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V

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Súbitamente todo se agitó. La multitud empezó a hablar, avanzó y retrocedió luego, y, a los acordes de la música, el Emperador avanzó entre dos hileras de cortesanos. El señor y la señora de la casa caminaban detrás. El Emperador avanzaba saludando rápidamente a derecha e izquierda, como si quisiera terminar cuanto antes este primer momento del ceremonial. La música tocaba una polonesa, entonces de moda, compuesta para él según la letra, harto conocida: «Alejandro, Elizabeth, nos encantáis», etc.

El Emperador entró en el salón; la multitud se empujaba en las puertas. Algunas personas, con cara de circunstancias, iban y venían rápidamente. Otra vez la multitud se apartó a las puertas del salón, donde el Emperador hablaba con la dueña de la casa. Un joven, con aspecto asustado, avanzaba hacia las damas y les rogaba se apartaran. Algunas, cuyo rostro expresaban un completo olvido de las conveniencias sociales, se arreglaban los vestidos para pasar a primera fila. Los caballeros se acercaban a las damas y se formaron las parejas para la polonesa.

Todo el mundo se apartaba, y el Emperador, sonriendo, dio la mano a la dueña de la casa y, andando fuera de compás, atravesó la puerta del salón.

Detrás seguía el dueño de la casa con la señora M. A. Narischkin; luego los embajadores, los ministros, los generales, que la señorita Perouskaia iba nombrando sin interrupción. Más de la mitad de las damas, con sus caballeros, bailaban o se disponían a bailar la polonesa. Natacha vio que iba a quedarse con su madre y Sonia en el pequeño grupo de señoras arrinconadas hasta la pared a las que nadie había sacado a bailar la polonesa. Natacha estaba de pie con los brazos caídos; el pecho, formado apenas, movíase con regularidad y retenía la respiración. Miraba ante sí con ojos brillantes, asustados, con expresión de esperar la mayor alegría o la desilusión más amarga. Ni el Emperador ni todos los demás personajes que nombraba la señorita Perouskaia llamaban su atención. No tenía más que un pensamiento: «¿Nadie vendrá a buscarme? ¿No bailaré entre las primeras parejas? Todos estos señores que parece que no me ven y si me miran tienen la actitud de decir: “¡Ah!, ¡No es ella! No vale la pena mirarla entonces”, no se darán cuenta de mí. ¡No, eso no es posible! Tendrían que comprender que quiero bailar, que bailo bien y que se divertirían mucho si bailaran conmigo.»

La polonesa, cuyos acordes hacía rato se escuchaban, empezaba a sonar tristemente, como un recuerdo, a los oídos de Natacha. Tenía ganas de llorar. La señorita Perouskaia se alejó del grupo. El Conde estaba al otro extremo de la sala. La Condesa, Sonia y ella estaban solas, como en un bosque, ni interesantes ni útiles para nadie entre aquella multitud extraña. El príncipe Andrés pasó por delante de ellas con una dama. Evidentemente, no las reconocía. El galante Anatolio, sonriendo, murmuraba algo a la dama que acompañaba del brazo y miró a Natacha del mismo modo que se mira a una pared.

Boris pasó en dos ocasiones y cada vez la miró. Berg y su mujer, que no bailaban, se acercaron a ellos. Aquella reunión de familia allí, en el baile, como si no hubiera otro sitio para una conversación familiar, hizo gracia a Natacha. No escuchaba y no miraba a Vera, que le hablaba de su vestido verde.

Por fin, el Emperador se paró cerca de la última pareja; bailaba con tres. La música cesó. El ayuda de campo, con aire preocupado, corrió hacia las Rostov y les suplicó se retiraran, a pesar de que ya estaban arrimadas a la pared. La orquesta inició un vals de un ritmo lento y animado.

El Emperador, con una sonrisa, contempló la sala. Transcurrió un momento y nadie comenzaba el baile todavía. El ayuda de campo, animador resuelto, se dirigió a la condesa Bezukhov y la sacó a bailar. Ella levantó la mano sonriendo, y, sin mirar, la puso sobre el hombro de su pareja. El ayuda de campo, que en estas funciones era un artista, sin turbarse, con serenidad y decisión, enlazó fuertemente a su pareja y ambos comenzaron a bailar; primeramente, deslizándose en círculo por la sala, le cogió la mano izquierda, le hizo dar una vuelta, y a los sonidos, cada vez más rápidos, de la música oíase el tintineo regular de las espuelas, movidas por las ágiles y diestras piernas del ayudante, y, cada tres pasos, el vestido de terciopelo de su pareja se levantaba, desplegándose. Natacha, contemplándolos, estaba a punto de llorar por no poder bailar aquella primera vuelta de vals.

El príncipe Andrés, con uniforme blanco de coronel de caballería, con medias de seda y zapatos bajos, animado y alegre, se encontraba en el primer renglón del círculo, cerca de los Rostov. El barón Firhow hablaba con él de la primera sesión del Consejo del Imperio que había de celebrarse al día siguiente. El príncipe Andrés, como hombre muy unido a Speransky y que participaba en los trabajos de la Comisión de leyes, podía dar informes ciertos sobre la futura sesión, por cuyo motivo circulaban distintos rumores. Pero no escuchaba lo que le decía Firhow y miraba tan pronto al Emperador como a los caballeros que se disponían a bailar y no se decidían a entrar en el círculo.

El príncipe Andrés observaba a aquellas parejas a quienes el Emperador intimidaba y que se morían de deseos de bailar. Pedro se acercó al príncipe Andrés y le cogió la mano.

- ¿Aún no baila? Aquí tengo a una protegida, la pequeña de los Rostov; invítela, por favor - dijo.

- ¿Dónde está?- preguntó Bolkonski -. Perdone - dijo al Barón-, ya terminaremos esta conversación en otro lugar; estamos en el baile y hemos de bailar.

Avanzó en la dirección que Pedro le indicaba. La cara desesperada, palpitante, de Natacha saltó a los ojos del príncipe Andrés. La reconoció. Adivinó lo que pensaba y comprendió que aquél era su primer gran baile; se acordó de la conversación en la ventana y, con la expresión más alegre, se acercó a la condesa Rostov.

- Permítame que le presente a mi hija - dijo la Condesa, ruborizándose.

- Ya tuve el gusto de ser presentado a ella, como recordará usted, Condesa - dijo el príncipe Andrés con una sonrisa cortés y profunda que estaba completamente en contradicción con lo que había dicho la señorita Perouskaia con respecto a la grosería del Príncipe, quien se acercó a Natacha y se dispuso a pasarle el brazo por la cintura antes de invitarla a bailar. Le propuso una vuelta de vals. La expresión de desespero de Natacha, tan pronta al dolor como al entusiasmo, se desvaneció súbitamente con una sonrisa de felicidad, de agradecimiento infantil.

«Hacía mucho tiempo que lo esperaba», parecía que dijera la sonrisa de aquella chiquilla asustada y satisfecha cuando apoyó el brazo en el hombro del príncipe Andrés. Era la segunda pareja que entraba en el círculo.

El príncipe Andrés era uno de los mejores bailarines de su época. Natacha bailaba admirablemente; se hubiera dicho que los pies calzados de gala no rozaban el suelo, y su rostro resplandecía de entusiasmo y de felicidad. Su cuello y sus brazos desnudos no eran ni mucho menos tan hermosos como los de Elena; tenía los hombros delgados y el pecho no estaba formado todavía; los brazos eran flacos; pero sobre su piel le parecía experimentar los millares de miradas que la rozaban. Natacha tenía la actitud de una niña escotada por vez primera, de una niña que se hubiera avergonzado de su escote si no la hubiesen convencido de que era necesario lucirlo.

Al príncipe Andrés le gustaba bailar y, bailando, se olvidaba enseguida de las conversaciones políticas e intelectuales con las que todo el mundo se dirigía a su encuentro: deseaba desprenderse de la violencia que producía la presencia del Emperador; se había puesto a bailar y había escogido a Natacha porque Pedro se la había recomendado y porque era la primera muchacha bonita que sus ojos habían visto. Pero en cuanto hubo ceñido aquella cintura delgada, ligera, en cuanto ella se movió tan cerca de él, sonriendo, lo atrayente de su hechizo le subió a la cabeza. Cuando, al descansar, después de haberla dejado, se paró y miró a los que bailaban, sintióse rejuvenecido.

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