrate a la vieja condesa Zubov, con sus tirabuzones postizos y su boca llena de dientes tan postizos como los tirabuzones, como si quisiera plantar cara a los años. ¡Ja, ja, ja!

El Príncipe había oído cinco veces la misma frase sobre la condesa Zubov, acompañada de la misma risa, en boca de su mujer. Entró lentamente en la habitación. La Princesa, pequeña, gordezuela, rosada, hallábase sentada en una butaca de brazos con la labor en la mano, hablando, incansable, y recordando escenas de San Petersburgo e incluso citando frases. El príncipe Andrés se acercó a ella, le acarició la cabeza y le preguntó si había ya descansado del viaje. Ella repuso afirmativamente y continuó la conversación.

Al pie del portal esperaba el coche con los caballos. Era una noche oscura de verano. El cochero no distinguía ni la lanza del coche. A la puerta movíase la gente con linternas. Las altas ventanas de la casona dejaban filtrar la luz del interior. En el recibidor agrupábanse los criados, que deseaban despedirse del joven Príncipe. En el salón esperaban todos los familiares: Mikhail Ivanovitch, mademoiselle Bourienne, la princesa María y la princesa Lisa.

El príncipe Andrés había sido llamado al gabinete de su padre, que quería despedirse de él a solas. Todos le esperaban. Cuando el príncipe Andrés entró en el gabinete, su padre, que tenía puestas las antiparras y el camisón de dormir, con cuyo atavío no recibía a nadie, excepto a su hijo, estaba sentado en el escritorio y escribía. Se volvió.

- ¿Te vas? - preguntó. Y continuó escribiendo.

- He venido a decirte adiós.

- Bésame aquí. - Y le mostró la mejilla, añadiendo -. Gracias, gracias.

- ¿Por qué me das las gracias?

- Para que no pierdas el tiempo, para que no te pegues a las faldas de las mujeres. El deber es lo primero. Gracias, gracias-y continuó escribiendo. De su pluma saltaban salpicaduras de tinta -. Si has de decirme algo - añadió-, dímelo ahora. No me estorbas.

- Se trata de mi mujer… Me avergüenza pedírtelo.

- ¡Vaya una salida! Dime lo que te convenga.

- Cuando llegue el momento del parto, envía a buscar a Moscú a un médico para que la asista…

El viejo Príncipe se levantó y clavó sus severos ojos en su hijo, como si no le hubiera comprendido bien.

-Ya sé que nadie puede ayudarla, si la Naturaleza no la ayuda - dijo el príncipe Andrés visiblemente turbado-. Creo que de cada millón de casos solamente se produce uno malo. Pero es una manía mía y de ella también. ¡Le han contado tantas cosas! ¡Y tiene tales presentimientos! Tiene miedo.

- ¡Hum. hum! - gruñó el viejo Príncipe, continuando la carta que escribía -. Lo haré. - Firmó la carta. De pronto se volvió vivamente a su hijo y se echó a reír-. El asunto no va muy bien, ¿verdad?

- ¿Qué asunto? ¿Qué quieres decir, papá?

-Mujer, eso es todo - dijo lacónicamente el viejo Príncipe.

- No te comprendo - repuso su hijo.

- Sí, sí, no se puede hacer nada, amigo mío. Todas son iguales. No tengas miedo. No se lo diré a nadie, ya lo sabes. - Cogió la mano de su hijo con la suya, huesuda y pequeña, la sacudió y le miró a los ojos con su mirada rápida y penetrante. De nuevo estalló su risa fría.

El hijo suspiró, confesando con aquel suspiro que el padre le había comprendido bien. Éste cerró y selló la carta con su acostumbrada vivacidad. Después la lacró, puso el sello sobre el lacre y la dejó sobre la mesa.

- ¡Qué le vamos a hacer! Haré todo lo que sea necesario. Estate tranquilo.

Andrés calló. Le era agradable y le disgustaba a la vez saberse comprendido por su padre. El viejo se levantó y le entregó la carta.

- Escucha - le dijo -. No te preocupes por tu mujer. Se hará cuanto humanamente sea posible. Ahora escúchame. Aquí tienes una carta para Mikhail Ilarionovitch. Le escribo para que te dé un empleo y no te deje mucho tiempo de ayudante de campo. Es un mal trabajo ese. Dile que me acuerdo mucho de él y que le quiero. Escríbeme contándome el recibimiento que te haya hecho. Si te recibe bien, continúa sirviéndole. El hijo de Nicolás Andreievitch Bolkonski no servirá nunca a nadie por favor. Bien, ven aquí. - Hablaba tan deprisa que no pronunciaba la mitad de las palabras; pero su hijo ya estaba acostumbrado a oírle y lo comprendía todo. Acompañó a éste al lado del escritorio, lo abrió, cogió una caja y sacó de ella un cuaderno cubierto por su letra alta y apretada -. Es probable que muera antes que tú. Si esto sucede, has de saber que aquí están mis memorias. Después de mi muerte se las envías al Emperador. Aquí tienes los billetes de Lombart y una carta. Es un premio para el que escriba la historia de la guerra de Suvorov. Hay que enviarlo a la Academia. Aquí están mis notas. Léelas cuando haya muerto. Encontrarás cosas útiles.

Andrés no dijo a su padre que seguramente viviría todavía muchos años, y comprendió que no había tampoco necesidad de decírselo.

- Haré cuanto me dices, papá.

- Bien. Ahora, adiós.

Le dio la mano para que la besara y le abrazó.

- Recuerda, príncipe Andrés, que, si te matan, tu muerte será para mí, para un viejo, muy dolorosa… -Calló. De pronto dijo con voz aguda -: Y que para mí sería una vergüenza que no te comportaras como hijo de Nicolás Bolkonski.

- No tenías que haberme dicho esto, papá - replicó el hijo sonriendo. El viejo guardó silencio -. También quería pedirte - añadió - que si yo muriese y me naciera un hijo, lo conservaras a tu lado, como te dije ayer. Que se eduque contigo, te lo ruego.

- Esto quiere decir que no se lo deje a tu mujer, ¿verdad? - dijo el viejo riendo.

Estaban frente a frente, silenciosos. Los inquietos ojos del anciano miraban fijamente a los de su hijo. Algo temblaba en la parte inferior del semblante del viejo Príncipe.

- Ya nos hemos dicho adiós. Ve - dijo de pronto -, ve. - Y con voz enojada abrió la puerta del gabinete.

- ¿Qué ocurre, qué ocurre? - preguntó la princesa María viendo al príncipe Andrés y al viejo, que gritaba como si estuviese encolerizado y aparecía en el umbral con su camisón blanco, sin peluca y con las enormes antiparras.

El príncipe Andrés suspiró y no repuso nada.

- Vaya - dijo dirigiéndose a su mujer. Y este «vaya» tenía un tono burlón y frío. Parecía que quisiera decir: «Anda, haz todas las muecas que tengas que hacer.»

- ¿Ya, Andrés? - dijo la pequeña Princesa palideciendo y mirando temerosa a su marido.

Él la besó. Ella dio un grito y cayó desmayada en sus brazos.

El Príncipe la sostuvo suavemente, le miró la cara y la dejó con cuidado sobre una butaca.

- Adiós, María - dijo con ternura a su hermana. La besó y salió de la habitación con paso rápido.

Mademoiselle Bourienne friccionaba el pulso de la Princesa echada en la butaca. La princesa María la sostenía; con sus bellos ojos tristes miraba a la puerta por donde había desaparecido el príncipe Andrés y se santiguaba. En el gabinete oíanse, repetidos y violentos, como si fueran golpes, los ruidos que el viejo producía al sonarse. En cuanto el príncipe Andrés hubo salido, se abrió bruscamente la puerta del gabinete y la severa figura del viejo, con el camisón blanco, apareció en el umbral.

- ¿Se ha marchado? Está bien - dijo mirando severamente a la Princesa desmayada. Bajó la cabeza con actitud de descontento y cerró la puerta de un empellón.

Colección integral de León Tolstoi

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