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II
ОглавлениеAl llegar, Nicolás estaba serio e incluso triste. La obligación de introducirse en aquel enojoso asunto de la explotación, por lo que su madre le había obligado a volver, le contrariaba. Con objeto de deshacerse más rápidamente de esta carga, al tercer día de haber vuelto, hosco, sin contestar a la pregunta «¿Dónde vas?», con el ceño fruncido, dirigióse al pabellón de Mitenka y le pidió cuentas de «todo». ¿Qué cuentas de «todo» eran éstas? Nicolás lo sabía aún menos que Mitenka, que temblaba de pies a cabeza, asustado y extrañado. La conversación y las cuentas de Mitenka no duraron mucho rato.
El stárosta y el elegido de la comunidad, que estaban aguardando en el vestíbulo del pabellón, oyeron con placer y también con miedo, primeramente, la voz del joven Conde, que se elevaba y se hacía cada vez más fuerte; luego las palabras injuriosas, que caían una tras otra.
- ¡Ladrón! ¡Desagradecido…! Te haré pedazos, ¡perro…! Conmigo no harás como con mi padre. Has robado…
Enseguida aquella gente, con igual miedo e igual placer, vieron como el joven Conde, rojo de cólera, con los ojos inyectados, agarraba a Mitenka por el cuello del vestido, con mucha traza, y entre palabra y palabra le daba de puntapiés en el trasero, gritándole: «¡Vete! ¡No te quiero ver jamás! ¡Ladrón…!»
Mitenka rodó por los seis peldaños y huyó hacia un grupo de árboles. Este bosque era lugar seguro para los criminales de Otradnoie. El mismo Mitenka se escondía allí cuando volvía borracho de la ciudad, y muchos habitantes de Otradnoie que se escondían de Mitenka conocían la fuerza saludable de aquel refugio.
La mujer y las nueras de Mitenka, con asustados rostros, aparecieron en el vestíbulo por la puerta de la habitación donde hervía el samovar reluciente y donde se veía el lecho del administrador con un cubrecama hecho de retales.
El joven Conde, respirando con dificultad, sin darse cuenta de nada, pasó por delante de ellas con aire resuelto y entró en la casa.
La Condesa, que inmediatamente había sabido por las criadas lo que ocurría en el pabellón, se tranquilizó en parte pensando que la situación económica de la casa se restablecería desde este hecho, pero le inquietaba por el efecto que aquello había de producir en su hijo. De puntillas se acercó a su puerta, mientras él fumaba una pipa tras otra.
A la mañana siguiente, el viejo Conde llamó a su hijo y le dijo con tímida sonrisa:
- ¿Sabes, amigo mío, que te has indignado inútilmente? Mitenka me lo ha contado todo.
«Ya sabía que aquí, en este mundo de imbéciles, yo no sabría hacer nada bueno», pensó Nicolás.
- Te has exaltado porque no había apuntado estos setecientos rublos. Están apuntados, con otras cosas, en la otra página; tú no lo has visto.
- Papá, es un pillo y un ladrón; lo sé perfectamente. Lo que hice, hecho está, pero, si quieres, no diré nada más.
- No, hombre, no. - El Conde estaba nervioso. Comprendía que había administrado mal los bienes de su esposa y que era culpable ante sus hijos, pero no sabía de qué modo arreglarlo -. No, hazme el favor de ocuparte de los negocios. Yo soy ya viejo…
- No, papá, perdóname si te he disgustado; yo entiendo menos que tú.
«¡Vayan al diablo todos estos aldeanos, este dinero, estas cuentas!», pensó. Después de esto no intervino ya más en los negocios, excepto una vez, cuando la Condesa le llamó y le preguntó qué debía hacer con una orden de pago de dos mil rublos suscrita por Ana Mikhailovna.
- Ya te diré lo que pienso - contestó Nicolás -; dices que esto depende de mí; no me son simpáticos ni Ana Mikhailovna ni Boris, pero son nuestros amigos y son pobres. Mira - rompió el documento, y este acto hizo verter lágrimas de gozo a la Condesa.
Después, el joven Rostov no se metió en ninguna otra cuestión; se abandonó con pasión a una cosa nueva para él, la caza, que en casa del viejo Conde se practicaba con grandes gastos.