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IV
ОглавлениеEl 31 de diciembre, víspera del Año Nuevo de 1810, se celebraba un baile en casa de un gran señor del tiempo de Catalina. El cuerpo diplomático y el Emperador habían de asistir a él.
Una tercera parte de los invitados había llegado ya y en casa de los Rostov, que habían de asistir a la fiesta, se estaban ultimando los preparativos a toda prisa.
María Ignatevna Perouskaia, amiga y pariente de la Condesa, una señorita de honor, delgada y pálida, iba al baile de los Rostov y guiaba a aquellos provincianos por el gran mundo de San Petersburgo.
Los Rostov debían ir a buscarla a las diez en las cercanías del jardín de Taurida, y a las diez y cinco minutos las muchachas aún no estaban vestidas.
A las diez y cuarto se metieron en el coche y se marcharon. Pero todavía tenían que dar la vuelta por el jardín de Taurida.
La señorita Perouskaia ya estaba a punto. A pesar de su edad y de su fealdad, había ocurrido en su casa lo mismo que en la de los Rostov, aunque sin tanto trajín; ya estaba acostumbrada a ello. También su persona envejecida estaba limpia, perfumada, empolvada, y, como en casa de los Rostov, la anciana criada, entusiasmada, admiró el atuendo de su ama cuando salió del salón, con su vestido amarillo adornado con el distintivo de las damas de honor de la Corte.
La señorita Perouskaia elogió los vestidos de los Rostov, y los Rostov elogiaron el gusto y el vestido de la Perouskaia y, con todas las precauciones por los peinados y las ropas, a las once se instalaron en el coche y se marcharon.
En toda la mañana, Natacha no había tenido tiempo de pensar en lo que vería.
Al sentir el aire húmedo y frío, en la oscuridad del carruaje que se bamboleaba por el empedrado, imaginó por primera vez todo lo que allí la aguardaba: el baile, los salones resplandecientes, la música, las flores, las danzas, el Emperador, toda la juventud brillante de San Petersburgo. Era tan hermoso, que no podía llegar a creerlo, por cuanto armonizaba muy poco con la impresión de frío, de pequeñez, de oscuridad, del coche. Sólo comprendió lo que le esperaba cuando, al pisar la alfombra encarnada de la entrada, atravesó el vestíbulo, se quitó el abrigo y, al lado de Sonia, delante de su madre, subió, entre las flores, la escalera iluminada. Sólo entonces recordó cómo debía comportarse en el baile, y procuró adoptar aquella actitud majestuosa que suponía adecuada en una muchacha durante un baile. Pero, por suerte suya, se daba cuenta de que sus ojos miraban a todos lados; no distinguía nada claramente, el pulso latíale apresuradamente y la sangre empezaba a afluirle al corazón. No podía adoptar las actitudes que la hubiesen hecho parecer ridícula, y subía, temblando de emoción, procurando dominarse con todas sus fuerzas. Esto era precisamente lo que mejor le sentaba. Delante y detrás de ellos, los invitados, vestidos de gala, continuaban entrando, conversando en voz baja. Los espejos de la escalera reflejaban a las damas con vestidos blancos, azules, rosa, con diamantes y perlas en los brazos y en los cuellos desnudos.
Natacha miró por los espejos y no pudo distinguirse de entre los demás. Todo se confundía en una procesión brillante. Al entrar en el primer salón, el rumor de voces, de pasos, de reverencias aturdió a Natacha. La luz la cegaba más aún.
El dueño y la señora de la casa, que ya hacía media hora que aguardaban en la puerta y recibían a los invitados con las mismas palabras: «encantado de verle», acogieron del mismo modo a los Rostov y a la señorita Perouskaia.
Las dos muchachas, con vestido blanco y rosas en los cabellos negros, correspondieron al saludo; pero la dueña, sin darse cuenta, detuvo más rato su mirada en la ligera Natacha. La contempló y tuvo para ella sola una sonrisa particular, distinta de su sonrisa de señora de la casa. Quizás al verla recordaba su tiempo de muchacha y su primer baile. El señor de la casa seguía igualmente con los ojos en Natacha; preguntó al Conde cuál era su hija.
- Encantadora - dijo besándole la punta de los dedos.
En el salón de baile, los invitados se estrechaban cerca de la puerta de entrada en espera del Emperador. La Condesa se colocó en la primera fila de aquella multitud. Natacha comprendía y sentía que algunas veces hablaban de ella y que la contemplaban. Se daba cuenta de que gustaba a los que la observaban, y esta observación la tranquilizó un poco.
«Hay como nosotras y las hay peores», pensó.
A Natacha le fue simpático el rostro de Pedro, aquel hombre grotesco, como le llamaba la señorita Perouskaia. Ella sabía que Pedro las buscaba entre la gente, y particularmente a ella. Pedro le había prometido ir al baile y presentarle caballeros con quienes bailar.
Antes de llegar hasta donde se encontraban, Pedro se paró a hablar con un invitado moreno, no muy alto, de facciones muy correctas, que vestía un uniforme blanco y estaba apoyado en una ventana hablando con un señor lleno de condecoraciones, cruces y pasadores. Natacha reconoció enseguida al joven del uniforme blanco. Era Bolkonski, que le pareció muy rejuvenecido, alegre e incluso embellecido.
- Otro conocido, Bolkonski; ¿ves, mamá? - dijo Natacha señalando al príncipe Andrés -. ¿Recuerdas? Pasó una noche en casa, en Otradnoie.
- ¡Ah!, ¿también le conoce usted? -preguntó la señora Perouskaia -. Le detesto. Ahora es el galán de moda. Un orgulloso insoportable; es como su padre. Ahora es muy amigo de Speransky; están escribiendo no sé qué proyectos. ¡Mire como habla con las señoras! Ellas le hablan y él les vuelve la cara. ¡Ya le arreglaría yo si me lo hiciera a mí!