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III
ОглавлениеA la mañana siguiente, cuando el criado le entregó el café, Pedro dormía extendido sobre el diván, con un libro abierto en la mano. Despertóse, miró durante un rato a su alrededor, desorientado, sin darse cuenta de donde estaba.
- La señora Condesa ha preguntado si Su Excelencia estaba en casa - dijo el criado.
No había decidido aún la respuesta que daría, cuando la Condesa, cubierta con una bata de seda blanca bordada en plata y peinada con extrema sencillez - dos enormes trenzas formaban en torno a su bella cabeza una especie de diadema -, entró en el despacho. Se mostraba tranquila y majestuosa; sobre su frente marmórea, ligeramente abombada, parecía flotar, sin embargo, una nube de cólera.
Haciendo alarde de serenidad, no empezó a hablar hasta que el criado hubo cerrado la puerta tras de sí. Habíase enterado de lo del desafío y venía a tratar del asunto.
Pedro la miraba tímidamente, a través de sus lentes, como una liebre acorralada por los perros que, con las orejas en el cogote, permanece agazapada delante de sus enemigos. Pedro trataba de continuar la lectura, pero comprendía que sería grotesco e imposible, y volvía a mirarla tímidamente.
Su mujer permanecía en pie, mirándole con sonrisa desdeñosa, en espera de que el criado cerrara la puerta.
- ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué has hecho? - preguntó con entonación severa.
- ¿Yo? ¿Que qué he hecho yo? - dijo Pedro.
- ¡Ah, se las quiere dar de valiente! Pero, respóndeme, ¿qué significa ese desafío? ¿Qué has querido demostrar con él? ¡Vamos, respóndeme!
Pedro se dejó caer pesadamente en el diván, abrió la boca y no pudo responder.
- Si no puedes responderme, ya lo haré yo - díjole ella -. Crees en todo cuanto te dicen. Te han dicho… -Elena sonrió - que Dolokhov es mi amante - la última palabra la pronunció en francés, recalcándola groseramente -, y tú lo has creído. ¿Y qué has demostrado con todo eso? ¿Qué has conseguido probar con el desafío? Que eres un estúpido. Todo el mundo lo sabe. ¿Y a qué conducirá lo que has hecho? A que yo sea el hazmerreír de todo Moscú, a que todo el mundo diga que tú, estando borracho, has provocado a un hombre del que no tenías motivo alguno para estar celoso -Elena iba alzando la voz poco a poco y se mostraba más animada cada vez - y que vale más que tú en todos los sentidos…
- ¡Hum! - balbuceó Pedro, restregándose los ojos, sin mirar a su mujer y sin moverse.
- ¿Por qué, por qué has creído que era mi amante? ¿Por qué? Acaso porque me gusta estar entre personas, ¿no es así? Si fueras más inteligente y más amable preferiría tu compañía.
- No sigas…, te lo ruego - murmuró Pedro con voz enronquecida.
- ¿Por qué he de callar? Estoy en mi derecho al decir, y lo diré muy alto, que habría muy pocas mujeres que con un marido como tú no tuvieran un amante. Yo, en cambio, no lo tengo.
Pedro hacía esfuerzos por hablar; miraba a su mujer con ojos extraños, cuya expresión ella no acertaba a comprender. Luego volvió a tumbarse en el diván.
En aquel momento sufría físicamente. Sentía una opresión en el pecho, no podía respirar. No dudaba que para acabar con aquel sufrimiento debía hacer alguna cosa, pero lo que deseaba hacer era demasiado terrible.
- Es mejor que nos separemos - dijo con voz ahogada.
- Nos separaremos si quieres, pero ha de ser a condición de que me des lo que me pertenece - díjole Elena —. ¡Separarnos! ¿Tratas de infundirme miedo con eso?
Pedro saltó del diván y tambaleándose se acercó a su mujer.
- ¡Te mataré! - gritó, arrancando, con fuerza para ella desconocida e insospechada, el mármol de la mesa.
Pedro alzó el mármol en el aire y dio un paso hacia ella.
El rostro de la joven adoptó una expresión terrible. Dio un grito y se echó hacia atrás. La sangre de su padre se manifestaba ahora en Pedro; dominábale en aquel instante la exaltación y el goce del furor. Arrojó el mármol contra el suelo, rompiéndose en dos pedazos. Con los brazos extendidos se acercó a Elena y le gritó: «¡Vete!», con voz tan terrible que toda la casa se estremeció al oírle.
Dios sólo sabe lo que hubiera hecho si Elena no llega a salir huyendo del despacho.
Una semana más tarde, Pedro remitía a su mujer poderes para administrar todas las haciendas de la Gran Rusia, cesión que equivalía a más de la mitad de su fortuna. Hecho esto, Pedro dirigióse a San Petersburgo.