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IX

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El ataque del sexto de cazadores aseguraba la retirada del flanco derecho. En el centro de la posición, la olvidada batería de Tuchin, que había conseguido incendiar Schoengraben, paraba el movimiento enemigo. Los franceses se dirigieron a apagar el fuego, que el viento propagaba, y esto dio tiempo para preparar la retirada. En el centro de la posición, la retirada, a través de los torrentes, se efectuaba con prisa y con estrépito, pero las tropas se replegaban en buen orden. No obstante, en el flanco izquierdo, formado por los regimientos de infantería de Azov, Podolia y los húsares de Pavlogrado, habían sido atacados y rodeados a la vez por las fuerzas más considerables mandadas por Lannes. De un momento a otro parecía seguro su aniquilamiento. Bagration envió a Jerkov al comandante que mandaba el flanco, con la orden de retroceder a toda prisa. Jerkov, valientemente, sin separar la mano del quepis, picó espuelas y se lanzó al galope, pero en cuanto se encontró a cierta distancia de Bagration, sus fuerzas le abandonaron y un terror pánico se apoderó de su espíritu, impidiéndole ir hacia el peligro.

El escuadrón en que servía Rostov, el cual a duras penas había tenido tiempo de montar a caballo, estaba parado ante el enemigo. Otra vez, como en el puente del Enns, no había nadie entre el escuadrón y el enemigo. No había nada sino aquella misma terrible línea de lo desconocido y del miedo, parecida a la línea, que separa a los vivos de los muertos, y las preguntas «la pasarán o no» y «cómo» les trastornaban.

El coronel se acercó al frente y respondió con cólera a las preguntas de los oficiales, como un hombre desesperado de tener que dar una orden cualquiera. Nadie decía nada en concreto, pero en el escuadrón circulaba el rumor de un ataque próximo. El mando dio una orden. Inmediatamente prodújose un rumor de sables al desenvainarse, pero aún no se movía nadie. Las tropas del flanco izquierdo, la infantería y los húsares comprendían que ni los mismos jefes sabían qué hacer, y la indecisión de éstos se transmitía a las tropas.

«Aprisa, aprisa. Tanto como se pueda», pensaba Rostov, comprendiendo que, por último, había llegado el momento de experimentar la emoción del ataque, esa emoción de la que tanto habían hablado sus compañeros húsares.

-Con la ayuda de Dios, hijos míos - gritó la voz de Denisov -. Al trote… Marcha…

En las filas delanteras ondularon las grupas de los caballos. Gratchik arrancó, como los demás. A la derecha, Rostov veía las primeras filas de sus húsares, y, un poco más lejos, hacia delante, una línea oscura que no podía definir pero que suponía era la línea enemiga. Oyéronse dos disparos.

- ¡Acelerad el trote! - ordenó una voz.

Y Rostov sintió que su caballo contraía las patas y se lanzaba al galope. Presentía todos estos movimientos y cada vez estaba más alegre. Vio ante sí un árbol aislado. Momentáneamente, este árbol estaba en el centro de aquella línea que parecía tan terrible, pero la línea había sido atravesada y no solamente no había en ella nada de terrible, sino que cuanto más avanzaba, más alegre era todo y más animado se sentía.

«Le daré un buen golpe», pensó Rostov empuñando valerosamente el sable.

- ¡Hurra! - gritaban las voces en torno suyo.

«Que caiga uno ahora en mis manos», pensaba Rostov, espoleando a Gratchik, suelta la brida, con ánimo de pasar ante los demás. Veíase ya claramente al enemigo. De pronto, algo como una enorme escoba fustigó al escuadrón. Rostov levantó el sable dispuesto a dejarlo caer, pero en aquel momento el soldado Nikitenk, que galopaba ante él, se desvió, y Rostov, como en un sueño, sintió que continuaba galopando hacia delante con una rapidez vertiginosa y que, sin embargo, no se movía de su sitio. Un húsar a quien conocía se le acercó corriendo por detrás y le miró severamente. El caballo del húsar se encabritó y después continuó el galope.

«¿Qué ocurre? ¿Qué es esto? ¿Por qué no avanzo? He caído. Me han matado», se preguntaba y respondía a la vez. Estaba solo en medio del campo. En lugar de caballos galopando y de espaldas de húsares en torno suyo veía tan sólo la tierra inmóvil y la niebla de la llanura. Debajo de él sentía correr la sangre caliente.

«No estoy herido. Han matado a mi caballo.» Gratchik se levantó sobre las patas delanteras, pero cayó inmediatamente sobre las piernas del jinete. Caía la sangre de la cabeza del caballo, que se debatía pero que no podía levantarse. Rostov también quiso erguirse, pero volvió a caer. El sable se le había enredado en la silla.

«¿Dónde están los nuestros? ¿Dónde los franceses?» No lo sabía, no había nadie en torno suyo. Cuando pudo soltarse la pierna se levantó. «¿Dónde está la línea que separaba claramente a ambos ejércitos?», se preguntó, sin poder contenerse. «¿Ha ocurrido algo malo? Accidentes como éste son corrientes, pero ¿qué hay que hacer cuando ocurren?», se preguntaba mientras se levantaba. Y en aquel momento algo le tiraba del brazo izquierdo adormecido. Parecía que la mano no fuera suya. La examinó inútilmente, buscando sangre. «¡Ah! Veo hombres. Ellos me ayudarán», pensó alegremente viendo a gente que corría hacia donde él se hallaba. Alguien, con una gorra extraña y un capote azul, sucio, con una nariz aquilina, corría delante de aquellos hombres. Detrás corrían otros dos y después muchos más todavía. Uno de ellos pronunció unas palabras, pero no en ruso. Entre unos hombres parecidos a aquellos, cubiertos con la misma gorra y que les seguían encontrábase un húsar ruso. Le llevaban cogido por detrás, con las manos, y conducían su caballo de la brida.

«Seguramente un prisionero de los nuestros…, sí… ¿También me cogerán a mí? ¿Quiénes son estos hombres? » Miraba a los franceses, que se acercaban a él; hacía pocos segundos se había lanzado contra ellos para aniquilarlos y su proximidad le pareció tan terrible que se resistía a creer lo que veía.

«¿Quiénes son? ¿Por qué corren? ¿Por mí? ¿Corren por mí? ¿Y por qué? ¿Para matarme? ¿A mí, a quien todos quieren tanto? » Recordó el amor que le profesaba su madre, su familia, sus amigos, y la intención de sus enemigos de matarle le parecía mentira. «Sí, de veras. Vienen a matarme. » Permaneció de pie más de diez segundos, sin moverse, no comprendiendo su situación. El francés de nariz aquilina, el primero, estaba tan cerca que ya se distinguía la expresión de su rostro. La fisonomía roja, extraña, de aquel hombre que, con la bayoneta calada, corría hacia él conteniendo la respiración, le heló la sangre en las venas. Sacó la pistola y en lugar de dispararla se la arrojó al francés y con todas sus fuerzas corrió hacia los matorrales. No corría con aquel sentimiento de duda y lucha que experimentó en el puente de Enns, sino con el miedo con que la liebre huye de los galgos. Un sentimiento de invencible miedo por su vida, joven y feliz, que llenaba totalmente su existencia, le animaba, saltando a través de las matas con la agilidad con que en otro tiempo corría cuando jugaba al gorielki, sin girar un solo momento su rostro pálido, bondadoso y joven y sintiendo en la espalda un estremecimiento de terror. «Es mejor no mirar», pensaba, pero al llegar cerca de los matorrales se volvió. Los franceses perdían distancia, incluso aquel que le perseguía más de cerca, que se volvió y gritó algo a los compañeros que le seguían. Rostov se detuvo. «No, no es esto - pensó -No es posible que quieran matarme. » El brazo izquierdo le pesaba como si colgase de él un peso de cuatro libras. No podía correr más. También el francés se había detenido. Apuntó. Rostov cerró los ojos y se agachó. Pasó una bala ante él, zumbando. Con un esfuerzo supremo se cogió la mano izquierda con la derecha y corrió hacia los matorrales. Tras ellos había tiradores rusos.

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