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II

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Pedro, que se encontraba en la mejor situación de espíritu después del viaje al Sur, realizó el deseo que tenía de visitar a su amigo Bolkonski, a quien hacía dos años que no había visto.

Bogutcharovo estaba situado en un país no muy bonito, llano, cubierto de campos y de bosques de pinos y chopos cortados y sin cortar.

La casa de los propietarios se encontraba al final de la carretera del pueblo, detrás de un estanque de nueva construcción y bien lleno, cuyas orillas aún no estaban cubiertas de hierba. Estaba situada en el centro de un bosque nuevo en el que había unos cuantos grandes abetos. Comprendía la granja, edificios para los servicios, establos, baños, un pabellón y una gran casa de piedra, no terminada aún del todo. Las rejas y las puertas eran sólidas y nuevas. Los senderos, estrechos; los vallados, firmes. Todo tenía la señal del orden y de la explotación inteligente. A la pregunta«¿Dónde vive el Príncipe?», los criados mostraron un pequeño pabellón nuevo construido al borde del estanque. El viejo preceptor del príncipe Andrés, Antonio, ayudó a Pedro a bajar del carruaje, le informó de que el Príncipe estaba en casa y le acompañó a una sala de espera pequeña y limpia.

Pedro quedó sorprendido de la modestia de la casa, muy pulida, eso sí, después del ambiente brillante en que había visto la última vez a su amigo en San Petersburgo. Entró, resuelto, en la blanca salita, toda perfumada con el aroma de los abetos, y quería pasar al interior, pero Antonio, de puntillas, se adelantó a él y llamó a la puerta.

-Y bien, ¿qué hay?-pronunció una voz agria y desagradable.

- Una visita - respondió Antonio.

- Que espere - y se oyó el ruido de una silla.

Pedro se acercó a la puerta con paso rápido y se encontró cara a cara con el príncipe Andrés, envejecido, que salía con las cejas fruncidas. Pedro lo abrazó, se quitó los lentes, le besó en la mejilla y se quedó mirándolo de cerca.

- ¿Eres tú? No te esperaba. Estoy muy contento - dijo el príncipe Andrés.

Pedro, admirado, no decía nada, no apartaba los ojos de su amigo. No podía darse cuenta del cambio que observaba en él. Las palabras del príncipe Andrés eran amables; tenía la sonrisa en los labios y en el rostro, pero la mirada era apagada, muerta; evidentemente, a pesar de todos sus deseos, el príncipe Andrés no podía animarla con una chispa de alegría.

No era precisamente que su amigo hubiese adelgazado, perdido el color o envejecido; pero la mirada y las pequeñas arrugas de la frente, que indicaban una larga concentración sobre una sola cosa, admiraron y turbaron a Pedro hasta que se hubo habituado a ello.

En aquella entrevista, después de una larga separación, la conversación, como suele suceder, tardó mucho en tener efecto. Se preguntaban y respondían brevemente con respecto a cosas que exigían, bien lo sabían ellos, una larga explicación. Por último, la conversación empezó a encarrilarse sobre lo que primeramente habían dicho con pocas palabras; sobre su vida pasada, los planes para el porvenir, el viaje de Pedro, sus ocupaciones, la guerra, etcétera. La concentración y la fatiga moral que Pedro había observado en las facciones del príncipe Andrés aparecían aún con más fuerza en la sonrisa con que escuchaba a Pedro, sobre todo cuando hablaba con animación y alegría del pasado y del futuro. Parecía que el príncipe Andrés quería participar en lo que decía, sin conseguirlo. Pedro comprendió finalmente que el entusiasmo, los sueños, la esperanza en la felicidad y en el bien estaban fuera de lugar ante el príncipe Andrés. Se avergonzaba de expresar todas sus nuevas ideas masónicas, excitadas y reavivadas en él por el viaje. Se detuvo; tenía miedo de parecer un simple. Al mismo tiempo tenía, no obstante, unas ganas irresistibles de hacer ver a su amigo que era otra persona mucho mejor que el Pedro de San Petersburgo.

- No puedo decirte lo que he vivido en este tiempo. Ni yo mismo me reconozco.

- Sí, hemos cambiado mucho, mucho - dijo el príncipe Andrés.

- Y bien. Y tú, ¿qué planes tienes? - preguntó Pedro.

- ¿Mis planes…, mis planes? - repitió irónicamente el príncipe Andrés, como si se admirase de aquella palabra -. Ya lo ves, construyo. El año próximo quiero estar completamente instalado.

Pedro miró fijamente, en silencio, la cara del príncipe Andrés.

- No… quiero decir… - añadió Pedro.

El Príncipe le interrumpió:

- Pero ¿por qué hemos de hablar de mí…? Cuéntame, cuéntame tu viaje, todo lo que has hecho allí por tus tierras.

Pedro comenzó a contar todo lo que había hecho, procurando ocultar tanto como podía la participación que tenía en el mejoramiento que había promovido.

Muchas veces el príncipe Andrés se adelantó a contar lo que Pedro contaba, como si todo lo que éste había hecho fuese una cosa bien conocida de tiempo atrás, y no solamente escuchaba sin interés, sino que hasta parecía avergonzarse de lo que Pedro le contaba.

Pedro se sentía cohibido, molesto delante de su amigo. Se calló.

- Heme aquí, amigo mío - dijo el Príncipe, también visiblemente turbado ante su huésped -. Mañana marcho a casa de mi hermana. Acompáñame y te presentaré a ella. Pero me parece que ya la conoces. - Hacía lo mismo que si hablara de una visita con la cual no tuviera nada en común -. Marcharemos después de comer. ¿Quieres, entre tanto, visitar la hacienda?

Salieron y pasearon hasta la hora de comer, conversando sobre las noticias políticas y los conocimientos de ambos, como personas que no tienen mucho de común entre sí. El príncipe Andrés hablaba con animación e interés de una construcción nueva que emprendía en el pueblo, pero hasta en aquel tema, a media conversación, cuando iba a describir a Pedro la futura disposición de la casa, se detuvo de pronto.

- Pero esto no tiene ningún interés. Vamos a comer y después marcharemos.

Durante la comida se habló del casamiento de Pedro.

- Quedé muy sorprendido cuando me lo dijeron - observó el príncipe Andrés.

Pedro se sonrojó; se sonrojaba siempre que se hablaba de su casamiento, y dijo, balbuceando:

- Cualquier día ya te contaré cómo ha ido todo eso. Pero todo se ha acabado, ¿sabes? Para siempre.

- ¿Para siempre? - dijo el príncipe Andrés -. No hay nada que sea para siempre.

- Pero ¿ya sabes cómo ha terminado eso? ¿Has oído hablar del desafío?

- ¡Ah!, ¿hasta por ahí has pasado?

- La única cosa de la que doy gracias a Dios es de no haber matado a aquel hombre - dijo Pedro.

- Pero ¿por qué? Matar a un perro rabioso es una buena obra.

- No, matar a un hombre no está bien; es injusto.

- ¿Por qué injusto? - repitió el príncipe Andrés -. Los hombres no pueden saber lo que es justo ni lo que es injusto. Los hombres están perdidos y lo estarán siempre; sobre todo en aquello que consideran como lo justo y lo injusto.

- Lo injusto es lo que es malo para otro hombre - dijo Pedro, viendo, gozoso, por primera vez desde que había llegado, que el príncipe Andrés se animaba y empezaba a hablar y quería expresar todo lo que le había hecho cambiar de tal modo.

- Y ¿qué es lo que te enseña lo que es malo para un hombre? - preguntó.

- ¿Lo malo? ¿Lo malo? Todos sabemos lo que entendemos por malo - dijo Pedro.

- Sí, todos lo conocemos; pero el mal que conozco por mí mismo, no puedo hacerlo a ningún otro hombre - dijo el príncipe Andrés, animándose lenta y visiblemente y deseoso de explicar a Pedro sus ideas nuevas sobre las cosas.

Hablaban en francés.

- En la vida no conozco sino dos males bien reales: el remordimiento y la enfermedad. No hay otro bien que la ausencia de estos males. Vivir para uno mismo evitando estos dos males, he aquí toda mi sabiduría en el presente,

- ¿Y el amor al prójimo, y el sacrificio? - empezó a decir Pedro -. No puedo admitir tu opinión. Vivir sólo para no hacer el mal, para no arrepentirse, es poca cosa. Yo he vivido así, he vivido sólo para mí, y he destruido mi vida. Ahora, cuando vivo, o cuando menos - corrigió Pedro con modestia - cuando procuro vivir para los demás, es cuando comprendo toda la felicidad de la vida. No, no puedo estar de acuerdo contigo y ni tú mismo piensas lo que dices.

El príncipe Andrés miró a Pedro en silencio y sonrió irónicamente.

- Vamos, verás a mi hermana María, la princesa María. Con ella estarás de acuerdo. Quizá tengas razón, para ti - continuó después de una pausa -, pero cada uno vive a su manera. Tú has vivido para ti y dices que has estado a punto de estropear tu vida, dices que no has conocido la felicidad hasta el instante en que has empezado a vivir para los demás. Y yo he experimentado lo contrario. Yo he vivido para la gloria. ¿Qué es la gloria? Amaba a los demás, deseaba hacer alguna cosa por ellos, y no sólo he estado a punto de destruir mi vida, sino que me la he destrozado completamente, y me siento más tranquilo desde que vivo para mí solo.

- ¿Cómo es posible vivir para uno solo? - preguntó Pedro enardeciéndose -. ¿Y el hijo?, ¿la hermana?, ¿el padre?

- Pero todo esto es siempre lo mismo. Esto no es lo que se entiende por los demás. Los demás, el prójimo, como lo designáis con la princesa María, es la fuente principal del error y del mal. El prójimo son los campesinos de Kiev a los que quieres hacer bien.

Miró a Pedro con una expresión irónica y provocativa.

- Esto es una broma - dijo Pedro, animándose cada vez más -. ¿Qué mal ni qué error puede haber en lo que he deseado? He hecho muy poco y muy mal, pero tengo el deseo de hacer bien y ya he hecho alguna cosa.

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