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III

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Llegada del campo y en aquella disposición seria en que se encontraba Natacha, todo aquello, le pareció bárbaro y grosero. No podía seguir el curso de la ópera ni podía escuchar la música; veía sólo cartones pintados, hombres y mujeres extrañamente vestidos que, bajo una luz cruda, se movían de una manera rara, hablaban y cantaban. Sabía lo que quería representar todo aquello, pero en conjunto era tan fingido, tan poco natural, que tan pronto se avergonzaba por los comediantes como se reía. Miraba las caras de los espectadores a su alrededor, y buscaba en ellas el mismo sentimiento de extrañeza que ella experimentaba, pero todos estaban atentos a lo que pasaba en la escena y expresaban una admiración que a Natacha le parecía fingida. «Probablemente debe ser así», pensaba. Seguía mirando las hileras de cabezas llenas de pomada del patio, las damas escotadas de los palcos y, sobre todo, a su vecina Elena, que, apenas vestida, con una sonrisa quieta y tranquila, no apartaba los ojos del escenario; y sentía la luz clara que llenaba la sala y el aire que la multitud calentaba. Poco a poco, Natacha empezó a entrar en un estado de embriaguez que hacía mucho tiempo no había sentido. No se acordaba de quién era, ni sabía dónde estaba, ni lo que hacían ante ella.

Miraba y pensaba, y las ideas más raras, las más inesperadas, sin conexión, le pasaban por la mente. Tan pronto le acudía la idea de saltar al escenario, de cantar el aria que entonaba la actriz, como, con el abanico, quería tocar a un viejecito sentado cerca de ella o bien inclinarse hacia Elena y hacerle cosquillas.

En uno de aquellos momentos, cuando en la escena todo estaba silencioso esperando la entrada de un aria, la puerta de entrada al patio rechinó por el lado del palco de Elena y se oyeron pasos de hombres. «¡Kuraguin!», murmuró alguien. La condesa Bezukhov se volvió sonriente hacia el que entraba. Natacha miró en la misma dirección de los ojos de la Condesa y vio a un ayudante de campo de bella estampa, seguro y cortés a un tiempo, que se acercaba a un palco. Era Anatolio Kuraguin, que hacía tiempo no se dejaba ver y que era recordado desde el baile de San Petersburgo. Llevaba el uniforme de ayudante de campo, con unas charreteras de aiguillettes. Andaba con aire contenido y bravo, que hubiese sido ridículo si él no hubiera sido tan hermoso y si en su rostro no apareciera aquella expresión de satisfacción jovial y alegre. A pesar de haber empezado la representación, andaba por la alfombra del pasillo sin prisa, haciendo tintinear ligeramente las espuelas y el sable, alta la hermosa cabeza perfumada. Mirando a Natacha, se acercó a su hermana, apoyó la mano izquierda en la barandilla del palco, le hizo una seña con la cabeza e, inclinándose, le preguntó algo designando a Natacha.

- ¡Muy bonita! - dijo refiriéndose evidentemente a Natacha, que más bien lo comprendía por el movimiento de los labios que por lo que oía. Enseguida se puso en primera fila, se sentó al lado de Dolokhov, al que tocó amistosamente con el codo y con negligencia, contrariamente a los demás, que lo trataban con tantos miramientos. Le sonrió, guiñando el ojo, y apoyó el pie delante.

- ¡Cómo se parecen hermano y hermana! ¡Qué hermosos son ambos! - dijo el Conde.

El primer acto había terminado. Los músicos se levantaron y dejaron sus puestos.

El palco de Elena se llenaba, y ella, rodeada, por el lado del patio, de los hombres más espirituales y más ilustres, parecía querer envanecerse con su amistad.

Durante todo el entreacto, Kuraguin estuvo de pie cerca del escenario, al lado de Dolokhov, mirando el palco de los Rostov. Natacha veía que hablaban de ella y se sentía muy satisfecha. Se volvía de manera que la pudieran ver de perfil, porque creía que aquella posición la favorecía. Antes de empezar el segundo acto, Pedro, al que los Rostov aún no habían visto desde que habían llegado, apareció en el patio. Tenía cara triste y había engordado en el tiempo que Natacha no lo había visto. Sin fijarse en nadie, pasó a primera fila; Anatolio se le acercó y le dijo algo, señalando el palco de los Rostov.

Pedro se animó al ver a Natacha y, resuelto, atravesó las filas hasta llegar al palco. Apoyado en él, sonriente, conversó con Natacha.

Durante la conversación con Pedro, Natacha oía en el palco de Elena una voz de hombre; adivinó que era la de Kuraguin. Se volvió y sus miradas se encontraron. Él, casi sonriendo, la miró de hito en hito a los ojos, con una mirada tan entusiasta y tan tierna, que a ella le pareció extraño encontrarse tan cerca de él, que la mirase de aquella forma, convencida de agradarle y no conocerlo.

Durante el segundo acto, cada vez que Natacha miraba los asientos de la orquesta veía a Anatolio Kuraguin que, con el brazo apoyado en el respaldo de la butaca, la miraba. Natacha estaba encantada de verle tan entusiasmado con ella y no pensaba que en aquello pudiera haber nada malo.

Cuando hubo terminado el segundo acto, la condesa Bezukhov se levantó, se volvió hacia el palco de los Rostov (su escote era tan enorme que podía decirse que llevaba el pecho desnudo), con la mano enguantada hizo una seña al Conde y, sin hacer caso de los que entraban en su palco, se puso a hablar con él, sonriendo graciosamente.

- Pero presénteme usted a sus deliciosas hijas - le dijo -; todo el mundo habla de ellas y yo no las conozco.

Natacha se levantó e hizo una reverencia a la espléndida Condesa. El elogio de aquella deslumbradora beldad era tan agradable a Natacha que se sofocó de alegría.

- Ahora yo también me quiero volver moscovita - dijo Elena -. ¿Cómo no le da a usted vergüenza de haber enterrado unas perlas así en el campo?

La condesa Bezukhov tenía justa fama de mujer amable. Podía decir lo que no pensaba y agradara con sencillez y naturalidad.

- Querido Conde, me permitirá usted que me ocupe de sus hijas, aunque, lo mismo que usted, estoy aquí de paso. Procuraré distraerlas. He oído hablar mucho de usted en San Petersburgo y tenía muchas ganas de conocerla - dijo a Natacha, con una sonrisa amable y graciosa -. He oído hablar a mi paje Drubetzkoi, ya saben que se casa, y del amigo de mi marido, Bolkonski, el príncipe Andrés Bolkonski - dijo con un acento particular, dando a entender que conocía el noviazgo de Natacha.

Para estrechar las relaciones, pidió que una de las muchachas pasara el resto de la velada en su palco, y Natacha pasó a él.

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