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VI
ОглавлениеA las cuatro de la tarde, el príncipe Andrés, que había reiterado con insistencia su demanda a Kutuzov, se presentó en el campamento de Bagration. El ayudante de campo de Bonaparte no había vuelto al destacamento de Murat y el combate no había empezado aún. Nada se sabía en el destacamento de Bagration de la marcha general de las cosas, y se hablaba de la paz sin creer, no obstante, que fuera posible. Hablábase también de la batalla y también creíasela inminente. Bagration, que sabía que Bolkonski era el ayudante de campo favorito y de confianza del general en jefe, le recibió con una distinción y una benevolencia singulares. Le dijo que probablemente la batalla comenzaría aquel día o al siguiente, y le dejó en absoluta libertad de colocarse a su lado durante la acción o de ir a la retaguardia para vigilar el orden durante la retirada, «lo que era también muy importante».
-Sin embargo, hoy no tendremos acción - dijo Bagration para tranquilizar al Príncipe, y pensó: «Si es un cotilla del Estado Mayor enviado a la retaguardia para obtener una recompensa, la conseguirá igualmente, y si quiere quedarse a mi lado, que se quede… Si es un valiente, podrá ayudarme.»
El príncipe Andrés no contestó y pidió al príncipe Bagration que le autorizara a recorrer la posición y examinar la situación de las tropas, con objeto de saber lo que sería conveniente hacer en el caso en que fueran atacadas. El oficial de servicio, un muchacho apuesto, vestido elegantemente, con un diamante en el índice, y que, a propósito, hablaba mal el francés, se ofreció a acompañar al Príncipe. Por todas partes veíanse oficiales con los uniformes chorreando agua, con las caras tristes y la actitud de quien busca algo que se ha perdido; veíanse también a muchos soldados que traían del pueblo, a rastras, puertas, bancos y maderos.
- ¿Ve usted, Príncipe? No se puede hacer nada con esta gente - dijo el oficial señalando a los hombres -. Los jefes son demasiado débiles. Véalos-y señalaba una cantina -; se pasan el día ahí dentro. Esta mañana los he echado a todos y ya vuelven a estar. Debemos acercarnos, Príncipe, y sacarlos de ahí. Es cuestión de un momento.
- Vamos. Compraré un poco de queso y pan - dijo el Príncipe, que todavía no había comido nada.
- ¿Por qué no lo había dicho usted antes, Príncipe? Yo hubiese podido ofrecerle algo.
Echaron pie a tierra y entraron en la cantina. Algunos oficiales, con las caras encendidas y cansados, estaban sentados ante las mesas comiendo y bebiendo.
-Pero ¿qué es esto, señores?-dijo el oficial de Estado Mayor con el enojado tono de quien ha repetido muchas veces la misma frase -. No se pueden abandonar los puestos de este modo. El Príncipe ha ordenado que nadie se moviera. Lo digo por usted, capitán-dijo a un oficial de artillería de baja estatura, sucio, delgado y que, descalzo, porque había entregado las botas al cantinero para que se las secara, se levantaba únicamente con calcetines ante los forasteros, a quienes contemplaba sonriendo y cohibido.
- ¿No le da a usted vergüenza, capitán Tuchin? - continuó el oficial de Estado Mayor -. Me parece que usted, en calidad de artillero, haría mejor dando otro ejemplo a sus inferiores, y, en cambio, se presenta aquí sin botas. Cuando se oiga el toque de alarma, será muy bonito verle en calcetines - el oficial de Estado Mayor sonrió -. Cada uno a su puesto, señores - añadió con autoritario tono.
El príncipe Andrés sonrió involuntariamente al ver al capitán Tuchin que, también sonriente y sin decir nada, se apoyaba ora sobre un pie, ora sobre el otro y miraba interrogadoramente, con sus grandes ojos bondadosos e inteligentes, tan pronto al príncipe Andrés como al oficial de Estado Mayor.
- Los soldados dicen que es más cómodo andar descalzo - dijo Tuchin sonriendo con timidez y con el deseo de disimular su turbación con una salida de tono.
Pero no había terminado aún de hablar - cuando comprendió que su broma no era bien recibida y tampoco graciosa. Estaba confuso.
-Haga el favor de retirarse-dijo el oficial de Estado Mayor procurando aparentar seriedad.
El Príncipe contempló de nuevo la desmedrada figura del artillero, que tenía algo extraño y particular, nada marcial, un poco cómico, pero muy atractivo. El oficial y el Príncipe volvieron a montar a caballo y se alejaron. Al salir del pueblo, encontrando y dejando atrás soldados de distintas armas, se dieron cuenta de que a la izquierda había unas fortificaciones cubiertas de arcilla roja y fresca, recientemente construidas. Algunos batallones, en mangas de camisa, a pesar del frío, movíanse en las trincheras como hormigas blancas. Manos invisibles lanzaban incesantemente paladas de arcilla roja por encima de las trincheras. Se acercaron, contemplaron la fortificación y se alejaron. Tras la trinchera vieron algunas docenas de soldados que, uno tras otro, salían afuera. Hubieron de taparse las narices y espolear a los caballos para salir rápidamente de aquella atmósfera pestilente.
- He aquí las delicias del campamento, Príncipe - dijo el oficial de servicio.
Fueron en dirección a la montaña. Desde allí veíase a los franceses. El príncipe Andrés se detuvo y comenzó a inspeccionar el terreno.
- La batería ha sido colocada allí - dijo el oficial de Estado Mayor señalando el pico -. Es la batería del oficial de los calcetines. Desde allí lo veremos todo. Vamos, Príncipe.
- Se lo agradezco mucho, pero no es necesario que me acompañe. Iré solo - dijo el Príncipe, que quería deshacerse del oficial -. Por favor, no se moleste.