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VI
ОглавлениеEl día l6 de noviembre de l805, al despuntar el alba, el escuadrón de Denisov, al cual pertenecía Nicolás Rostov y que formaba parte del destacamento del príncipe Bagration, dejó el campamento para marchar a la línea de fuego, como se decía. Se paró en medio de la carretera, a una versta de distancia aproximadamente de los otros escuadrones, que le precedían. Rostov vio desfilar a los cosacos, al primer y segundo escuadrón de húsares, a los batallones de infantería, junto con la artillería; vio luego pasar a caballo a los generales Bagration y Dolgorukov, ayudantes de campo. Todo el miedo que había pasado en el frente la otra vez, toda la lucha interior por dominarse, todos los sueños de distinguirse como húsar habían sido vanos. Su escuadrón quedaba en reserva y Nicolás Rostov pasó el día aburrido y adormilado.
A las nueve de la mañana oyó las descargas, los gritos de triunfo, vio heridos - no muchos - que eran retirados, y, por fin, a un centenar de cosacos que conducían a un destacamento entero de caballería francesa hecho prisionero. Evidentemente, la acción había terminado. No tuvo una gran importancia, pero resultó feliz para los rusos. Los soldados y los oficiales que volvían hablaban de una brillante victoria, de la toma de Vischau, de la captura de un escuadrón entero. Después de la ligera helada de la noche, el tiempo se había aclarado y el radiante brillo de aquel día de otoño coincidía con la nueva de la victoria, que confirmaban no solamente el relato de los que habían tomado parte en la acción, sino también la expresión alegre de las caras de todos los demás soldados, de los oficiales, de los generales, de los ayudantes de campo, que pasaban y volvían a pasar ante Rostov. Para Nicolás, la cosa era tanto más dolorosa cuanto que había sentido el miedo que precede a las batallas sin haber recogido luego ninguna de las alegrías del triunfo.
- Rostov, ven aquí. Bebamos para ahuyentar las penas - le gritó Denisov, instalándose en la cuneta del camino ante la botella y fiambres. Los oficiales hicieron coro a su alrededor y se pusieron a hablar mientras comían.
- ¡Mirad, todavía traen a otro! - exclamó uno de los oficiales señalando a un dragón francés que dos cosacos conducían a pie. Uno de los cosacos traía sujeto por la brida a un caballo francés de excelente estampa: el del prisionero.
- ¡Véndeme el caballo! - gritó Denisov al cosaco.
- Si lo deseáis; Excelencia…
Los oficiales se levantaron y rodearon a los cosacos y al prisionero francés. El dragón era un joven alsaciano que hablaba francés con acento alemán. Con el rostro encendido por la emoción, que le ahogaba, al oír hablar francés, empezó a hablar rápidamente a los oficiales, dirigiéndose tan pronto al uno como al otro. Explicaba cómo le habían cogido, afirmando que no era suya la culpa, sino del cabo que le había enviado a buscar los atalajes; él ya había anunciado que los rusos se encontraban cerca. Entre palabra y palabra, añadía: «Sobre todo, no hagáis daño al caballo.» Y lo acariciaba. Saltaba a la vista que no sabía dónde se encontraba. Se excusaba por haberse dejado coger y, creyéndose tal vez delante de sus superiores, trataba de hacer valer su exactitud de soldado y la atención que prestaba al servicio. Aquel individuo traía a la retaguardia rusa la atmósfera del ejército francés, tan extraña para los rusos.
Los cosacos vendían el caballo por dos luises, y Rostov, que había recibido dinero y era el más rico del grupo, lo compró.
- Sobre todo, que no hagan daño al caballo - dijo ingenuamente el alsaciano a Rostov al serle entregado el caballo a éste.
Rostov, sonriente, tranquilizó al dragón y le dio algún dinero.
- ¡Vamos, vamos! -dijo el cosaco, empujando con la mano al prisionero para que caminara.
- ¡El Emperador, el Emperador! - oyeron gritar de pronto los húsares.
Todos empezaron a moverse, echaron a correr, y Rostov vio avanzar por la carretera a unos cuantos jinetes con plumeros blancos. En un abrir y cerrar de ojos, ocuparon todos sus puestos y quedaron esperando.
Rostov no se dio cuenta de cómo había llegado a su puesto y montado a caballo. El disgusto que sentía por no haber intervenido en la acción, el mal humor que le producía el encontrarse siempre con las mismas personas, todos sus pensamientos egoístas, se desvanecieron instantáneamente. Su atención estaba absorbida por la felicidad que le producía la presencia del Emperador. Esta felicidad le compensaba con creces del aburrimiento de todo el día. Sentíase feliz como el enamorado que ha obtenido la entrevista deseada. Inmóvil en la fila, sin atreverse a mover la cabeza, sentía «su» proximidad gracias a una especie de instinto apasionado y no por el ruido que producían los cascos de los caballos que se acercaban; la percibía porque al mismo tiempo que se iban acercando todo se volvía más alegre, más importante, más solemne. A medida que el sol avanzaba, derramando a su alrededor un rayo de luz suave, majestuosa, sentíase aprisionado por aquel rayo y oía su voz acariciadora, tranquila, augusta y querida. Y cuando Rostov comprendió que se encontraba allí hízose un silencio de muerte y en medio de aquel silencio dejóse oír la voz del Emperador.
- ¿Los húsares de Pavlogrado? - preguntó.
- A la reserva, Sire - replicó una voz cualquiera de timbre muy humano comparada con aquella sobrehumana que había dicho: «¿Los húsares de Pavlogrado?»
El Emperador se detuvo cerca de Rostov. El rostro de Alejandro resplandecía. Era tanta la alegría que brillaba en él, tal la inocente juventud qué transparentaba, que recordaba la expresión de un muchacho de catorce años; pero además poseía el fuego del rostro de un gran emperador. Al recorrer el escuadrón con la mirada, sus ojos tropezaron por casualidad con los de Rostov, y permanecieron fijos en ellos escasamente dos segundos. El Emperador comprendió lo que sucedía en el ánimo de Rostov - éste pensó que lo había comprendido -, pero sólo durante dos segundos permanecieron sus azules ojos, de los que brotaba una luz suave, cenicienta, fijos en el rostro de Rostov.
A continuación arqueó las cejas. Haciendo un brusco movimiento, espoleó su caballo con el pie izquierdo y salió al galope. El joven Emperador deseaba asistir al combate y, no obstante las observaciones de los cortesanos, a mediodía galopó hacia las avanzadillas, dejando atrás la tercera columna, que le acompañaba. Antes de llegar adonde estaban los húsares, algunos ayudantes de campo le dieron la noticia del feliz término de la acción.
El combate, que se redujo a la captura de un escuadrón francés, fue presentado como una brillante victoria sobre el enemigo, y ésta fue la causa de que el Emperador, y con él todo el ejército, creyeran, hasta que el humo de la pólvora no se hubo disipado, que los franceses habían sido vencidos y retrocedían a marchas forzadas. Minutos después de haber pasado el Emperador, la división de húsares de Pavlogrado recibió órdenes de avanzar. Rostov volvió a ver al Emperador en Vischau, un pueblo alemán. En la plaza del pueblo, donde antes de la llegada del Emperador había habido un duro encuentro, se veían algunos soldados heridos y muertos que aún no habían sido retirados.
El Emperador, rodeado por su séquito militar y civil, montaba un alazán; ligeramente inclinado hacia delante, llevó los lentes de oro a los ojos con gesto gracioso para mirar a un soldado tendido en el suelo, que había perdido el casco y tenía la cabeza llena de sangre. El herido estaba tan sucio, su aspecto era tan grosero, que Rostov extrañóse de que pudiera estar tan cerca del Emperador. Rostov observó que los hombros del Emperador temblaban, al parecer bajo la influencia del frío, y que con el pie izquierdo espoleaba nerviosamente el flanco del caballo, que, habituado a tales espectáculos, contemplaba al herido indiferente y sin moverse. Un ayudante de campo apeóse de su caballo, cogió al herido por los sobacos y le instaló en una camilla.
El soldado gemía.
- Más despacio, más despacio. ¿No puede hacerse más despacio? - dijo el Emperador, quien parecía sufrir más que el soldado agonizante.
Acto seguido se alejó de allí.
Rostov vio que el Emperador tenía los ojos llenos de lágrimas, y, mientras se iba, oyó que decía a Czartorisky:
- ¡Qué cosa más terrible es la guerra!
Las tropas de vanguardia formaban delante de Vischau, frente a un enemigo que durante todo el día no hacía otra cosa que ceder terreno a la más pequeña escaramuza. Las felicitaciones del Emperador fueron transmitidas a la vanguardia; prometiéronse condecoraciones, y los soldados recibieron doble ración de aguardiente. Las hogueras brillaban mucho más que la noche anterior, y en torno a ellas resonaban las canciones de los soldados. Denisov celebraba aquella noche su ascenso a comandante, y Rostov, que había bebido más de la cuenta durante el banquete, propuso que se brindase a la salud del Emperador. Pero no a la del emperador imperator, tal como se hace en los banquetes oficiales, sino a la salud del Emperador hombre bueno, gentil y grande. «¡Bebamos a su salud y por la victoria segura contra los franceses!»
- Si hemos combatido - dijo -, si no hemos retrocedido ante los franceses como en Schoengraben, ¿qué no seremos capaces de hacer ahora que el Emperador marcha ante nosotros? ¡Moriremos satisfechos, moriremos por él! ¿No es cierto, señores? Tal vez no me explico bien. He bebido demasiado, pero lo siento como lo digo y a vosotros os pasará lo mismo. ¡A la salud del Emperador! ¡Hurra!
- ¡Hurra! ¡Hurra! - repitieron las voces aguardentosas de los oficiales.
Kirstein, el viejo jefe de compañía, gritó con no menos animación y fuerza que Rostov, joven de veinte años.
Cuando los oficiales hubieron bebido y roto las copas, Kirstein llenó otras y, en mangas de camisa y con una copa en la mano, acercóse a las hogueras de los soldados; en actitud majestuosa, agitando la mano en el aire - su bigote gris brillaba mientras mostraba el vello de su pecho por entre la camisa desabrochada -, detúvose junto al resplandor de las hogueras.
-Hijos míos, ¡a la salud del Emperador! ¡Por la victoria contra los franceses! ¡Hurra! - gritó con su fuerte voz de barítono el viejo húsar.
Los húsares se agruparon y respondieron con grandes gritos.
Muy avanzada la noche, una vez recogidos todos, Denisov, con su mano sarmentosa, tocó el hombro de Rostov, ¡su amigo predilecto!.
- En campaña no sabe uno de quién enamorarse, y se enamora uno del Emperador.
- Denisov, no bromees con estas cosas - exclamó Rostov -. Es un sentimiento tan elevado, tan noble…
- Lo sé, lo sé, yo también lo siento…
- No, tú no sabes lo que es.
Y Rostov se puso en pie y empezó a andar maquinalmente por entre las hogueras, mientras pensaba en el goce de morir, no por salvar la vida del Emperador - no se atrevía a tanto -, sino sencillamente por merecer una mirada suya.
En efecto, estaba enamorado del Emperador, de la gloria de las armas rusas y de la esperanza del próximo triunfo.
Pero no era él el único que experimentaba tales sentimientos en aquel día memorable que precedió a la batalla de Austerlitz. De cada diez soldados y oficiales rusos, nueve estaban enamorados en aquella época, aunque quizá con menos entusiasmo que Rostov, del Emperador y de la gloria de las armas.