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IX

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Kutuzov seguía al paso a los fusileros que acompañaban a sus ayudantes de campo.

Después de haber recorrido una media versta en la cola de la columna, se detuvo delante de una casa solitaria, probablemente una posada, que sus dueños habían abandonado, situada en el cruce de dos caminos. Las dos carreteras que convergían en aquel punto descendían de una montaña y las tropas subían tanto por la una como por la otra.

La niebla empezaba a desvanecerse. En los altozanos de enfrente, situados a dos verstas, todo lo más, de distancia, se distinguían vagamente las tropas enemigas. Abajo, a la izquierda, el ruido de los tiros se oía más claro. Kutuzov se detuvo y empezó a hablar con el general austriaco. El príncipe Andrés, algo apartado, les observaba. Necesitó un anteojo de larga vista y se lo pidió a un ayudante de campo.

- Vea, vea - dijo el ayudante de campo, que miraba no al ejército lejano, sino al que se encontraba delante de él, en la montaña -. ¡Son los franceses!

Los dos generales y los ayudantes de campo cogieron con un vivo movimiento los anteojos, que se arrancaban de las manos uno al otro. De pronto, todos aquellos rostros se demudaron; un frío mortal cruzó por ellos. Creían que los franceses se encontraban a diez verstas e inesperadamente los veían ante ellos.

- Sí,, sí, es verdad… ¿Qué significa eso? - exclamaron diversas voces.

El príncipe Andrés descubrió, a simple vista, abajo, a la derecha, una fuerte columna francesa que avanzaba contra el regimiento de Apcheron, a unos quinientos pasos de donde estaba Kutuzov.

«¡Ha llegado el momento decisivo! ¡Ahora entraré yo en juego!», pensó el príncipe Andrés.

Y, espoleando a su caballo, se acercó a Kutuzov.

-Hay que detener al regimiento de Apcheron, Excelencia - gritó.

Pero en aquel mismo instante, el espacio cubrióse de humo, las descargas oyéronse muy cerca y una voz delgada y asustada gritó a dos pasos del príncipe Andrés: «¡Ya estamos, camaradas!»

Hubiérase dicho que aquel grito era una orden. Y al oírlo, todo el mundo echó a correr.

Una multitud que crecía por momentos corría, retrocediendo hacia el lugar donde cinco minutos antes las tropas desfilaban por delante de los emperadores. No sólo era difícil contener a aquella multitud, sino que al mismo tiempo era imposible evitar el ser arrastrado por los que corrían. Bolkonski hacía esfuerzos por mantenerse firme, sin retroceder, y miraba estupefacto a su alrededor, sin comprender lo que estaban viendo sus ojos. Nesvitzki, enardecido, furioso, desconocido, gritaba a Kutuzov que si no se marchaba inmediatamente de allí acabarían por hacerle prisionero. Pero Kutuzov no se movía de su sitio; no respondió a aquel requerimiento y se sacó un pañuelo del bolsillo. Le salía sangre de una mejilla. El príncipe Andrés se abrió paso hasta llegar a su lado.

- ¿Estáis herido, Excelencia? - le preguntó, conteniendo a duras penas el temblor de su mandíbula.

- No está aquí la herida, sino allá - replicó Kutuzov apretando el pañuelo contra su mejilla y señalando a los fugitivos -. ¡Contenedlos! - gritó.

Pero, al convencerse de que era imposible hacerlo, espoleó a su caballo y se lanzó hacia la derecha.

El creciente alud de fugitivos le atrapó entre sus redes y se lo llevó hacia atrás.

Los grupos de soldados que corrían eran tan compactos que el que caía en medio no lograba levantarse.

Uno gritaba: «¡Vamos, vamos! ¿Por qué te detienes?» Y otros se volvían y disparaban al aire. Un tercero golpeaba al caballo de Kutuzov, el cual, a costa de duros esfuerzos, logró atravesar la riada y pasar a la izquierda con su escolta reducida por lo menos a la mitad, lanzándose hacia donde sonaban los cañones. Libre del aluvión de fugitivos, el príncipe Andrés, procurando no separarse de Kutuzov, descubrió a través del humo, en la pendiente de la montaña, una batería rusa que continuaba haciendo fuego y contra la cual avanzaban los franceses. Más arriba, la infantería rusa manteníase inmóvil: ni avanzaba ni retrocedía para sumarse a los fugitivos. Un general montado a caballo se destacó de la batería y se acercó a Kutuzov. La escolta del Generalísimo había quedado reducida a cuatro hombres. Todos estaban pálidos y se miraban en silencio.

- ¡Detened a esos miserables! - gritó, ahogándose, Kutuzov al jefe del regimiento señalándole a los fugitivos.

Pero en aquel mismo instante, como si fuera un castigo a sus palabras, las balas, semejantes a una bandada de pequeños pájaros, empezaron a pasar silbando por encima del regimiento y de la escolta de Kutuzov. Los franceses atacaban la batería. Al distinguir a Kutuzov, dispararon contra él. Pasada aquella descarga, el comandante se llevó una mano a la pierna y algunos soldados cayeron. El subteniente que llevaba la bandera la dejó resbalar de sus manos. La bandera se balanceó y cayó, enganchándose con los fusiles de los soldados que estaban cerca. Los soldados empezaron a tirar sin esperar ninguna orden.

- ¡Oh! ¡Oh! - sollozaba Kutuzov con desesperado acento. Se volvió -. ¡Bolkonski! - llamó con voz temblorosa, consciente de su debilidad senil -. ¡Bolkonski! - murmuró designando al batallón desorganizado y al enemigo -. ¿Qué es eso?

Pero antes de que acabara lo que deseaba decir, el príncipe Andrés, que sentía que lágrimas de vergüenza y de rabia le subían a la garganta, se bajó del caballo y corrió hacia la bandera.

- ¡Muchacho, adelante! - gritó Kutuzov con voz aguda e infantil.

«Ha llegado la hora», pensó el príncipe Andrés mientras esgrimía el asta de la bandera, oyendo con placer el silbido de las balas dirigidas a él.

Los soldados continuaban cayendo.

- ¡Hurra! - gritó el príncipe Andrés, que con trabajo llevaba la bandera. Se lanzó hacia delante, seguro de que le seguiría todo el batallón. En efecto, no había andado sino unos pasos y ya vio moverse a un soldado, después a otro y después a todo el batallón gritando: «¡Hurra!» Y corrieron tanto que le dejaron atrás.

Un suboficial cogió la bandera, que se balanceaba por ser demasiado pesada para las manos del Príncipe, pero pronto cayó mortalmente herido. El príncipe Andrés volvió a apoderarse de ella y, arrastrando su mástil por el suelo, corrió hacia el batallón. Ante sí veía a los artilleros: unos se batían, otros dejaban las piezas y se iban con el batallón. Y los soldados de infantería franceses se apoderaban de los caballos de los artilleros y daban la vuelta a los cañones. El príncipe Andrés, con el batallón estaba ya a veinte pasos de las piezas. Sentía muy cerca los silbidos de las balas y continuamente, a su derecha y a su izquierda, los soldados caían lanzando gemidos. Pero él no les prestaba atención. Miraba tan sólo hacia delante. Distinguía claramente la cara de un artillero rojo con el quepis de medio lado, que tiraba del escobillón que un francés le quería quitar. El príncipe Andrés veía perfectamente la expresión rabiosa de aquellos dos hombres que visiblemente no sabían lo que les pasaba. «¿Qué hacen?», pensó el príncipe Andrés mirándolos. «¿Por qué no huye el artillero rojo, ya que no tiene ningún arma? ¿Por qué no le mata el francés? En cuanto el otro quiera huir, el francés se acordará que tiene un fusil y le matará.» Efectivamente, otro francés se acercó al grupo, preparó su arma y el artillero rojo, que no sabía lo que le esperaba y acababa de arrancar triunfalmente a su contendiente el escobillón, cayó herido. Pero el príncipe Andrés no vio cómo terminó la cosa. Le pareció que algunos soldados, los que tenía más cerca, le golpeaban en la cabeza con todas sus fuerzas. Sentía un dolor agudo, pero lo que más le contrariaba era que tal dolor le distraía y le privaba de ver lo que deseaba.

«Pero… ¿qué es esto? ¿Me caigo? ¿Se me doblan las piernas?», pensó. Y cayó de espaldas.

Abrió luego los ojos para enterarse de cómo había acabado la lucha de los franceses contra el artillero. Quería saber si el artillero rojo había sido muerto o no, si los cañones habían sido salvados o habían caído en manos de los enemigos. Pero no veía nada. Sobre él no se extendía otra cosa que el cielo, el alto cielo, lleno de nubes grises, que pasaban dulcemente. «¡Qué dulzura, qué calma, qué solemnidad! ¡Qué distinto es esto de lo de hace un momento, cuando corría yo, cuando corríamos gritando - pensaba el príncipe Andrés -, cuando nos batíamos, cuando, con los rostros furiosos, descompuestos, el francés y el artillero se disputaban el escobillón! Entonces no desfilaban de esta forma las nubes por el cielo infinito. ¿Cómo no me he dado cuenta hasta ahora de este cielo? ¡Qué contento estoy ahora! Sí, todo es tontería, engaño, fuera de este cielo infinito. No existe nada sino este cielo. Pero ni este mismo cielo existe. No hay sino la calma y el reposo. ¡Alabado sea Dios!»

Colección integral de León Tolstoi

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