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SEXTA PARTE I

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En la primavera de l809, el príncipe Andrés fue a la provincia de Riazán para inspeccionar la hacienda de su hijo, de quien era tutor.

Durante aquel viaje repasó mentalmente su vida y llegó a la conclusión, consoladora y resignada; de que no vale la pena de emprender nada, de que lo mejor es llegar al final de la existencia sin hacer daño a nadie, sin atormentarse, libre de deseos…

El príncipe Andrés tenía que hablar con el mariscal de la nobleza del distrito acerca de la tutela del dominio de Riazán. Este personaje era el conde Ilia Andreievitch.

Ya había empezado la temporada de los calores primaverales. El bosque estaba enteramente verde. Había tanto polvo y hacía tanto calor que al ver el agua se sentían deseos de sumergirse en ella.

El príncipe Andrés, triste y preocupado por lo que debía pedir al mariscal de la nobleza, avanzaba en su carruaje por la senda del jardín hacia la casa de los Rostov, en Otradnoie. A la derecha se oían, a través de los árboles, alegres gritos femeninos. Pronto descubrió un grupo de muchachos que corrían atravesando el camino.

Una jovencita muy delgada, extrañamente delgada, de cabellos negros, ojos negros y vestida de cotonada amarilla, con un pañuelo en la cabeza, por debajo del cual salía un mechón de cabellos, corría a no mucha distancia del coche. La muchacha gritaba algo, pero al darse cuenta de la presencia de un forastero se puso a reír sin mirarlo y retrocedió.

De pronto, el príncipe Andrés se sintió inquieto, no sabía por qué.

Hacía un día tan hermoso, un sol tan claro, todo lo que le rodeaba era tan alegre… Y aquella niña delgada y gentil, que no sabía ni quería saber que él existiese, que estaba contenta y satisfecha de la propia vida, probablemente vacía, pero gozosa y tranquila… «¿De qué se alegra? ¿En qué piensa? Seguramente que ni en los estatutos militares ni en la organización de los campesinos de Riazán. ¿En qué piensa, pues? ¿Por qué es feliz?», se preguntaba, curioso y contra su propia voluntad, el príncipe Andrés.

El conde Ilia Andreievitch vivía en Otradnoie, en l809, igual que siempre, es decir, recibiendo a casi toda la provincia, concurriendo a las cacerías, a los teatros, a los banquetes y a los conciertos. Como le sucedía con cada huésped nuevo que llegaba a su casa, el Conde quedó encantado de ver al príncipe Andrés y le hizo quedar a dormir casi a la fuerza.

Durante todo el día, el aburrimiento hizo que los viejos amos y los invitados más respetables, de los que estaba llena la casa del Conde a causa de la festividad que se acercaba, se ocuparan del príncipe Andrés; pero Bolkonski, que había observado frecuentemente a Natacha, que reía de alguna cosa y se divertía con el grupo de jóvenes, se preguntaba a cada momento: «¿En qué piensa? ¿Por qué está tan contenta?»

Por la noche, cuando se encontró solo en aquel sitio nuevo para él, tardó mucho en dormirse. Leyó; después apagó la bujía y la volvió a encender al cabo de poco. En el cuarto, con la ventana cerrada, hacía calor. Refunfuñaba contra aquel viejo tonto - se refería al conde Rostov - que le había hecho quedar con el pretexto de que los papeles necesarios no habían llegado aún. Le fastidiaba haber tenido que quedarse.

El príncipe Andrés levantóse y se acercó a la ventana para abrirla. En cuanto la abrió, la luz de la luna, como si hubiera estado esperando al otro lado de los postigos, se precipitó en el interior del cuarto y lo inundó. El Príncipe abrió la ventana de par en par. La noche era fresca, inmóvil y clara. Delante mismo de la ventana se alineaban unos árboles retorcidos, oscuros por un lado, plateados del otro; debajo de los árboles crecía una vegetación grasa, húmeda, lujuriosa, esparciendo de un lado a otro sus hojas y sus tallos argentinos. Más lejos, detrás de los árboles negros, un tejado brillaba bajo el cielo; más allá, un gran árbol frondoso de blanco tronco; arriba, la luna casi entera, y el cielo primaveral, casi sin estrellas. El príncipe Andrés se apoyó en el alféizar. Su mirada se detuvo en el cielo.

La alcoba del príncipe Andrés estaba en el primer piso. La habitación de encima también estaba ocupada, y quienes se hallaban en ella tampoco dormían. Oyó, procedente de esa habitación, una charla mujeril.

- Otra vez - dijo una voz femenina que el príncipe Andrés reconoció enseguida.

-Pero ¿cuándo dormirás?-respondió otra voz.

- No dormiré, no podría dormir ahora. ¿Qué quieres que haga? Vamos, no te hagas de rogar, otra vez nada más.

Dos voces femeninas cantaron una frase musical que era el final de una tonada.

- ¡Ah!, ¡que bonita! ¡Vaya, vamos a dormir! Se ha terminado.

- Duerme; yo no podría - pronunció la primera de las voces, que se acercaba a la ventana. La mujer, evidentemente, se apoyaba en el alféizar, porque se percibía el frufrú de las faldas y hasta la respiración. Todo callaba y parecía petrificarse, la luna, la luz y las sombras.

El príncipe Andrés también tenía miedo de moverse y de delatar su indiscreción involuntaria.

- ¡Sonia, Sonia! - gritó de nuevo la primera voz -. ¡Quién ha de poder dormir! ¡Mira, mira qué maravilla! ¡Ah! ¡Qué maravilla! Sonia, despiértate - decía casi llorando -. No había visto nunca una noche tan deliciosa como ésta.

Sonia respondió sin entusiasmo alguna cosa.

- ¡Ven, mira qué luna! ¡Ah! Es maravillosa. Vamos, mujer, ven, créeme, ven. ¿Ves? Me encogería, me pondría de puntillas, me abrazaría las rodillas bien fuerte y me pondría a volar, así.

- Vamos, basta, que te vas a caer…

Se oía un rumor de lucha y la voz disgustada de Sonia:

- ¡Ya es la una!

- ¡Vete, vete! Todo me lo estropeas.

Otra vez todo quedó en silencio. El príncipe Andrés sabía que ella estaba aún en la ventana; de vez en cuando oía un ligero movimiento, a veces un suspiro.

- ¡Ah Dios mío, Dios mío! ¿Qué será esto? - exclamó de súbito -. Vámonos a dormir. - Cerró la ventana.

«¿Qué le importa mi existencia? - pensaba el príncipe Andrés mientras escuchaba la conversación, esperando, sin saber por qué, que hablara de él -. ¡Y ella otra vez! ¡Parece hecho adrede!»-Súbitamente, en su alma se produjo un tumulto tan inesperado de pensamientos de juventud y de esperanza, en contradicción con toda su vida, que no tuvo ánimos para explicarse su estado y se durmió enseguida.

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