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QUINTA PARTE I
ОглавлениеAvivábase la guerra y su teatro se acercaba a la frontera rusa.
En todas partes se oían maldiciones contra el enemigo del género humano, Bonaparte. De los pueblos donde eran reclutados los soldados y del teatro de la guerra llegaban noticias diversas, como siempre; falsas y, por tanto, interpretadas diferentemente.
Las vidas del príncipe Bolkonski, del príncipe Andrés y de la princesa María habían cambiado mucho a partir de l805.
En l806, el anciano Príncipe había sido nombrado uno de los ocho generales en jefe de las milicias formadas en toda Rusia. El anciano Príncipe, a despecho de la debilidad propia de sus años, debilidad que se había acentuado mientras creyó que su hijo había muerto, decía que no cumpliría con su deber si se negaba a desempeñar una función a cuyo ejercicio había sido llamado por el mismo Emperador. Aquella nueva actividad que se abría ante él le excitaba y le daba fuerzas. Viajaba siempre por las tres provincias que le habían sido confiadas; llevaba su cometido hasta la pedantería; se mostraba severo hasta la crueldad con sus subordinados y quería conocer personalmente hasta los más pequeños detalles.
La princesa María había cesado de tomar lecciones de matemáticas de su padre, y sólo cuando él estaba en casa, por la mañana, iba al despacho acompañada del ama y del pequeño Nicolás, como le llamaba el abuelo. El pequeño vivía con el ama y la vieja criada Savichna, en las habitaciones de la Princesa difunta, y la princesa María pasaba la mayor parte del tiempo en el cuarto del niño, esforzándose tanto como podía en hacer de madre de su sobrino.
Mademoiselle Bourienne también parecía querer apasionadamente al pequeño, y, muy a menudo, la princesa María, violentándose, cedía a su amiga el placer de mecer al «angelito», como llamaba a su sobrinito, y de entretenerlo.
Cerca del altar de la iglesia de Lisia-Gori se elevaba una capilla sobre la tumba de la pequeña Princesa, y en ella se había erigido un monumento de mármol, enviado de Italia, que representaba a un ángel con las alas desplegadas, en actitud de subir al cielo. Aquel ángel tenía el labio superior un poco levantado, como si fuera a sonreír, y un día, el príncipe Andrés y la princesa María, al salir de la capilla, confesaron que era extraño, pero que la cara de aquel ángel les recordaba a la difunta. Pero lo que era aún más extraño, y que el príncipe Andrés no dijo a su hermana, fue que en la expresión que el artista había dado por casualidad al rostro del ángel, el príncipe Andrés leía las mismas palabras de dulce reconvención que había leído en el rostro de su mujer muerta:«¡Ah!, ¿por qué me habéis hecho esto?»
Al cabo de poco tiempo de la vuelta del príncipe Andrés, el viejo Príncipe dio en propiedad, a su hijo, Bogutcharovo, una gran hacienda situada a cuarenta verstas de Lisia-Gori. Sea por los recuerdos penosos ligados a Lisia-Gori, sea porque el príncipe Andrés no se sentía siempre capaz de soportar el carácter de su padre, y tal vez también porque tenía necesidad de estar solo, aprovechando la donación, hizo construir una casa en Bogutcharovo, en la que pasaba la mayor parte del tiempo.
Después de la campaña de Austerlitz, el príncipe Andrés estaba firmemente decidido a no reincorporarse al servicio militar, y cuando la guerra volvió a empezar y todo el mundo tuvo que incorporarse de nuevo, él no entró en servicio activo y aceptó las funciones, bajo la dirección de su padre, correspondientes al reclutamiento de milicias.
Después de la campaña de l805, el anciano Príncipe parecía haber cambiado con respecto a su hijo. El príncipe Andrés, por el contrario, que no tomaba parte en la guerra, y en el fondo del alma le dolía, no auguraba nada bueno de ello.
El día 26 de febrero de l807, el anciano Príncipe salió en viaje de inspección. El príncipe Andrés, como hacía siempre en ausencia de su padre, se quedó en Lisia-Gori. El pequeño Nicolás hacía cuatro días que estaba enfermo. Los cocheros que habían conducido al anciano Príncipe a la ciudad volvieron con papeles y cartas para el príncipe Andrés.
El criado que traía las cartas no encontró al príncipe Andrés en su despacho y se dirigió a las habitaciones de la princesa María, pero tampoco estaba allí. Alguien dijo que el Príncipe se encontraba en la habitación del niño.
- Si le place, Excelencia, Petrucha ha llegado con el correo - dijo una de las criadas dirigiéndose al príncipe Andrés, que estaba sentado en una silla baja y que, con las cejas contraídas y mano temblorosa, vertía gotas de un frasco en un vaso lleno hasta la mitad de agua.
- ¿Qué hay? - dijo con tono irritado; y como sea que las manos le temblaran más, dejó caer demasiadas gotas en el vaso. Arrojó al suelo el contenido y pidió otro. La criada se lo dio.
En el aposento había una cama de niño, dos arcas, dos sillas, una mesa, una mesita y una silla baja en la que estaba sentado el príncipe Andrés.
Las ventanas estaban cerradas; encima de la mesa había una bujía encendida, y de pie, enfrente, un libro de música a medio abrir, de manera que la luz no cayera sobre la camita del niño.
-Vale más esperar - dijo a su hermano la princesa María, que estaba al lado de la cama -. Después…
- Hazme el favor. No digas tonterías. Siempre esperas y he aquí lo que has esperado… - dijo el príncipe Andrés con un murmullo colérico, con evidente deseo de herir a su hermana.
- Créeme, vale más no despertarlo. Duerme - pronunció la Princesa con voz suplicante.
El príncipe Andrés se levantó y se acercó a la cama de puntillas con el vaso en la mano.
-No sé… ¿Despertarlo?-dijo en tono indeciso.
- Como quieras…, pero… Me parece… Es decir, como quieras-dijo la princesa María, que parecía amedrentada y avergonzada de haber expuesto su parecer.
Indicó a su hermano en voz baja que la criada le llamaba.
Hacía varias noches que ni uno ni otro dormían, siempre al lado del pequeño, consumido por la fiebre. Sin confianza en el médico de la casa, esperaban de un momento a otro al que habían mandado llamar de la ciudad. Entre tanto, probaban una medicina tras otra. Rendidos de no dormir, tristes, se hacían pagar mutuamente su dolor y se peleaban.
- Petrucha, con papeles de su padre, señor - murmuró la criada.
El príncipe Andrés salió.
- ¡Que vayan al diablo! - exclamó; y después de escuchar las órdenes verbales de su padre y de guardar el pliego que le dirigía, volvió al cuarto del niño.
- Y bien, ¿cómo está? - preguntó el príncipe Andrés.
- Lo mismo. Espera, por favor. Karl Ivanitch siempre dice que el sueño es la mejor medicina-murmuró con un suspiro la Princesa.
El príncipe Andrés se acercó al niño y lo tocó. Ardía.
- ¡Al diablo tú y tu Karl Ivanitch!
Tomó el vaso con las gotas y volvió al lado de la cama.
- ¡Andrés, no seas así! - dijo la princesa María.
Pero él, airado y no sin sufrir, arrugaba las cejas y con el vaso en la mano se acercaba al niño.
- Vamos, lo quiero - dijo -. Te digo que se lo des.
La princesa María se encogió de hombros, pero dócilmente tomó el vaso y, llamando a la criada, se dispuso a dar la pócima al pequeño. El niño chillaba y empezaba a atragantarse. El príncipe Andrés, con las cejas contraídas, apretándose la cabeza con ambas manos, salió de la habitación y se dejó caer en el diván de la sala contigua.
Tenía en las manos todas las cartas. Maquinalmente las abrió y empezó a leerlas. El anciano Príncipe, en un papel azul, escribía con su letra alta y caída:
«Acabo de recibir, por correo, una noticia muy agradable, si es cierta. Parece que Benigsen ha vencido completamente a Bonaparte en Eylau. En San Petersburgo todos triunfan y ha sido enviada una multitud de condecoraciones al ejército. Aunque sea alemán, lo felicito. Hasta ahora no entiendo lo que hace por allí el jefe de Kortcheva, un tal Khandrikov. Aún no tenemos ni hombres ni víveres. Ve enseguida allí y dile que le haré cortar la cabeza si dentro de una semana no está todo dispuesto. También he recibido una carta de Petinka sobre la batalla de Pressich-Eylau, en la que tomó parte; todo es verdad. Cuando no se entrometen los que no tienen nada que hacer allí, hasta un alemán derrota a Bonaparte. Dicen que ha huido con el mayor desorden. Ve, pues, inmediatamente a Kortcheva y cumple mis órdenes.»
El príncipe Andrés suspiró y abrió otra carta. Estaba escrita con caracteres muy finos y ocupaba dos hojas; era de Bilibin. La volvió a doblar, sin leerla, y leyó de nuevo la de su padre que acababa con estas palabras: «¡Ve, pues, inmediatamente a Korcheva y cumple mis órdenes!» «No, perdón, no iré mientras el niño no esté bien del todo», pensó acercándose a la puerta y dirigiendo un vistazo al cuarto del niño.
La princesa María no se movía del lado de la cama y mecía dulcemente al niño.
«¿Qué otras cosas desagradables dirá mi padre?-se preguntaba el príncipe Andrés recordando el contenido de la carta que acababa de leer -. Sí…, los nuestros han obtenido una victoria sobre Bonaparte, precisamente cuando yo no estaba allí. Sí, sí, la suerte se ríe de mí… Lo mismo da». Y comenzó a leer la carta francesa de Bilibin.
Leyó sin comprender ni la mitad. Leía sólo por dejar de pensar, aunque no fuera más que por unos instantes, en aquello que desde hacía mucho tiempo pensaba exclusivamente y con mucha pena.
De pronto le pareció oír a través de la puerta un ruido extraño. Le dio miedo, temía que le hubiera pasado algo al niño mientras leía la carta. De puntillas se acercó a la puerta de la habitación y la abrió un poco.
En el momento de entrar observó que la criada, con aspecto aterrorizado, le ocultaba alguna cosa y que la princesa María no estaba al lado de la cama.
- Andrés - oyó a la princesa María con un murmullo que le pareció desesperado. Como acontece muy a menudo después de una larga noche de insomnio y de emociones fuertes, un miedo injustificado le invadió de pronto. Le asaltó la idea de que el niño había muerto. Todo lo que veía y oía le parecía confirmar su temor. «Todo ha terminado», pensó, y un sudor frío humedeció su frente.
Aturdido, se acercó a la cuna pensando encontrarla vacía y que la criada había escondido al niño muerto. Separó las cortinas y, durante mucho rato, sus ojos asustados y distraídos no pudieron encontrar al niño. Por último lo descubrió. El pequeño, enrojecido, con los brazos separados, yacía de través en la cama, con la cabeza bajo la almohada. Dormido, movía los labios y respiraba regularmente.
Al darse cuenta de ello, el príncipe Andrés se alegró como si lo hubiese perdido y lo recobrara de nuevo. Se inclinó y, tal como su hermana le había enseñado, le puso los labios en la frente para observar si tenía fiebre. La frente estaba húmeda. Le tocó la cabeza con la mano; tenía los cabellos mojados: sudaba. No solamente no había muerto, sino que se comprendía muy bien que la crisis había pasado y que estaba en camino de mejorar rápidamente. Habría cogido a aquella criatura para estrecharla contra su pecho, pero no se atrevía. Estaba de pie a su lado; le miraba la cabeza, las manos, las piernas que se adivinaban debajo de las sábanas.
Oyó un roce a su lado y apareció una sombra entre las cortinas de la cama. No se volvió; continuó mirando la cara del niño y escuchando su respiración. La sombra era la princesa María, que se había acercado, sin hacer ruido, a la cama; había levantado la cortina y se había dejado caer de espaldas.
El príncipe Andrés, sin volverse, la reconoció y le tendió la mano. Ella se la estrechó.
- Suda - dijo el príncipe Andrés.
- Entré para decírtelo.
El pequeño se movía apenas; dormía sonriendo y frotaba la cabeza contra la almohada. El príncipe Andrés miró a su hermana. Los ojos resplandecientes de la princesa María, en la penumbra de la alcoba, brillaban más que de costumbre a causa de las lágrimas de alegría que los inundaban. La princesa María se inclinó hacia su hermano y lo besó, incluyendo en el abrazo un trozo de cortina. Se estrecharon a la luz mortecina que atravesaba la cortina, como si no quisieran separarse del mundo que formaban los tres, aparte de todas las cosas. El príncipe Andrés fue el primero en separarse de la cama, despeinándose con las cortinas.
- Sí, esto es todo lo que me queda - murmuró con un suspiro.