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VII

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Rostov pasó la noche con su pelotón en las avanzadas del destacamento de Bagration. Los húsares estaban situados en última línea, de dos en dos, y Rostov recorría aquella línea, tratando de dominar el sueño invencible que le cerraba los ojos. A su espalda extendíase un inmenso espacio iluminado por las hogueras del ejército ruso, las cuales resplandecían a través de la niebla. Delante, todo eran sombras y niebla.

Por más que hacía esfuerzos para atravesar con la vista aquel muro de sombras, no lo conseguía. Allí donde suponía que debía encontrarse el enemigo, tan pronto creía descubrir un resplandor gris como alguna cosa oscura, o el débil resplandor de las hogueras. A veces creía que todo era una aberración de su vista. Los ojos se le cerraban a pesar suyo y en la imaginación se le presentaba el Emperador, o bien Denisov, y a. ratos los recuerdos de Moscú. Se esforzaba entonces en abrir los ojos, y entonces veía muy cerca, ante él, la cabeza y las orejas del caballo que montaba y, más allá, las siluetas negras de los húsares, que pasaban a seis pasos de él. Y a lo lejos, siempre la misma oscuridad, la misma niebla. «¿Por qué no? - pensaba Rostov -. Es muy posible que el Emperador se me ponga delante y me dé una orden como a cualquier oficial, diciéndome: “Ve a hacer un reconocimiento allá abajo.” ¿No dicen que todo pasa por casualidad? Pues nada, él puede ver a un oficial y ocurrírsele tomarle a su servicio. ¿Y si me llevase consigo? ¡Oh, cómo le serviría, cómo le diría toda la verdad, cómo le denunciaría a los traidores!» Y Rostov, para representarse vivamente su amor y su devoción por el Emperador, se imaginaba al enemigo, un alemán traidor, enemigo al que mataría no solamente con alegría, sino que, además, querría abofetearlo delante del Emperador. Un grito lejano le despertó de pronto. «¿Dónde estoy? ¡Ah, sí! En el frente. Y eso es el santo y seña: Olmutz. ¡Qué lástima que mañana esté en mi escuadrón de reserva! Pediré que me envíen al frente. Sólo así podré estar al lado del Emperador. El relevo no tardará ya mucho. Todavía tengo tiempo de dar una vuelta y luego iré a ver al general, a pedírselo.» Se acomodó en la silla y picó espuelas al caballo, con objeto de ver una vez más a sus húsares. Le pareció que la noche se había aclarado. Hacia la izquierda se distinguía una suave pendiente iluminada y ante ella una pequeña montaña negra que parecía vertical como una pared. Sobre esa montaña negra había un espacio blanco totalmente inexplicable para Rostov: ¿era un claro del bosque iluminado por la luna donde la nieve no se había fundido todavía o bien eran casas blancas? Hasta le pareció que en aquella mancha blanca había algo que se movía. «Seguramente es nieve esa mancha… Una mancha… Pero no, no es una mancha - pensó Rostov -. Natacha, mi hermana, la de los ojos negros… ¡Natacha! Se quedará muy admirada cuando le diga que he visto al Emperador. Natacha, Natacha…»

- Apártese a un lado, señor. Aquí hay aliagas - dijo la voz de un húsar que caminaba tras Rostov.

Éste alzó la cabeza, caída sobre las crines del caballo, y se paró al lado del húsar. El sueño juvenil, infantil, se apoderaba de él involuntariamente. «Sí, ¿en qué pensaba? No quiero que se me olvide. ¿Cómo le hablaré al Emperador? No, no es esto. Esto será mañana. Sí, sí, Natacha. ¿Quién? ¡Los húsares! ¡Los húsares! ¡Los bigotes! Este húsar del bigote ha pasado por la calle Tverskaia. Cuando yo estaba delante de casa Guriev, todavía pensaba en él… ¡El viejo Guriev! ¡Ah, Denisov es un buen chico, un buen chico! Sí, todo son niñerías. Lo principal es que el Emperador esté aquí. Cuando me miró me quería decir alguna cosa, pero no se ha atrevido. Sí, es una broma. Pero lo que hace falta, sobre todo, es no olvidarme de lo que he pensado. Sí, Natacha, sí, sí. Está biena. Y de nuevo se le caía la cabeza sobre el cuello del caballo. De pronto le pareció que disparaban.

- ¿Qué? ¿Qué? ¿Quién tira? - dijo, despertándose.

En el momento de abrir los ojos, sintió ante él, donde estaba el enemigo, los gritos prolongados de miles de voces. Tanto su caballo como el del húsar que iba cerca de él levantaron la cabeza. En el sitio donde se oían los gritos se encendían y se apagaban luces una detrás de otra y, encima de un altozano, donde estaban las líneas francesas, se encendían también luces y los gritos aumentaban cada vez más. Rostov oía ya el acento de las palabras francesas, pero no podía entender ninguna. Gritaban demasiadas voces a la vez. No distinguía otra cosa que: «¡Raaa! ¡Rrrr!» - ¿Qué es eso? ¿Qué te parece que es? - preguntó al húsar que estaba a su lado -. ¿Son los franceses?

El húsar no respondía.

- ¿No me has oído? - preguntó de nuevo Rostov, cansado de esperar la respuesta.

- ¡Quién sabe, señor! - respondió de mala gana el húsar.

- Por la posición, tienen que ser los franceses - repitió Rostov.

- Puede que sí, puede que no - dijo el húsar -. ¡Pasan tantas cosas en la noche! ¡Sooo!-gritó al caballo, que se impacientaba.

El caballo de Rostov también se impacientaba, golpeando con la pata la tierra helada, escuchando los ruidos y mirando las luces. Los gritos aumentaban, confundiéndose con un clamor general, que solamente un ejército de muchos miles de hombres podían producir. Las lucecitas se extendían, probablemente por toda la línea del campo francés. Rostov no tenía ya sueño. Los gritos alegres, triunfantes, del ejército enemigo le excitaban. «¡Viva el Emperador! ¡El Emperador!», oyó en aquel momento Rostov.

-Eso no debe de ser muy lejos. Detrás del arroyo -dijo al húsar.

El húsar, sin responder, se contentó con lanzar un suspiro y tosió malhumorado. En la línea de los húsares se oían las pisadas de los caballos que marchaban al trote y, de pronto, de la niebla de la noche emergía la figura de un suboficial de húsares que parecía un enorme elefante.

- ¡Señoría, los generales! - dijo el suboficial acercándose a Rostov.

Rostov, sin perder de vista las luces y escuchando los gritos, marchó con el suboficial a recibir a algunos caballeros que avanzaban por la línea. Uno de ellos montaba un caballo blanco. El príncipe Bagration y el príncipe Dolgorukov, acompañados por los ayudantes de campo, venían a observar el extraño fenómeno de las hogueras y de los gritos en el campo enemigo. Rostov se acercó a Bagration, le informó y luego, reuniéndose con los ayudantes de campo, escuchó lo que decían los generales.

- Créame usted. Esto no es más que una estratagema - decía Dolgorukov a Bagration -. Se retiran y han mandado a la retaguardia que enciendan hogueras y que hagan mucho ruido para engañarnos.

- Me parece que no - contestó Bagration -. Esta noche les he visto encima del altozano. Si retroceden, querrá decir que se han ido de allí. Señor oficial, ¿todavía están en su puesto los espías? - preguntó a Rostov.

- Esta tarde estaban todavía, pero ahora no lo sé, Excelencia. Si lo ordena usted, iré con los húsares.

Bagration, sin responder, procuró distinguir la cara de Rostov entre la niebla.

- Bien, vaya usted - contestó tras un corto silencio.

- Obedezco.

Rostov espoleó al caballo, llamó al suboficial y a dos húsares y, mandándoles que le siguieran, subió al altozano al trote, en dirección a los gritos.

Rostov, con un estremecimiento de alegría, iba solo, seguido de los tres húsares, hacia aquella lejanía hundida en la niebla, misteriosa y llena de peligro, adonde nadie había ido antes que él. Desde lo alto del montículo donde se hallaba, Bagration le gritó que no pasara del arroyo, pero Rostov fingió que no le oía y, sin detenerse, iba hacia delante, engañándose a cada paso. Tomaba a los árboles por hombres. Marchaba al trote, y muy pronto dejó de ver tanto las luces de su campamento como las del enemigo, pero oía más fuertes y más claros los gritos de los franceses. Al fondo distinguió ante él algo como un río, pero cuando llegó hasta allí dióse cuenta de que era la carretera. Paró, indeciso, el caballo; tenía que seguirla o bien meterse por los campos a través de la oscuridad, hacia el monte de enfrente. Seguir la carretera, que se veía perfectamente entre la niebla, era bastante peligroso, pues se podía distinguir con facilidad a los que pasaran por ella. «¡Seguidme!», gritó. Y, atravesando la carretera, emprendió al galope la subida al montecillo donde por la tarde había visto a un piquete francés.

- ¡Señor, ya estamos! - pronunció tras él uno de los húsares.

Rostov apenas si había tenido tiempo de darse cuenta de que algo parecía negrear entre la niebla cuando se vio un fogonazo, sonó un tiro y una bala pasó por encima de ellos, silbando como un gemido. Se vio el fogonazo de otro disparo, pero no se oyó ruido alguno. Rostov dio la vuelta en redondo y siguió galopando. En diversos intervalos sonaron cuatro tiros y cuatro balas silbaron cerca de ellos en la niebla, produciendo cuatro notas distintas. Rostov contenía al caballo, excitado como él por los tiros, y subía al paso. «¡Vaya, arriba, arriba!», decía en su interior una alegre voz.

No oyó ningún tiro más. Cuando se iba acercando a Bagration, puso de nuevo su caballo al galope y luego se acercó al General llevándose la mano a la visera.

Dolgorukov insistía en su parecer de que los franceses retrocedían y que sólo habían encendido las hogueras para despistarlos.

- … ¿Y qué prueba eso? - decía mientras Rostov se les acercaba -. Pueden haber retrocedido, dejando este piquete ahí.

- Evidentemente, Príncipe, todavía no se han ido todos. Mañana por la mañana lo sabremos de cierto - afirmó Bagration.

- Excelencia, el piquete está todavía en lo alto del montecillo, en el mismo sitio que esta tarde - replicó Rostov inclinado y con la mano en la visera. Con trabajo podía contener la alegre sonrisa que había provocado en él aquella correría y principalmente el silbido de las balas.

- Está bien, está bien. Gracias, señor oficial - dijo Bagration.

- Excelencia, permítame que le haga una petición.

- Diga.

- Mañana, nuestro escuadrón está destinado a la reserva; le pido que me sea permitido agregarme al primer escuadrón.

- ¿Cómo se llama usted?

- Conde Rostov.

- Bien, quédese conmigo de ordenanza.

- ¿Hijo de Ilia Andreievitch? - preguntó Dolgorukov.

Pero Rostov no le respondió.

- Así, ¿puedo esperar, Excelencia?

- Ya daré la orden.

«Es muy posible que mañana me manden al Emperador con una orden - pensó -. ¡Alabado sea Dios!»

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