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III

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En diciembre de l805, el viejo príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski recibió una carta del príncipe Basilio anunciándole su llegada y la de su hijo.

«Salgo de inspección y será para mí un placer desviarme de mi camino para visitar a mi querido bienhechor - escribía -. Me acompañará mi hijo Anatolio. Va a incorporarse al ejército y espero que le permitirá usted expresar personalmente el profundo respeto que, al igual que su padre, le profesa.»

- ¡Vaya! Veo que no hay necesidad de sacar a María al escaparate. Los pretendientes vienen a ella - dijo imprudentemente la princesa menor cuando tuvo noticia de la carta.

El príncipe Nicolás Andreievitch frunció el entrecejo y no dijo una sola palabra.

El día de la llegada del príncipe Basilio, el príncipe Nicolás se mostró menos tratable y de peor humor que nunca. ¿Estaba de mal humor a consecuencia de la llegada, o bien le disgustaba ésta a causa de su mal humor?

Antes de comer, la princesa María y mademoiselle Bourienne, sabiendo que el Príncipe estaba malhumorado, le esperaban de pie. Mademoiselle Bourienne tenía una cara resplandeciente que decía: «No sé nada. Soy la misma de siempre.» La Princesa estaba pálida, atemorizada, con los ojos bajos.

Para la princesa María, lo más penoso era saber que en casos como aquél convenía obrar como mademoiselle Bourienne, pero no podía. «Si pretendo no darme cuenta, creerá que no me intereso por sus disgustos - pensaba -. Si me entristezco, dirá, como ha sucedido ya en otras ocasiones, que parece que voy a un entierro.»

El Príncipe miró a la asustada cara de su hija y resopló.

- O es tímida o es tonta - dijo. «También a la otra se lo habrá contado», pensó, refiriéndose a su nuera, que no estaba en el comedor-. ¿Dónde está la Princesa?-preguntó -. ¿Se esconde?

- No se encuentra muy bien - replicó mademoiselle Bourienne con una alegre sonrisa -. Dice que no saldrá. Claro, en su situación, se comprende…

- ¡Hum! ¡Bah, bah! - dijo el Príncipe sentándose a la mesa. Vio que el plato no estaba demasiado limpio, señaló en él una mancha y lo tiró. Tikhon lo cogió al vuelo y lo devolvió a la cocina.

La Princesa no estaba indispuesta, pero tenía tanto miedo al Príncipe que, al saber que no estaba de buen humor, decidió no moverse de la habitación.

- Tengo miedo por el niño - dijo a mademoiselle Bourienne -, y Dios sabe qué consecuencias podría tener una impresión de terror.

Normalmente, la pequeña Princesa vivía en Lisia-Gori con un perpetuo sentimiento de miedo y de antipatía hacia el viejo Príncipe, sentimiento del cual ni ella misma se daba cuenta, porque el terror que la dominaba era tan imperioso que ni le dejaba ánimos para sentirlo. También por parte del Príncipe se daba la antipatía, pero sofocada por el desdén.

La persona a quien más amaba la pequeña Princesa en Lisia-Gori era mademoiselle Bourienne. Estaba constantemente con ella, la hacía dormir en su habitación y frecuentemente le hablaba de su suegro, criticándolo.

- Vienen huéspedes, Príncipe - dijo mademoiselle Bourienne desdoblando con sus pequeñas manos rosadas la servilleta blanca -. Según he oído decir, Su Excelencia el príncipe Kuraguin y su hijo, ¿no es verdad? -preguntó con animación.

- ¡Hum! Esta Excelencia es un… Soy yo quien le ha dado la carrera - dijo, ofendido -. ¿Y por qué el hijo? No lo comprendo. La princesa Isabel Karlovna y la princesa María quizá lo sepan. No sé por qué trae a su hijo. Por mí, podría evitárselo - y miró a su hija, que estaba completamente sofocada -. ¿No te encuentras bien? - preguntó –-. ¿Te da miedo el ministro, como ha dicho el imbécil de Alpotitch?

- No, papá.

Aun cuando mademoiselle Bourienne no había tenido apenas habilidad para elegir la conversación, no se detuvo y siguió hablando de los invernaderos, de la belleza de las plantas nuevas, y el Príncipe, después de la sopa, se calmó bastante. Después de comer subió a ver a su nuera. La pequeña Princesa estaba sentada ante la mesita y hablaba con Macha, su doncella. Al ver a su suegro palideció. Había cambiado mucho. Casi se había afeado. Sus mejillas estaban fláccidas y el labio superior se le había levantado aún más. Estaba muy ojerosa.

- ¿No necesitas nada? - le preguntó el Príncipe.

- No, gracias, papá.

- Bien, está bien.

El príncipe Basilio llegó al anochecer. Los cocheros y la servidumbre de la casa fueron a recibirle a la avenida y condujeron los carros y el trineo al pabellón, recorriendo el camino cubierto expresamente de nieve. Las habitaciones para el príncipe Basilio y Anatolio estaban ya preparadas.

Anatolio; a medio vestir, estaba sentado ante la mesa, en uno de cuyos ángulos tenía fija la mirada de sus bellos y grandes ojos, con una sonrisa distraída. Consideraba su vida como un placer ininterrumpido que alguien, sin saber por qué, se preocupaba de proporcionarle. En aquella ocasión había considerado su viaje a la casa del viejo cascarrabias y de su rica y fea hija como una consecuencia de ello.

Según su forma de proceder, todo esto podía ser muy divertido. «¿Por qué no he de casarme con ella si es rica? -pensaba-. El dinero no estorba nunca.» Se afeitó, se perfumó con sumo cuidado, con el refinamiento de costumbre, y entró en la habitación de su padre con aquella especial expresión suya de buen chico conquistador y con su hermosa cabeza erguida. El príncipe Basilio se dejaba vestir por dos criados, mirando con animación en torno suyo, y cuando su hijo entró, le saludó alegremente, como queriendo decir: «Precisamente. Me conviene que te presentes así.»

-Papá, dejémonos de bromas. ¿Es de veras tan fea? -preguntó Anatolio, como si continuase una conversación comenzada distintas veces durante el camino.

- Calla. No digas tonterías. Procura ser respetuoso y juicioso ante el Príncipe.

- Si me recibe mal, me marcharé - dijo Anatolio -. Detesto a estos esperpentos.

- Recuerda lo que te juegas en esto.

Mientras tanto, en la habitación de las jóvenes no solamente se sabía la llegada del ministro y de su hijo, sino que detalladamente se conocía su exterior. La Princesa, sola en sus habitaciones, se esforzaba inútilmente en dominar la emoción que se había apoderado de ella.

La Princesa menor y mademoiselle Bourienne habían ya recibido de Macha, la camarera, todas las informaciones necesarias: que el hijo del ministro era un guapo mozo; que el padre, con grandes fatigas, arrastraba los pies por la escalera, y que él, listo como una ardilla, subía los escalones de tres en tres. Con todas estas noticias, la Princesa y mademoiselle Bourienne, a quien María oía cuchichear en el pasillo, entraron en la habitación de la Princesa.

- ¿Ya sabes que han llegado, María? -dijo la Princesa balanceándose y dejándose caer pesadamente sobre una silla. No vestía ya la blusa que se había puesto por la mañana, sino uno de sus más elegantes trajes. Se había peinado cuidadosamente y en la cara le resplandecía la animación, que, a pesar de todo, no podía disimular sus rasgos fatigados y laxos. Vestida con aquel traje, que ordinariamente llevaba en sociedad en San Petersburgo, era todavía más visible su afeamiento.

El vestido de mademoiselle Bourienne había sido igualmente sometido a una discreta reforma, que realzaba el atractivo de su lindo y fresco rostro.

-Te cambiarás de traje, ¿no?-preguntó Lisa.

La princesa María no contestó. Poco después volvió a quedar sola. No accedió al deseo de su cuñada, y no sólo no cambió de peinado, sino que ni siquiera se miró al espejo. Con los ojos y los brazos bajos, se sentó abatida y pareció abstraerse. Se le iba a presentar a un esposo, a un hombre, a una criatura fuerte, poderosa, incomprensible, atractiva, que la transportaba de pronto a su mundo, completamente distinto y feliz. Luego, pegado a su pecho, veía a «su» hijo, tal como el día anterior había visto a uno en casa de la hija de su nodriza. Luego, el marido a su lado, mirando tiernamente a la madre y al hijo.

«No, es imposible. Soy demasiado fea», pensó.

- El té está servido. El Príncipe no tardará en venir - dijo tras la puerta la voz de la doncella.

María se despertó, asustada, de sus pensamientos. Antes de bajar se dirigió a su oratorio y posó su mirada en una imagen del Salvador iluminada por una lámpara. Quedóse así un momento, con las manos juntas. A la Princesa, algo se le clavaba en el alma. La alegría del amor, del amor terrenal hacia un hombre, le estaba reservada. En sus fantasías sobre el matrimonio, la princesa María veía la felicidad de la familia, los hijos; pero su sueño más fuerte, el más oculto, era el amor terreno. Procuraba esconder ese sentimiento a los demás y a ella misma, tan vivo lo sentía en su interior.

« ¡Dios mío! - se decía -. ¿Cómo he de hacer para arrancarme del corazón estos satánicos pensamientos? ¿Qué he de hacer para dejar para siempre estos malos deseos y cumplir fácilmente Tu voluntad?» Inmediatamente dirigía esta súplica a Dios. Dios le respondía desde lo más hondo de su corazón: «No quieras nada para ti. No busques nada. No te enardezcas. No desees nada. Haz por ignorar el porvenir de los hombres y tu destino. Vive dispuesta a todo. Si Dios quiere ponerte a prueba con los deberes del matrimonio, estate pronta a hacer Su Santa Voluntad.»

Con este pensamiento tranquilizador, pero también con la esperanza de su sueño terrenal prohibido, la princesa María se santiguó, suspirando, y bajó sin acordarse del peinado ni del vestido ni preocuparse de la forma en que había de presentarse ni de lo que había de decir. ¿Qué importancia podía tener todo esto con la predicción de Dios, sin cuya voluntad no cae ni un solo cabello de la cabeza del hombre?

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