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III

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Era ya de noche cuando el príncipe Andrés y Pedro se pararon ante el portal de la casa de Lisia-Gori.

Al llegar, el príncipe Andrés, con leve sonrisa, señaló a Pedro el movimiento que se producía a la entrada de la casa. Una anciana encorvada, con un saco a la espalda, y un hombre enclenque, vestido de negro y con los cabellos largos, huyeron por la puerta cochera al darse cuenta de que el carruaje se paraba. Dos mujeres corrieron a su encuentro y los cuatro se volvieron hacia el coche, asustados, y desaparecieron por la escalera de servicio.

-Son los peregrinos de Macha - dijo el príncipe Andrés-. Habrán creído que era mi padre. Es en lo único que mi hermana no le obedece; él ordena que los echen y ella los acoge.

El Príncipe condujo a Pedro a la habitación confortable que tenía en casa de su padre y enseguida entró a ver al pequeño.

- Vamos a visitar a mi hermana - dijo el Príncipe cuando volvió -; aún no la he visto. Ahora se esconde con los peregrinos. Ya verás, estará avergonzada y podrás ver los hombres de Dios. Te aseguro que es curioso.

- ¿Quiénes son los hombres de Dios?

- Ven…; ya lo verás.

La princesa María, en efecto, ruborizóse y quedó muy confusa cuando entraron en su habitación, en la que ardía una lamparilla ante las imágenes. En el diván, ante el samovar, estaba sentado a su lado un muchacho de nariz y cabellos largos, vestido de monje. Cerca de ella, una vieja delgada estaba sentada en una silla, con una expresión dulce e infantil en su rostro arrugado.

- ¿Por qué no me has hecho avisar? - dijo la Princesa, con amable reconvención, mientras se colocaba delante de sus peregrinos, como una clueca ante sus pollitos -. Muchas gracias por la visita. Estoy contenta de veros-dijo a Pedro cuando le besó la mano.

Le conoció cuando era pequeño, y ahora su amistad con Andrés, la desgracia con su mujer y, sobre todo, su rostro bondadoso e ingenuo, la disponían favorablemente. Ella le miraba con sus ojos resplandecientes y parecía decir: «Os amo mucho, pero os ruego que no os burléis de los míos

A las diez, los criados corrieron a la puerta al oír las campanillas del coche del anciano Príncipe. El príncipe Andrés y Pedro salieron también al portal.

- ¿Quién es? - preguntó el viejo Príncipe al descender del carruaje y darse cuenta de la presencia de Pedro-. ¡Ah! ¡Me alegro mucho! ¡Abrázame! - dijo reconociéndolo.

El anciano Príncipe estaba de buen humor y dispensó a Pedro una excelente acogida.

Antes de cenar, el príncipe Andrés volvió al gabinete de su padre, y le encontró discutiendo animadamente con Pedro. Éste demostraba que llegaría una época en que no habría guerra. El anciano se reía, pero discutía sin excitarse.

-Deja correr la sangre de las venas, cámbiala por agua y entonces sí que habrán terminado las guerras. Habladurías de mujeres, habladurías de mujeres - añadió, pero golpeó amistosamente el hombro de Pedro, y se acercó a la mesa donde estaba el príncipe Andrés, que, evidentemente, no quería mezclarse en la conversación y ojeaba los papeles que su padre había traído de la ciudad. El viejo Príncipe se acercó a él y empezó a hablar de sus cosas.

- El representante de la nobleza, el conde Rostov, no ha proporcionado ni la mitad de los hombres. Ha venido a verme y quería invitarme a comer. ¡Buena comida ha tenido…! Toma, mira este papel…

- ¡Bueno, querido! - dijo el príncipe Nicolás Andreievitch a su hijo dando un golpecito en el hombro de Pedro -, tu amigo es un buen muchacho, ¡me gusta mucho!, ¡me excita! Hay gente que habla muy cuerdamente pero que uno no desea escuchar; él dice sandeces y me excita, a mí, a un viejo. ¡Vaya! Id abajo, quizá cene con vosotros. Volveremos a discutir. Trata bien a mi boba, la princesa María - gritó a Pedro desde la puerta.

Pedro, hasta entonces, en Lisia-Gori, no apreció toda la fuerza y todo el encanto de su amistad con el príncipe Andrés. Este encanto se exteriorizaba más en el trato con la familia del Príncipe que en las relaciones con el mismo príncipe Andrés. Pedro consideróse súbitamente como una antigua amistad del viejo y severo Príncipe y de la dulce y tímida princesa María, a pesar de que casi no los conocía. Todos le amaban ya. No solamente la princesa María lo miraba con ojos amorosos, sino que hasta el pequeño príncipe Nicolás, como le llamaba el abuelo, sonreía a Pedro y quería ser llevado por él en brazos. Mikhail Ivanitch y mademoiselle Bourienne lo miraban con alegre sonrisa mientras hablaba con el viejo Príncipe.

El Príncipe bajó a cenar. Evidentemente, lo hacía por Pedro. Durante los dos días que Pedro pasó en Lisia-Gori lo trató muy afectuosamente y le invitó a pasar algunos ratos en su gabinete.

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