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III

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Por aquella época, como siempre, la alta sociedad que se reunía en la Corte y los grandes bailes se dividía en muchos círculos, cada uno de los cuales tenía su matiz. Entre estos círculos, el más vasto era el francés de la unión napoleónica, el del conde Rumiantzov y de Caulaincourt. Elena ocupó en él el lugar más distinguido tan pronto como se hubo instalado en San Petersburgo con su marido. Su casa era frecuentada por miembros de la Embajada francesa y por un gran número de personas de las mismas tendencias, bien conocidas por su talento y amabilidad.

Elena estaba en Erfurt al celebrarse la famosa entrevista entre ambos Emperadores, y allí se había relacionado con todos los hombres célebres que acompañaban a Napoleón por Europa. Había tenido un éxito brillante en Erfurt. El mismo Emperador, que la había visto en el teatro, había dicho de ella: «Es un animal magnífico.» Su éxito de mujer hermosa y elegante no extrañó a Pedro, porque con los años aún había ganado, pero lo que le admiraba era que en aquellos dos años su mujer hubiese llegado a adquirir una reputación de mujer exquisita, tan bella como espiritual.

El famoso príncipe de Ligne le escribía cartas de ocho páginas; Bilibin reservaba sus ocurrencias para ofrecer las primicias a la condesa Bezukhov. Ser admitido en el salón de Elena equivalía a un certificado de hombre espiritual. Los jóvenes, antes de pasar la velada en casa de Elena, leían libros para tener tema de conversación en el salón; los secretarios de embajada y hasta los mismos embajadores le confiaban secretos diplomáticos, de tal manera que Elena era una especie de potencia. Pedro, que sabía que era muy corta, a veces asistía a las soirées y a las cenas, en las que se habla de política, de poesía o de filosofía, y experimentaba un extraño sentimiento de sorpresa y de miedo. En aquellas reuniones sentía una especie de temor como el que debe sentir el prestidigitador a cada momento ante la idea de que se le descubran los trucos. Pero, sea que para dirigir un salón como aquél la tontería es necesaria, sea porque a los engañados les gusta serlo, el embaucamiento no se descubría y la reputación de mujer encantadora y espiritual que había adquirido Elena Vasilievna Bezukhova se afirmaba de tal manera que podía decir las cosas más triviales y más tontas entusiasmando a todo el mundo, ya que todos buscaban en sus palabras un sentido profundo que ni ella misma había nunca soñado.

Pedro era el marido que precisamente necesitaba aquella brillante mujer del gran mundo. Era hombre distraído, original, gran señor que no molesta a nadie y que ni tan sólo modifica la impresión general de la superioridad del salón, sino que, por contraste con el tacto y elegancia de la mujer, aún le hace resaltar más.

Pedro, durante dos años seguidos, gracias a sus ocupaciones incesantes, concentradas en intereses inmateriales, y a su desdén sincero por todo lo que no fuera aquello, adoptaba en la sociedad de su mujer aquel tono indiferente, lejano y benévolo para todos que no se adquiere artificialmente y que, por lo mismo, inspira un respeto involuntario. Entraba en el salón de su esposa como en el teatro; conocía allí a todo el mundo, estaba igualmente satisfecho de cada uno y se sentía del mismo modo indiferente para todos. A veces se mezclaba en una conversación que le interesaba, y entonces, sin preocuparse de si los señores de la Embajada estaban presentes o no, exponía opiniones totalmente opuestas al tono del momento. Pero la opinión sobre el «original» marido de la mujer más distinguida de San Petersburgo estaba ya tan bien establecida que nadie se tomaba en serio sus ocurrencias.

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