Читать книгу Colección integral de León Tolstoi - León Tolstoi - Страница 43
X
ОглавлениеEl príncipe Andrés yacía en las montañas de Pratzen, en el mismo sitio en que había caído con la bandera en la mano. Se desangraba, medio desmayado, y gemía plañideramente, dejando escapar un débil e infantil gemido.
Al atardecer dejó de gemir y calló por completo. No tenía la menor idea del tiempo que había durado su desmayo. Sentíase vivir de nuevo mientras un violento dolor le martilleaba en la cabeza.
«¿Dónde está aquel cielo tan alto, cuya existencia ignoraba y que he visto hoy por primera vez?» Tal fue su primer pensamiento. «¿Y este dolor que tampoco conocía? Sí, hasta ahora lo he ignorado todo, no sabía nada, nada. ¿Pero dónde me encuentro?» Aplicó el oído y oyó las pisadas de los caballos que se acercaban y el sonido de unas voces que hablaban en francés. Abrió los ojos. Sobre su cabeza resplandecía aún aquel cielo tan alto por el que flotaban algunas nubes y a través de las cuales percibíase el azul infinito. No hacía ningún movimiento con la cabeza, por lo que no pudo ver a los que se acercaban, según indicaba el ruido de los cascos de los caballos y de las voces, deteniéndose cerca de él.
Los jinetes que se acercaban eran Napoleón y dos de sus ayudantes de campo. Bonaparte recorría el campo de batalla y daba las últimas órdenes para fortificar las baterías, lanzando de vez en cuando una mirada a los muertos y a los heridos que habían quedado en el campo.
- ¡Bravos soldados! -dijo Napoleón mirando a un granadero ruso muerto caído boca abajo con el rostro hundido en la tierra y una mano, ya fría, vuelta hacia arriba.
- Las municiones de las piezas se han terminado - dijo en aquel momento el ayudante de campo que acababa de llegar de las baterías que disparaban contra Auhest.
- Ordene que avancen las reservas - replicó Napoleón, y alejándose algunos pasos se detuvo cerca del príncipe Andrés, tendido en el suelo boca arriba; con el mástil de la bandera en la mano. La bandera habíansela llevado los franceses como trofeo.
- ¡Bella muerte! - exclamó Napoleón mirando a Bolkonski.
El príncipe Andrés comprendió que las palabras dichas por Napoleón se referían a él. Oyó que daban el tratamiento de Sire a la persona que las había pronunciado. Pero oíalos como se oye el zumbar de una mosca. No sólo no les prestó atención, sino que ni siquiera los tuvo en cuenta y los olvidó enseguida. La cabeza le ardía, notaba cómo le corría la sangre, mientras encima de él veíase el cielo lejano, infinito. Sabía que el que se encontraba cerca de él era su héroe, Napoleón, pero en aquel instante Napoleón parecióle un hombre pequeño, insignificante, en comparación con lo que le sucedía a su alma bajo aquel cielo infinito por el que corrían las nubes… No le preocupaba lo más mínimo que alguien se detuviera cerca de él y dijese lo que le viniera en gana; sin embargo, producíale cierta satisfacción; anhelaba que aquellos hombres le prestaran ayuda y le devolviesen a la vida, que ahora parecíale tan bella, comprendiéndola de otra forma ignorada hasta entonces. Reunió todas sus fuerzas con el fin de ver si conseguía moverse un poco y podía emitir algún sonido. Pudo mover débilmente una pierna y de su garganta brotó un sonido enfermizo, débil, que hizo que sintiera compasión de sí mismo.
- ¡Ah, aún tiene vida! - exclamó Napoleón -. Levantadle y conducidle a la ambulancia.
A continuación, Napoleón dirigióse a recibir al mariscal Lannes, que, sombrero en mano, se acercó a él y le felicitó por la victoria.
El principe Andrés no recordaba lo que había sucedido después. Llegó al extremo de perder toda noción de los dolores que le produjo la instalación en la litera, los baches del camino, el examen de las heridas en la ambulancia. No volvió en sí hasta que le llevaron al hospital, con otros oficiales rusos heridos y prisioneros. Durante el camino se sintió algo mejor y pudo mirar e incluso hablar.
Las primeras palabras que oyó al volver en sí fueron las de un oficial francés que decía precipitadamente:
- Hemos de detenernos aquí. El Emperador no tardará en pasar y seguramente habrá de gustarle ver a los señores prisioneros.
-Hay tantos hoy que puede decirse que casi todo el ejército ruso lo es; por esto mismo creo que le fastidiará un poco el verlos - dijo otro oficial francés.
- ¡Lo que usted quiera! Dicen que éste que va aquí es el jefe de la guardia del Emperador - dijo el primer oficial señalando a un oficial herido que llevaba el uniforme blanco de la caballería de la guardia.
Bolkonski reconoció al príncipe Repnin, con el que se había encontrado más de una vez en los salones de San Petersburgo.
A su lado se veía a un muchacho de diecinueve años, de la caballería de la guardia, también herido.
Bonaparte, que llegaba al galope, detuvo el caballo.
- ¿Cuál es el oficial de más graduación? - preguntó al ver a los prisioneros.
Le indicaron al coronel príncipe Repnin.
- ¿Guardaba la guardia del Emperador de Rusia? - le preguntó el Emperador.
-Soy coronel y jefe de escuadrón del regimiento de caballería de la guardia - respondió Repnin.
- Su regimiento ha cumplido con su deber de un modo heroico - añadió Napoleón.
— El que le parezca así a un gran hombre es una magnífica recompensa - replicó Repnin.
-Pues os la concedo de buen grado - dijo Napoleón-. ¿Quién es ese joven que está a su lado?
- Es el hijo del general Sukhtelen. Es teniente de mi escuadrón.
Napoleón dirigió al muchacho una mirada y dijo sonriendo:
- Joven ha empezado a vérselas con nosotros.
- No es necesario ser viejo para ser valiente - respondió Sukhtelen con acento enfático.
- Bien contestado - replicó Napoleón -. ¡Joven, irá usted lejos!
El príncipe Andrés, colocado también en primer término, para completar el grupo de prisioneros, no podía pasar inadvertido a la atención del Emperador. Napoleón debió recordar haberle visto en el campo de batalla, pues le dirigió la palabra.
-Y usted, joven, ¿está mejor?
El príncipe Andrés había podido, cinco minutos antes, dirigir la palabra al soldado que le transportaba, pero en aquel momento, con los ojos fijos en Napoleón, guardó silencio.
¡Parecíanle tan pequeños todos los intereses que ocupaban la atención de Napoleón! Su héroe parecíale tan mezquino con aquella su minúscula ambición y la expresión de alegría que reflejaba su rostro, producida por la victoria, en comparación con el alto cielo justo y bueno que veía… Comprendió que no tenía ánimo para responderle.
¡Parecía todo tan inútil y tan mezquino al lado de aquellos serenos y majestuosos pensamientos que hacían brotar en él la debilidad de sus fuerzas, producida por la pérdida de sangre, los sufrimientos y la espera de una muerte próxima! Con los ojos fijos en los de Napoleón, el príncipe Andrés pensaba en el vacío de la grandeza, en el vacío mucho mayor de la muerte, del cual ningún ser viviente puede percibir ni explicarse el sentido.
El Emperador, sin aguardar la respuesta, volvióse, y mientras se alejaba dirigióse a uno de los jefes:
- Que atiendan a estos señores. Que los lleven a mi vivac y que digan a Larrey que mire sus heridas. Hasta la vista, príncipe Repnin.
Y se alejó al galope.
Su rostro resplandecía de alegría y de satisfacción; estaba satisfecho de sí mismo. Los soldados que conducían al príncipe Andrés habíanle quitado la pequeña imagen que la princesa María le colgó al cuello; al ver la benevolencia con que el Emperador había tratado al prisionero, apresuráronse a devolvérsela.
El príncipe Andrés no vio quién se la devolvía ni en la forma en que lo efectuaban, pero encima del pecho, bajo el uniforme, notó de pronto el contacto de la medalla colgada de la fina cadena de oro.
«La cosa estaría muy bien si fuera tan clara y sencilla como cree la princesa María-pensó mientras miraba aquella medalla que su hermana habíale colocado en el pecho poseída de tanta piedad como veneración -. La cosa estaría bien si supiéramos dónde ir a buscar la ayuda que se necesita para esta vida y qué nos espera después, más allá de la tumba. ¡Qué tranquilo viviría, qué feliz sería si pudiera decir ahora: Señor, perdonadme! Pero… ¿a quién decírselo? A una fuerza indefinida, incomprensible, a la cual no puedo dirigirme ni hacerme entender con palabras: el gran todo o la nada. ¿Dónde se encuentra ese Dios que hay aquí, en este amuleto que me ha dado la princesa María? Nada hay cierto fuera del vacío que alcanzo a comprender y de la majestad de algo incomprensible mucho más importante aún.»
La litera seguía avanzando. A cada brusco movimiento, el Príncipe experimentaba un dolor insoportable. La fiebre aumentaba; Bolkonski empezaba a delirar. Pesadillas en las que intervenía su padre, su mujer, su hermana, el hijo que esperaba; pesadillas en las que tan pronto surgía la ternura que sintiera durante la noche, la víspera de la batalla, como la figura del desmedrado, del ínfimo Napoleón y, dominando todo aquello, el alto cielo, constituían el tema principal de sus visiones.
Representábase la vida tranquila y la felicidad de Lisia-Gori; encontrábase gozando de aquella felicidad cuando de pronto aparecía el pequeño Napoleón, con su mirada indiferente, limitado, satisfecho al comprobar la desventura de otro; y las dudas y los sufrimientos volvían a aparecer y sólo el cielo prometíale tranquilidad. De madrugada, los sueños confundiéronse en un caos de tinieblas y de olvido que, según la opinión de Larrey, el médico de Napoleón, no tardaría en resolverse en la muerte o en la curación.
- Es un individuo muy nervioso y de una gran cantidad de bilis. No saldrá de ésta - declaró Larrey.
El príncipe Andrés, al igual que los demás heridos desahuciados por el médico, fue abandonado a manos de los habitantes del país.