Читать книгу Colección integral de León Tolstoi - León Tolstoi - Страница 44
CUARTA PARTE I
ОглавлениеDe vuelta de la campaña, Nicolás Rostov fue recibido en Moscú por su familia como el mejor de los hijos, como un héroe, como el querido Nikolenka. Para todas sus amistades era un joven respetuoso, amable y gentil, un guapo teniente de húsares, muy buen bailarín y uno de los mejores partidos de Moscú.
Los Rostov se trataban con todo Moscú. El Conde estaba bien de dinero aquel año, pues había hipotecado por segunda vez todas sus tierras. Nicolás, que pudo comprarse un buen caballo y encargarse unos pantalones a la última moda, como aún no se habían visto en Moscú, y unas botas elegantísimas y puntiagudas, con pequeñas espuelas de plata, pasaba el tiempo muy divertido. El joven, al vivir de nuevo en su casa, experimentaba la agradable sensación de acostumbrarse, después de la ausencia, a las antiguas condiciones de vida. Parecíale que se había vuelto muy marcial y que había crecido. Su disgusto a causa de la mala nota que le dieron en religión, él préstamo que tomó en casa del cochero Gavrilo, los besos furtivos que dio a Sonia, parecíanle chiquilladas de las que ahora se encontraba muy lejos. Era teniente de húsares, adornaban su pecho varias tiras de plata y la cruz de San Jorge y estrenaba un caballo, montado en el cual se reunía con los aficionados más respetables y distinguidos. Iba a pasar todas las tardes a casa de una señora del bulevar, dirigió la mazurca en el baile de los Arkharov, hablaba de guerra con el mariscal Kaminsky, frecuentaba el club inglés y se tuteaba con un coronel de cuarenta años que le había presentado Denisov.
En Moscú se murió un poco su entusiasmo por el Emperador, ya que no le veía ni tenía esperanza de poderle ver más adelante. Hablaba mucho de él, sin embargo, y sacaba a relucir el amor que le profesaba, dando a entender que no decía todo lo que podía decir y que en su afecto por el soberano había algo que no todo el mundo estaba en condiciones de entender. Todo Moscú profesaba este mismo sentimiento de adoración por el soberano, a quien llamaban «el ángel terrenal».
Durante su corta estancia en Moscú, antes de marchar de nuevo al ejército, Nicolás no se acercó a Sonia; al contrario, se apartó de ella todo lo que pudo. Sonia estaba encantadora y era notorio que le amaba apasionadamente, pero él se encontraba entonces en ese período de juventud en el que parece que hay tantas cosas que hacer en el mundo que no queda tiempo para ocuparse de «ella». Nicolás temía encadenarse para siempre. La libertad le parecía necesaria por un puñado de razones. Cuando pensaba en Sonia se decía: «¡Bueno! Ya quedarán otras como ella.»
El día 3 de marzo se celebró en el club Inglés un banquete en honor del príncipe Bagration al que asistieron trescientas personalidades del ejército y la aristocracia.
Pedro sentábase enfrente de Dolokhov y de Nicolás Rostov. Comía y bebía ávidamente y en gran cantidad, como siempre. Pero los que le conocían observaron aquel día un gran cambio en él. No pronunció una palabra durante toda la comida y estuvo guiñando los ojos y frunciendo las cejas mientras lanzaba miradas a su alrededor. Otras veces se metía los dedos en las narices, completamente abstraído. Mostraba un rostro triste y sombrío y parecía que no se daba cuenta de lo que pasaba a su alrededor y que tuviera el pensamiento en alguna cosa penosa e insoluble.
La cuestión insoluble que le atormentaba eran las alusiones de la Princesa referentes a la intimidad de Dolokhov con su mujer. Además, aquella misma mañana había recibido una carta anónima en la que le decían, con la cobarde desvergüenza de todos los anónimos, que los lentes no le dejaban ver lo que tenía ante las mismas narices y que las relaciones de su mujer con Dolokhov eran un secreto para él, mas para nadie más. Pedro no concedía ninguna atención ni a las alusiones de la Princesa ni al anónimo, pero en aquel momento le era penoso mirar a Dolokhov, sentado frente a él. Cada vez que sus ojos tropezaban por casualidad con la mirada insolente de Dolokhov, algo extraño y terrible se alzaba en su alma y veíase precisado a apartar la vista inmediatamente. Recordando, a pesar suyo, el pasado de su mujer y la forma en que Dolokhov se había presentado en su casa, Pedro se daba cuenta de que lo que decían los anónimos podía ser cierto. Si no se hubiera tratado de «su mujer», él habría creído que la cosa era muy verosímil. Involuntariamente, Pedro se acordaba de cómo Dolokhov vino a su casa, reintegrado a su grado, de vuelta de San Petersburgo, después de la campaña.
Dolokhov, Denisov y Rostov, instalados ante Pedro, parecían muy alegres. Rostov hablaba animadamente con sus vecinos de mesa, un bravo húsar y un reputado espadachín. Este último parecía bastante cazurro y, de cuando en cuando, lanzaba una mirada de burla a Pedro, que llamaba la atención por su aire concentrado y distraído.
Rostov, por su parte, miraba a Pedro con hostilidad, ya que Pedro, para él, no era más que un hombre civil y rico, marido de una mujer muy bella, pero, al fin y al cabo, un cobarde. Además, Pedro, de tan distraído que estaba, no le había reconocido ni correspondió a su saludo.
Cuando comenzaron los brindis a la salud del Emperador, Pedro, que no se daba cuenta de nada, no se puso en pie ni vació su copa.
- ¿En qué está usted pensando? - le gritó Rostov mirándole con ojos irritados y entusiastas -. ¿No oye usted? ¡A la salud del Emperador!
Pedro, suspirando, se puso en pie dócilmente, vació su copa y, mientras esperaba a que todos se volvieran a sentar, miró a Rostov con su sonrisa bondadosa.
- ¡Caramba! ¡Y yo que no le había reconocido!
Pero Rostov no se dignó hacerle caso y gritaba: «¡Hurra!»
- Pero… ¿por qué no le ha contestado usted? - preguntó Dolokhov a Rostov.
- ¡Bah! ¡Si es un imbécil! - contestó Rostov.
- Es necesario halagar a los maridos de las mujeres guapas - dijo Dolokhov.
Pedro no oía lo que decían, pero comprendió que estaban hablando de él.
-Bien, pues ahora, ¡a la salud de las mujeres guapas! - dijo Dolokhov.
Y afectando un gesto de seriedad, pero con una sonrisita en el ángulo de los labios se dirigió a Pedro con la copa en la mano.
- ¡A la salud de las mujeres bonitas, Pedro, y a la de sus amantes!
Pedro, con los ojos bajos, bebió sin mirar a Dolokhov y sin responderle. El criado que distribuía la cantata de Kutuzov puso en aquel momento una hoja ante Pedro, como invitado respetable. Pedro iba a coger la hoja, pero Dolokhov se la arrebató y se puso a leerla. Pedro miró a Dolokhov y bajó los ojos. Pero de repente, aquella cosa terrible y monstruosa que le había atormentado durante toda la comida se apoderó totalmente de él. Se echó con todo su cuerpo sobre la mesa.
- ¡Deje usted eso ahí! - gritó.
Al oír el grito y al darse cuenta de lo que se trataba, Nesvitzki y su otro vecino de la derecha, asustados, se dirigieron vivamente a Pedro.
- ¡Cállese usted! ¿Qué le pasa? - le bisbisearon, inquietos.
Dolokhov, sonriendo, miraba a Pedro con sus ojos claros, alegres y crueles. Parecía decir: «¡Vamos! ¡Esto me gusta!»
- Me lo quedo - pronunció claramente.
Pálido, con labios temblorosos, Pedro le arrebató el papel.
- ¡Es usted…, es usted un cobarde! ¡Salga, si quiere algo conmigo! - exclamó, retirando violentamente la silla y levantándose de la mesa.
En el mismo momento que Pedro hacía aquel gesto y pronunciaba aquellas palabras, sintió que la culpabilidad de su mujer, que tanto le atormentaba aquel día, quedaba definitivamente resuelta en sentido afirmativo. La odiaba y se separaría para siempre de ella.
Quedó concertado el desafío.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, Pedro y Nesvitzki llegaron al bosque de Sokolniki, donde ya se encontraban Dolokhov, Denisov y Rostov. Pedro ofrecía el aspecto de un hombre preocupado por cosas completamente extrañas al desafío. Su azorado rostro mostraba señales inequívocas de habérsele removido la bilis; parecía no haber dormido. Miraba con expresión distraída todo cuanto le rodeaba y contraía las cejas como si le molestara la luz del sol. Dos cosas le absorbían por completo: la culpabilidad de su mujer, de la cual, tras una noche de insomnio, no dudaba, y la inocencia de Dolokhov, que no tenía motivo alguno para respetar el honor de un extraño como era Pedro para él.
Cuando los sables fueron clavados en la nieve, para indicar el lugar de cada adversario, y las pistolas cargadas, Nesvitzki se acercó a Pedro.
- No cumpliría con mi deber, Conde - le dijo con voz tímida-, ni justificaría la confianza con que me ha distinguido ni el honor que me ha hecho al elegirme como testigo en estos momentos graves, terriblemente graves, si no le dijera toda la verdad. A mi modo de ver, en esta cuestión no hay motivos lo suficientemente serios para llegar al extremo de tener que verter sangre… Se ha mostrado usted demasiado impetuoso; no tiene razón; sufre usted una obcecación…
- Sí, esto es algo terriblemente estúpido.
- Entonces, permítame que transmita sus excusas. Estoy seguro de que su adversario las aceptará de buen grado - dijo Nesvitzki, que, como todos los que intervienen en estas cuestiones, no estaba muy convencido de que las cosas hubieran de terminar fatalmente en un desafío -. Ya sabe, Conde, que es mucho más noble reconocer las propias faltas que llevar las cosas a extremos irreparables. No ha habido ofensa por parte de ninguno. Permítame, pues, que trate de arreglarlo.
- No, ¿por qué? - dijo Pedro -. Así como así, todo vendrá a quedar igual… ¿Está todo a punto? - añadió -. Dígame, se lo ruego, cuándo he de avanzar y cómo he de tirar.
Y en sus labios apareció una sonrisa dulce y contenida. Cogió la pistola y preguntó cómo se disparaba, pues hasta entonces no había tenido nunca un arma en las manos y no quería confesar su ignorancia.
- ¡Ah, sí, sí! ¡Eso es! Lo sabía pero no me acordaba - dijo.
- No hay excusas, es inútil - dijo Dolokhov a Denisov, que también por su parte hacía tentativas de conciliación.
Y se acercó al lugar señalado.