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IV
ОглавлениеDos meses habían transcurrido desde que en Lisia-Gori se habían recibido noticias de la batalla de Austerlitz y de la desaparición del príncipe Andrés. A pesar de todas las cartas cursadas por mediación de la Embajada, a pesar de todas las pesquisas, su cadáver no había podido ser hallado, ni tampoco su nombre figuraba en la lista de prisioneros.
Lo terrible para su familia era que aún tenía la esperanza de que hubiese sido recogido en el campo de batalla y que se encontrase convaleciente, o tal vez moribundo, solo entre extraños, sin posibilidad de enviar noticias suyas. Los periódicos, por los cuales el viejo Príncipe se había enterado de la batalla de Austerlitz, decían, con palabras breves e imprecisas, como de costumbre, que los rusos, después de brillantes combates, habíanse visto obligados a retirarse y que la retirada se había efectuado con el orden más perfecto. El viejo Príncipe comprendió, por aquella noticia oficial, que los rusos habían sido aniquilados. Una semana después de recibir el periódico con la noticia, el viejo Príncipe recibió una carta de Kutuzov dándole cuenta de la hazaña de su hijo.
«Su hijo - decía la carta -, ante mis ojos, ante el regimiento entero, ha caído con la bandera en la mano, como un héroe digno de su padre y de su patria. Con harto dolor por parte mía y de todo el ejército, debo decirle que actualmente no se sabe si vive o ha muerto. Deseo creer, igual que usted, que su hijo vive aún, pues de otro modo sería mencionado entre los oficiales hallados en el campo de batalla que indica el registro que me han remitido los parlamentarios.»
El viejo Príncipe recibió aquella noticia muy tarde, cuando se encontraba solo en su gabinete de trabajo. Al día siguiente, como de costumbre, salió para dar su paseo matinal. Mostróse ante el mayordomo y el jardinero con expresión taciturna, y, pese a poner cara de pocos amigos, no riñó a nadie.
Cuando, a la hora usual, la princesa María entró en la habitación de su padre, el viejo Príncipe permanecía de pie junto al torno, trabajando, pero, contra su costumbre, no se volvió al oírla entrar.
- ¡Ah, Princesa! - exclamó de pronto con la mayor naturalidad.
Abandonó el torno y la rueda continuó girando por su propia inercia. Mucho tiempo después, aún recordaba la princesa María el chirriar, que se debilitaba por momentos, de la rueda. Y este chirrido se confundía en su memoria con todo lo que sucedió a continuación.
- ¡Padre! ¿Andrés? - exclamó aquella joven tan poco favorecida por la Naturaleza, con tal tristeza y un olvido tan completo de ella misma, que a su padre le fue imposible sostener la mirada, volviendo la cabeza hacia otro lado, sollozando.
-He recibido noticias. No se encuentra entre los prisioneros ni entre los muertos. Kutuzov me escribe - dijo con voz estridente, como si quisiera alejarla -. ¡Ha muerto!
La Princesa no se desplomó ni se desmayó. Pálida, desencajada, al oír aquellas palabras, la expresión de su rostro cambió. En sus bellos ojos brilló algo, como si una especie de alegría, una alegría superior; independiente de las tristezas y de las alegrías de este mundo, flotara por encima del profundo dolor que latía en su corazón. Olvidóse del miedo que le inspiraba su padre; se le acercó, tomó su mano y, tirando de él, se abrazó a su descarnado cuello, surcado de venas.
- ¡Padre, no te apartes! Lloremos los dos - dijo.
- ¡Bandidos! ¡Cobardes! - exclamó el viejo desviando la vista -. ¡Perder un ejército! ¡Perder a todos sus hombres! ¿Por qué? Ve y díselo a Lisa.
Cuando María regresó de hablar con su padre, la pequeña Princesa estaba ocupada en su labor. Su rostro tenía aquella expresión particular, eco de una serenidad que únicamente se da en las mujeres próximas a ser madres. Miró a la princesa María, pero sus ojos no la veían, sino que permanecían contemplando un no sé qué beatífico y misterioso que acontecía dentro de ella.
- María… - dijo alejándose de la rueca -. Pon la mano aquí. - Cogió la mano de la Princesa y la colocó sobre su vientre. Sus ojos reían. Su labio superior, más corto que el otro, cubierto de una especie de bozo, dábale una expresión infantil y feliz.
La princesa María cayó de rodillas a los pies de su cuñada y escondió el rostro entre los pliegues de su vestido.
- ¿No lo notas? ¿No lo notas? ¡Me parece una cosa tan insólita! ¡Cómo lo voy a querer!-dijo Lisa mirando a su cuñada con ojos brillantes y felices.
La princesa María no podía levantar la cabeza. Estaba llorando.
- ¿Qué te ocurre, Macha?
- Nada… No lo sé, estoy triste… Triste por Andrés -dijo, enjugándose las lágrimas en las rodillas de su cuñada.
Durante aquella mañana, la princesa María intentó varias veces preparar a su cuñada, pero siempre echábase a llorar. Aquellas lágrimas turbaban a la pequeña Princesa, que no comprendía la razón de ellas. Guardaba silencio, mirando, inquieta, a su alrededor, como si buscara alguna cosa. El viejo Príncipe, a quien temía tanto, entró en el aposento antes de comer. Parecía trastornado y se marchó sin decir una palabra. Lisa miró a la princesa María y quedóse pensativa, con aquella expresión de sus ojos que parecían mirar hacia dentro. De pronto echóse a llorar.
- ¿Se han recibido noticias de Andrés? - preguntó.
- No; ya sabes que no han podido llegar, pero nuestro padre se inquieta por ello y esto es terrible para mí.
- Así. ¿No hay nada?
- Nada - repuso la princesa María mirando fijamente a su cuñada con sus ojos resplandecientes.
Había decidido no decirle nada y tratar de convencer a su padre de que ocultara la terrible noticia a su nuera hasta después del parto, que tendría lugar al cabo de pocos días.