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SÉPTIMA PARTE I

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Nicolás Rostov se había convertido en un muchacho de maneras rudas, bueno, a quien las amistades de Moscú encontraban no muy recomendable, pero que era amado y respetado por sus compañeros, los subalternos y los jefes y que estaba satisfecho de su vida.

En aquellos últimos tiempos, en l809, su madre se quejaba frecuentemente en sus cartas; le decía que los negocios iban cada día peor y que debería volver a casa para consolar y hacer compañía a sus viejos padres.

Al leer estas cartas, Nicolás temía que quisieran hacerlo salir de aquel medio, en el cual, desligado de todas las preocupaciones de la vida, se encontraba tan tranquilo y satisfecho. Comprendía que, tarde o temprano, le sería preciso volver al engranaje de la vida: atar y desatar negocios, llevar cuentas con los administradores, discusiones, intrigas, relaciones, trato social, el amor de Sonia y la palabra dada.

Todo esto era horriblemente difícil y complicado, y contestaba a las cartas de su madre con otras frías, clásicas, que empezaban así: «Querida mamá», y acababan con: «Su obediente hijo», pasando por alto todo lo que pudiera hacer referencia a su vuelta. En 1810 recibió una carta de sus padres que le anunciaban que Natacha se había prometido a Bolkonski y que la boda no se celebraría hasta después de un año, porque el viejo Príncipe no daba su consentimiento. Esta carta entristeció y ofendió a Nicolás. En primer lugar, le dolía que Natacha se marchara, porque la quería más que a nadie de la familia; en segundo lugar, en calidad de húsar, se dolía de no haberse encontrado en su casa para demostrar a aquel Bolkonski que no era un gran honor su parentesco y que, si verdaderamente amaba a Natacha, podría prescindir del consentimiento paterno. Durante un momento dudó si pedir permiso para ver a Natacha prometida, pero las maniobras se acercaban, y después pensaba en Sonia, en las preocupaciones de los negocios, y aplazó otra vez el viaje. Sin embargo, en la primavera recibió una carta que su madre le había escrito a escondidas del Conde, y aquella carta le decidió a marcharse. Le decía que si no regresaba, si no se ocupaba de los negocios, las tierras se venderían públicamente y se verían todos reducidos a la mendicidad; que el Conde estaba muy avejentado, que se había confiado mucho a Mitenka, que era bueno y que todo el mundo le había engañado, que todo se hundía. «En nombre de Dios, te pido que vengas inmediatamente si no quieres hacernos desgraciados», escribía la Condesa.

Esta carta impresionó a Nicolás. Poseía aquel buen sentido de la mediocridad, que le dictaba lo que debía hacer.

Había llegado la hora de marcharse, si no licenciándose, por lo menos pidiendo un permiso. ¿Para qué era necesario marcharse? No lo sabía, pero, después de haber dormido bien, después de haber comido, ordenó que le ensillaran su gris Marte, un trotador muy fogoso, que hacía tiempo no había salido, y al llegar al alojamiento con el caballo echando espuma por la boca, dijo a Lavrutchka - Rostov se había quedado con el asistente de Denisov - y a los compañeros que salieron a verle que le habían dado un permiso y que se marchaba a su casa. A pesar de que le hubiera sido difícil y extraño pensar que se marchaba y no sabría nada del Estado Mayor - lo cual le interesaba particularmente -, si sería ascendido a capitán y si le darían la condecoración de Ana en las últimas maniobras; por extraño que le pareciera pensar que se iba a marchar sin vender al conde polaco Golukonsky los tres caballos que pretendía y de los que pensaba sacar dos mil rublos; por incomprensible que le pareciera su no asistencia al baile que unos húsares habían de dar a la señora Pchasdetzka para rivalizar con los ulanos, que daban otro a la señora Borjozovska, sabía que debía abandonar aquella buena vida e ir a alguna parte, allí donde todo eran tonterías y preocupaciones. Al cabo de una semana recibió el permiso. Los húsares, no sólo sus compañeros de regimiento, sino también los de la brigada, le ofrecieron una comida de quince rublos el cubierto, con orquesta y dos coros. Rostov bailó el trepak con el mayor Bassov; los oficiales, borrachos, zarandearon, abrazaron y dejaron caer a Rostov; los soldados del tercer escuadrón volvieron a zarandearlo y gritaron «¡hurra!» Por último, pusieron a Rostov en el trineo y lo acompañaron hasta la primera parada.

Hasta la mitad del camino, desde Krementchug a Kiev, todos los pensamientos de Rostov eran aún para el escuadrón, pero a partir de ese instante se olvidó de sus caballos, del sargento Dojoveika, y se preguntó con inquietud qué encontraría en Otradnoie. Cuanto más se acercaba, con más y más fuerza-como si el sentido moral estuviera sometido a la ley de la velocidad de caída de los cuerpos - pensaba en su casa. En la última parada, antes de Otradnoie, dio tres rublos al postillón para que bebiera, y como un chiquillo subió la escalera del portal de su casa.

Después de las expansiones de la llegada, pasada ya la extraña impresión de disgusto que experimentó Rostov al no encontrar lo que imaginaba («Siempre serán los mismos-pensaba -. ¿Por qué me he preocupado tanto?»), Nicolás empezó a acostumbrarse a su antiguo ambiente. Su padre y su madre eran los mismos que antes, únicamente habían envejecido algo. Hallaba en ellos cierta inquietud y a veces cierto desacuerdo, cosa que no había conocido nunca y que provenía, Nicolás lo supo pronto, de la marcha dificultosa de los negocios. Sonia tenía ya diecinueve años. Había dejado de embellecerse, ya no prometía nada nuevo, pero lo que poseía era suficiente. Toda su persona respiraba felicidad y amor desde que Nicolás había vuelto, y el amor constante, inconmovible, de aquella muchacha actuaba alegremente sobre él. Petia y Natacha fueron los que más sorprendieron a Nicolás.

Petia ya era un muchacho de trece años, listo, inteligente y muy gracioso, cuya voz empezaba a madurar. Natacha dejó admirado a Nicolás durante mucho tiempo, y siempre que la miraba sonreía.

- ¡No eres la misma! - decía.

- ¿No? ¿Más fea?

-Al contrario…; pero infundes respeto. ¡La Princesa! - le murmuraba.

- Sí, sí - decía alegremente Natacha. Le explicó su novela con el príncipe Andrés, la llegada de él a Otradnoie y le enseñó la última carta que había recibido -. ¿Qué, estás contento? Yo estoy tan tranquila ahora, ¡soy tan feliz!

- Muy contento - repitió Nicolás -. Es un buen chico. ¡Bueno! Y tú, ¿estás enamorada?

- No sé qué decirte. Lo he estado de Boris, del profesor, de Denisov, pero no era esto. Ahora me siento tranquila, calmada. No hay mejor hombre que él y me siento bien y confiada. Es muy distinto de otras veces.

Nicolás expresó a Natacha el disgusto que le ocasionaba aquel aplazamiento de un año, pero Natacha, encolerizándose un poco contra su hermano, le demostraba que no podía ser de otro modo, que no estaría bien entrar en la familia contra la voluntad de su padre. Ella prefería también que fuera así.

-No lo comprendes, no lo comprendes, vaya-decía.

Nicolás calló sin cambiar de opinión.

A menudo quedaba extrañado al verla; no le parecía una prometida enamorada separada del prometido. Nicolás se extrañaba de esto e incluso miraba con desconfianza el noviazgo con Bolkonski. No creía que el destino de su hermana estuviera decidido, tanto más cuanto que no veía al príncipe Andrés a su lado.

Siempre le parecía que había algo que no marchaba bien entre aquel futuro matrimonio.

«¿Por qué el aplazamiento? ¿Por qué prescindir de la ceremonia de la promesa?», pensaba. Una vez, hablando de Natacha con su madre, con gran extrañeza por su parte y con íntima satisfacción, dióse cuenta que, en el fondo de su alma, la madre veía también a veces con disgusto aquella boda.

- ¿Ves? Escribe - dijo enseñando a su hijo la carta del príncipe Andrés, con aquel sentimiento escondido de hostilidad de la madre por la futura felicidad conyugal de la hija-. No tiene mucha salud. De esto no habla nunca con Natacha. No hagas caso de su alegría; es su última época de soltera; pero no sé cómo se pone cada vez que recibimos alguna carta. Debemos creer que, con la ayuda de Dios, irá todo bien - acababa, y añadía siempre -: ¡Es un hombre admirable!

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