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IX
ОглавлениеEra necesario el consentimiento del padre para la boda, y a la mañana siguiente el príncipe Andrés marchó a su casa.
El anciano recibió la noticia con una calma aparente y con disimulada hostilidad. No podía comprender por qué quería cambiar de vida e introducir algo nuevo cuando su vida ya estaba acabada.
«Que me dejen terminar como quiero y que luego hagan lo que quieran», se decía el viejo. Pero con su hijo utilizó la diplomacia que empleaba en los casos importantes. Empezó a discutir el asunto en un tono completamente tranquilo.
En primer lugar, el matrimonio no era brillante ni por el parentesco, ni por la fortuna, ni por la nobleza; en segundo lugar, el príncipe Andrés no era joven y estaba delicado (el anciano insistía particularmente en este punto) y ella era muy joven; en tercer lugar, había un hijo que era lástima tener que confiarlo a una esposa joven.
- Finalmente - el anciano le dijo con sorna -, te pido que aguardes un año a casarte. Ve al extranjero, cuídate, busca, como es tu intención, un alemán para el príncipe Nicolás, y luego, si el amor, la pasión, la ceguera por la persona son aún tan grandes, cásate. Ésta es mi última palabra, ¿lo has entendido? La última… - concluyó el Príncipe con un tono que demostraba que no había nada que pudiera hacerle cambiar de determinación.
El príncipe Andrés vio claramente que su padre esperaba que su amor o el de Natacha no resistirían la prueba de un año de ausencia, o bien que para entonces él estuviera muerto; el príncipe Andrés resolvió hacer la voluntad de su padre, pedir la mano de Natacha y fijar la boda al cabo de un año.
A las tres semanas de la última reunión en casa de los Rostov, el príncipe Andrés regresaba a San Petersburgo.
Al día siguiente de la conversación con su madre, Natacha aguardó en vano a Bolkonski todo el día. Lo mismo ocurrió al siguiente, y al otro, y al otro. Pedro tampoco se presentaba, y Natacha, que no sabía que el príncipe Andrés se hubiese marchado a su casa, no podía explicarse su ausencia.
Pasaron tres semanas. Natacha no quería ir a ninguna parte y andaba de una habitación a otra, como una sombra, ociosa y desconsolada. Por la noche, a escondidas, lloraba y no iba a la cama de su madre. Por el menor motivo se ruborizaba y le latía el corazón. Se imaginaba que todos le descubrían el despecho y que se burlaban de ella o la compadecían. La herida del amor propio, unida a la intensidad del dolor íntimo, aumentaba todavía su desventura.
Un día entró en la habitación de su madre para decirle alguna cosa, y súbitamente se puso a llorar. Las lágrimas le resbalaban por el rostro como a una criatura humillada que no sabe por qué la han castigado.
La Condesa la calmó; Natacha, que al principio escuchaba las palabras de su madre, la interrumpió:
- Basta, mamá. No pienso ni quiero pensar. Bueno; venía… Ha dejado de venir…
La voz le temblaba. Estaba a punto de llorar de nuevo, pero se contuvo y prosiguió con tranquilidad;
- No quiero casarme; él me da miedo. Ahora ya estoy bien tranquila…
Al día siguiente, después de esta conversación, Natacha se puso un vestido viejo, por el que sentía una predilección especial, y desde aquella mañana reemprendió la vida ordinaria, de la que se había apartado desde el día del baile. Después de tomar el té fue al salón, que le gustaba mucho por la resonancia que tenía, y se puso a solfear.
Cuando hubo terminado la primera lección se sentó en medio de la sala y repitió una frase musical que le agradaba especialmente. Escuchaba con placer el encanto con que sus sonidos se esparcían y llenaban todo el vacío de la sala y se apagaban lentamente; y súbitamente se puso alegre.«¿Qué saco pensando tanto? ¡Se está bien sin eso! », se dijo, y empezó a pasearse de un lado a otro, por el parquet sonoro, pero cambiando de paso a cada momento y deslizándose del tacón a la punta (llevaba los zapatos nuevos que prefería); después, alegre, como si oyera el eco de su voz, escuchaba el choque regular del tacón y el ruido leve de las puntas. Al pasar por delante del espejo se miraba. «¡Yo soy así!-parecía que dijera su rostro cuando se reflejaba en el espejo-. ¡Bueno, no necesito a nadie!»
Un criado quiso entrar para arreglar el salón, pero ella no se lo permitió; cerró la puerta tras de sí y continuó paseándose. Aquella mañana volvía a su estado predilecto de amor para consigo misma y de admiración a su persona… «¡Qué delicia esta Natacha!», se decía de nuevo, como si hubiese sido un hombre quien hablara de ella. «Bonita, voz encantadora, joven y no hace daño a nadie; sólo falta dejarla tranquila.» Pero, a pesar de que la dejaban tranquila, no encontraba sosiego. De ello se dio cuenta inmediatamente.
La puerta del vestíbulo se abrió; alguien preguntó si estaban los de la casa. Se oyeron pasos. Natacha se miraba al espejo, pero no se veía en él. Oyó hablar en la antesala. Cuando distinguió las voces se volvió pálida. Era «él». Estaba segura, a pesar de que apenas oía su voz a través de las puertas cerradas.
Pálida y asustada, corrió a la sala.
- ¡Mamá! ¡Bolkonski ha venido! ¡Mamá, es terrible, es insoportable! ¡Yo no quiero… sufrir! ¿Qué debo hacer?
Antes de que la Condesa tuviera tiempo de responder, el príncipe Andrés entraba en la sala, con la cara trastornada y seria.
Cuando se dio cuenta de la presencia de Natacha, se le iluminó el rostro. Besó la mano a la Condesa y a Natacha y se sentó en el canapé.
-Hacía tiempo que no habíamos tenido el gusto… - empezó la Condesa, pero el príncipe Andrés la interrumpió, contestando a la pregunta, deseoso de explicarse.
- No he venido porque he estado todos estos días en casa de mi padre. Tenía que hablarle de una cuestión muy importante. He llegado esta noche… - dijo lanzando una mirada a Natacha -. Quisiera hablarle, Condesa - añadió después de un minuto de silencio.
La Condesa suspiró con pena y entornó los ojos.
- Estoy a su disposición - dijo.
Natacha comprendía que había de retirarse, pero no sabía hacerlo; tenía la sensación de que le apretasen el cuello; con atrevimiento miró al príncipe Andrés con ojos asustados.
«¡Enseguida! ¿Inmediatamente…? ¡Esto no puede ser!», pensó.
Él la miró nuevamente, y aquella mirada la convenció de que no se engañaba. Sí…, enseguida, ahora mismo, su suerte sería decidida.
- Ve, Natacha, ya te llamaré - murmuró la Condesa.
Natacha miró al príncipe Andrés y a su madre con espantados y suplicantes ojos y salió.
- Condesa, he venido a pedirle la mano de su hija - dijo el Príncipe.
La cara de la Condesa enrojeció y de momento no contestó nada.
- Su proposición… - empezó lentamente la Condesa.
El príncipe Andrés permanecía callado y la miraba.
- Su proposición… - estaba angustiada - nos es muy agradable y… la acepto y estoy muy contenta. Y mi esposo… espero… Pero esto es ella misma quien debe decidirlo…
-Cuando me dé su consentimiento se lo preguntaré… ¿Me lo permite?-preguntó el príncipe Andrés.
- Sí… - dijo la Condesa.
Ella le tendió la mano y con un sentimiento mezcla de ternura y de miedo puso los labios en la frente del príncipe Andrés, mientras él le besaba la mano. Ella quería amarlo como a un hijo, pero le parecía demasiado extraño e imponente aún.
- Estoy segura de que mi marido consentirá - dijo la Condesa -. Pero ¿y su padre?
- Mi padre, a quien he comunicado mis intenciones, ha puesto por condición absoluta, para dar su consentimiento, que espere un año. Esto es lo que quería decirle. - Claro que Natacha es muy joven aún, pero una espera tan larga…
- Es preciso… - dijo él, suspirando.
- Ahora la haré venir - dijo la Condesa, y salió del salón.
«Señor, Dios mío, ten piedad de mí», repetía la Condesa mientras iba a buscar a su hija. Sonia le dijo que Natacha estaba en su dormitorio.
Se había sentado en la cama, pálida, con los ojos secos; contemplaba el icono y, persignándose rápidamente, murmuraba alguna cosa. Al ver a su madre, saltó de la cama y corrió a su encuentro.
- ¿Qué, mamá? ¿Qué?
- Ve, ve con él. Ha pedido tu mano - dijo la Condesa fríamente, según pareció a Natacha -. Ve, ve - repitió con tristeza detrás de su hija, que corría; y suspiraba con pena.
Natacha no se acordó que entraba en el salón. Desde la puerta le vio y se detuvo. «Este extraño, ¿lo es “todo” para mí desde ahora?», se preguntaba; y enseguida se respondía: «Sí, todo. Desde ahora lo amo más que a todo el mundo.» El príncipe Andrés se le acercó con los ojos bajos.
- La amo desde el primer día que la vi. ¿Puedo esperar?
La miraba. La expresión grave y apasionada de su rostro la impresionaba. La suya decía:
«¿Por qué lo preguntas? ¿Por qué dudar de aquello que es imposible esconder? ¿Por qué hablar cuando uno no puede expresar con palabras lo que siente? »
Se acercó a él y se detuvo. Le cogió la mano y se la besó.
- ¿Me quiere?
- Sí, sí -dijo Natacha, como si le pesara; suspiró profundamente, después aceleró los suspiros y sollozó.
- ¿Por qué? ¿Qué tiene?
- ¡Ah, soy tan feliz! - replicó ella, sonriendo a través de las lágrimas; él se inclinó hacia ella, reflexionó un segundo, como si se interrogara, y la abrazó.
El príncipe Andrés le cogía las manos, le miraba a los ojos y no hallaba en su alma el antiguo amor por ella. Súbitamente, alguna cosa cambiaba en su interior, no experimentaba el viejo encanto poético, misterioso, del deseo, sino la lástima por su debilidad de mujer y de criatura, el miedo ante su ternura y su confianza, la conciencia, penosa y alegre a la vez, del deber que le ataba para siempre a ella. El sentimiento actual, aunque no fuera tan puro y tan poético como el otro, era más profundo y más vivo.
- ¿Le ha dicho su madre que debemos esperar un año?-dijo el príncipe Andrés sin apartar sus ojos de los de ella.
«¿Soy esta chiquilla juguetona, como todos dicen de mí? - pensó Natacha -. ¿Soy yo, desde este momento, “la mujer”, la igual de este hombre simpático, inteligente, que hasta mi padre respeta? Claro que desde hoy ya no se puede bromear con la vida, que ya soy una mujer, responsable de todos mis actos; de todas mis palabras. Sí. ¿Qué me ha pedido? »
- No - dijo Natacha, pero no sabía lo que le había preguntado.
- Perdóneme - dijo el Príncipe -. Es usted tan joven y yo he vivido tanto ya… Tengo miedo por usted. Aún no se conoce usted a sí misma.
Natacha escuchaba con atención, tratando de comprender todo el sentido de aquellas palabras, sin lograrlo.
- Por mucho que sienta esta espera, que alarga la hora de mi felicidad - prosiguió el príncipe Andrés -, durante este tiempo podré conocerla. Dentro de un año le pediré que quiera hacer mi felicidad, pero es usted libre… Nuestro noviazgo quedará entre nosotros, y si se convence usted de que me ama o me amaba… - dijo el príncipe Andrés con una sonrisa forzada.
- ¿Por qué dice usted eso? - interrumpió Natacha -. Ya sabe usted que le amo desde el día en que vino a Otradnoie-dijo, firmemente convencida de que decía la verdad.
- En un año se podrá usted conocer a sí misma.
- ¡Un año! - exclamó súbitamente Natacha, que hasta entonces no comprendió que el matrimonio no se efectuaría hasta pasado ese tiempo -. ¿Por qué un año? ¿Por qué?
El príncipe Andrés le explicó la causa.
Natacha no le oía.
- Pero ¿no hay otro remedio? - preguntó.
El príncipe Andrés no contestó, pero su rostro expresaba la imposibilidad de modificar esta decisión.
- ¡Es terrible! No, ¡es espantoso, espantoso! -dijo Natacha, que volvía a llorar -. Me moriré si debemos aguardar un año. ¡Es imposible!
Contempló la cara de su prometido y le pareció ver en ella una expresión de lástima y de extrañeza.
- No, no, haré todo cuanto sea preciso - dijo súbitamente Natacha secándose las lágrimas -. ¡Estoy tan contenta!
Sus padres entraron en el salón y bendijeron a los enamorados.
Desde aquel día, el príncipe Andrés frecuentó la casa de los Rostov como prometido.