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XIV
ОглавлениеPedro no se quedó a comer. Después de aquella conversación salió de la estancia y se marchó. Corrió por la ciudad en busca de Anatolio Kuraguin. Pensando en él, la sangre le afluía al corazón y casi no podía respirar. No estaba en las peñas, ni entre los cíngaros, ni en casa de Komoneno. Pedro fue al club. Allí todo marchaba como siempre. Los huéspedes llegados a comer estaban sentados formando grupos; saludaron a Pedro y hablaron de las noticias de la ciudad. El criado, al saludarlo, le advirtió (conocedor de sus amistades y de sus costumbres) que tenía un sitio reservado en un saloncito, que el príncipe N. estaba en la biblioteca, que T. no había llegado aún.
Uno de los amigos de Pedro le preguntó, entre otras cosas, si no había oído decir nada respecto al rapto de la señorita Rostov por Kuraguin, del cual se hablaba en la ciudad y se daba por cierto.
Pedro respondió, sonriendo, que era una broma, ya que hacía un momento él mismo había estado en casa de los Rostov. Preguntó a todos si habían visto a Anatolio. Un señor le dijo que aún no había llegado; otro añadió que debía venir a comer. A Pedro le pareció extraño mirar a aquella gente tranquila e indiferente; aquella gente no sabía nada de lo que pasaba en su alma. Se paseaba por la sala, esperando que todos llegasen, y sin haber visto a Anatolio y sin comer se volvió a su casa.
Anatolio había comido aquel día en casa de Dolokhov, con quien discutía la manera de reparar el golpe fallido. Le parecía necesario ver a la señorita Rostov. Por la noche fue a casa de su hermana para hablarle de la manera de preparar una entrevista. Cuando Pedro, que había recorrido sin resultado todo Moscú, entró en casa, el criado le anunció que el príncipe Anatolio estaba con la Condesa.
El salón de la Condesa estaba lleno de invitados. Pedro, sin saludar a su mujer, a la que no había visto desde su llegada (en aquel momento la aborrecía más que nunca), entró en el salón, vio a Anatolio y se dirigió a él.
- ¡Ah, Pedro! - dijo la Condesa acercándose a su marido -. ¿No sabes lo que le pasa a Anatolio…? - se detuvo al observar la cabeza baja de su marido, sus ojos brillantes, su aspecto resuelto, aquella expresión terrible de furor y de fuerza que ella conocía y que había experimentado personalmente después de su desafío con Dolokhov.
-Donde tú estás está siempre el libertinaje y la maldad - dijo Pedro a su mujer -. Anatolio, ven; tengo que hablarte - le dijo en francés.
Anatolio miró a su hermana, se levantó dócilmente y siguió a Pedro. Éste le tomó por el brazo con energía y salieron de la sala.
- Si en mi salón lo permites… - dijo Elena en voz baja.
Mas Pedro, sin contestar, salió de la sala.
Anatolio le seguía con el aire altivo de costumbre, pero en su rostro-era fácil leer la inquietud. Así que estuvieron en su despacho, Pedro cerró la puerta y se dirigió a Anatolio sin mirarlo.
- ¿Has prometido a la condesa Rostov que te casarías con ella y la has intentado raptar?
- Querido - replicó Anatolio en francés; toda la conversación la sostuvieron en este idioma -, no me creo obligado, a responder a ninguna pregunta hecha en ese tono.
El rostro.de Pedro, ya completamente pálido, se desfiguró de furor. Con su ancha mano agarró a Anatolio por el cuello del uniforme y lo zarandeó de un lado a otro hasta que la cara de Anatolio adquirió una expresión de dolor y de espanto.
- He dicho que teníamos que hablar.
- ¡Bueno, pero eso es una tontería! - dijo Anatolio sintiendo que el botón del cuello saltaba junto con el paño.
- ¡Eres un cobarde, un miserable crapuloso! ¡Y no sé por qué no te aplasto la cabeza aquí mismo!-dijo Pedro, que hablaba tan artificiosamente porque lo hacía en francés.
Tomó un pesado pisapapeles de encima de la mesa y lo blandió con aire amenazador, y enseguida, rápidamente, lo volvió a su sitio.
- ¿Le habías prometido que os casaríais?
- Yo…, yo… no he pensado…, y no puedo habérselo prometido porque…
Pedro le interrumpió:
- ¿Tienes sus cartas? ¿Las cartas de ella? - repitió Pedro acercándose a Anatolio.
Pedro le miró, y enseguida Anatolio metió la mano en el bolsillo y sacó su cartera. Pedro cogió la carta que le alargó y, apartando la mesa, que le estorbaba, se dejó caer sobre el diván.
- No seré violento, no temas - dijo Pedro en respuesta a un movimiento de temor de Anatolio -. La carta… - dijo Pedro como si repitiese una lección -. En segundo lugar - continuó después de un momento de silencio, levantándose y paseando de un lado a otro -, mañana mismo te marcharás de Moscú.
-Pero ¿cómo quieres…?
- Tercero - continuó Pedro sin escucharlo -, no dirás jamás ni una palabra de lo que ha pasado entre tú y la Condesa. Ya sé que no puedo privarte de hablar, pero si aún te queda un resto de conciencia…
Pedro dio unas cuantas vueltas en silencio por la habitación. Anatolio, sentado a la mesa, arrugaba las cejas y se mordía los labios.
- Tú no puedes comprender que al lado de tus placeres está la felicidad y la tranquilidad de otras personas, a las que destruyes la vida simplemente porque te quieres divertir. Diviértete con mujeres como la mía, con éstas estás en tu derecho, sabes bien lo que buscan. Están armadas contra ti con la misma experiencia del libertinaje, pero prometer casarse con una niña…, engañarla…, quererla raptar. ¿No ves que eso es una cobardía tan grande como la de pegar a un viejo o a un niño?
Pedro calló y miró a Anatolio ya sin ira pero interrogativamente.
- No lo sé - replicó Anatolio, que recobraba la audacia a medida que Pedro se dominaba -. No lo sé, ni quiero saberlo - dijo sin mirar a Pedro y con un ligero temblor de la barba -. Pero me has dicho tales palabras… que yo, como hombre de honor, no puedo permitir a nadie…
Pedro, extrañado, le miraba sin comprender qué quería.
- Aunque estamos solos, no puedo… - continuó Anatolio.
- ¿Qué? ¿Quieres una satisfacción? - replicó Pedro en tono de burla.
- Por lo menos puedes retirar las palabras que has dicho, ¿eh…?, si quieres que acepte tus condiciones, ¿eh?
-Retiradas, retiradas… - dijo Pedro -. Perdóname. Y te daré dinero para el viaje si es preciso.
Anatolio no pudo menos que echarse a reír.
Aquella risa, tímida y temerosa, que conocía por su mujer, exasperó a Pedro.
- ¡Raza de cobardes y de gente sin corazón! - exclamó saliendo de la estancia.
Al día siguiente, Anatolio marchaba a San Petersburgo.