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XIII

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Desde que su mujer había vuelto a Moscú, Pedro procuraba ausentarse a menudo para no encontrarse con ella.

Al cabo de poco tiempo de la llegada de los Rostov a Moscú, la impresión que le causó Natacha le obligó a apresurar la realización de sus intenciones.

Cuando Pedro volvió a Moscú, le entregaron la carta de Maria Dmitrievna en la que le invitaba a ir a su casa por un asunto muy importante referente a Andrés Bolkonski y su prometida.

Pedro evitaba a Natacha porque sentía por ella un sentimiento más fuerte que el que ha de tener un hombre casado para la prometida de un amigo, pero el azar siempre los ponía en presencia uno de otro.

«¿Qué ha pasado? ¿Por qué me necesitan?-pensaba vistiéndose para ir a casa de María Dmitrievna -. ¡Que el príncipe Andrés venga pronto y se case!», se decía al ir a casa de la señora Akhrosimov.

En el bulevar Tverskaia alguien lo llamó.

- ¡Pedro! ¿Hace mucho que has llegado? - le preguntó una voz conocida.

Pedro levantó la cabeza. Anatolio con su compañero Makarin, pasaba en un trineo tirado por dos caballos grises.

Anatolio iba sentado, muy tieso, en la posición clásica de los oficiales elegantes; el cuello y la parte baja del rostro los tenía envueltos por un cuello de piel e inclinaba un poco la cabeza. Tenía la cara colorada y fresca, llevaba la gorra con la pluma blanca ladeada y por debajo le salían los rizos del pelo, untados y espolvoreados de nieve fina.

«¡Ah, he aquí un sabio! Para él sólo hay su placer. No le preocupa nada. Por eso siempre está alegre y satisfecho. ¿Qué no daría yo para ser como él?», pensaba Pedro con envidia.

Al abrir la puerta del salón, Pedro vio a Natacha que estaba sentada al pie de la ventana, el rostro alargado, pálida y malhumorada.

Natacha se volvió frunciendo las cejas y, con una expresión de fría dignidad, salió de la estancia.

- ¿Qué ha pasado? - preguntó Pedro al entrar en la habitación de María Dmitrievna.

- ¡Una cosa muy gorda! Hace cincuenta y ocho años que estoy en el mundo y nunca había visto una desvergüenza como ésta.

Y después de haber obtenido la palabra de honor de Pedro de que no diría nada de todo lo que iba a explicarle, María Dmitrievna le contó que Natacha había devuelto su palabra a su prometido sin advertir a sus padres, que la causa de aquella negativa era Anatolio Kuraguin, con el cual le había puesto en relaciones la mujer de Pedro y con quien intentaba huir aprovechando la ausencia de su padre para casarse secretamente.

Al oír esta explicación, Pedro se encogió de hombros y abrió del todo la boca sin acabar de creer lo que oía. La prometida del príncipe Andrés, amada tan apasionadamente, aquella Natacha Rostov tan bonita, cambiaba a Bolkonski por aquel imbécil de Anatolio, que era casado - Pedro conocía su matrimonio secreto -, y estaba lo bastante enamorada de él para consentir en una fuga. Todo ello era una cosa que Pedro no podía comprender ni imaginar.

La impresión encantadora de Natacha, a la que él conocía de pequeña, no se podía mezclar en su alma con aquella nueva representación de su bajeza, de su tontería y de su maldad. Pensó en su mujer. «Todas son iguales», se dijo, pensando que no era él el único hombre unido a una mala mujer. No obstante, compadecía hasta verter lágrimas al príncipe Andrés, sufría por su orgullo; y como compadecía a su amigo, con mayor desdén y asco pensaba en aquella Natacha que hacía un momento pasara ante él con aire de fría dignidad.

No sabía que el alma de Natacha estaba llena de desesperación, de vergüenza, de humillación, y que no era suya la culpa si su cara expresaba una dignidad tranquila y severa.

-Pero ¿cómo se podían casar? A él le era imposible porque ya lo está - contestó Pedro a las palabras de María Dmitrievna.

- ¡Pues no faltaba más que eso! - dijo María Dmitrievna-. ¡En verdad que es un bravo mozo! Y ella hace dos días que lo espera; a lo menos, que acabe de perder las esperanzas. Hay que decírselo todo.

Después de conocer por Pedro los detalles del casamiento de Anatolio, María Dmitrievna, expresando con injurias la rabia que sentía contra él, explicó a Pedro por qué le había mandado buscar. Temía que el Conde o Bolkonski, que podía llegar de un momento a otro, y a los cuales tenía intención de ocultar todo lo ocurrido, desafiasen a Kuraguin; por ello le pedía que obligara a su cuñado a alejarse de Moscú, con la prohibición de volver nunca más. Pedro prometió complacerla, haciéndose cargo del peligro que había para el conde Nicolás y el príncipe Andrés.

Después de haberle explicado brevemente esta petición lo acompañó a la sala.

- Anda con cuidado, su padre no sabe nada. Haz como si tú tampoco supieses nada - le dijo -. Yo iré a decirle que no hay ninguna esperanza. Tú quédate a comer, si quieres - dijo María Dmitrievna.

Pedro se encaró con el anciano Conde. El buen hombre estaba avergonzado y descompuesto: aquella mañana Natacha le había comunicado la ruptura con Bolkonski.

¡Qué desgracia, qué desgracia, querido!- dijo a Pedro-La ausencia de la madre es una desgracia para esas chicas. Siento haber venido, se lo digo con franqueza. ¿Se lo habría imaginado nunca? Se deshace del novio sin decir nada a nadie. Ciertamente, a mí no me había gustado nunca este casamiento; es un buen muchacho, pero contra la voluntad del padre es muy difícil que haya nunca tranquilidad. Por otro lado, a Natacha no le faltará marido. Pero eso ha durado demasiado tiempo. ¿Cómo es posible hacer una cosa así sin consultar con el padre y con la madre? Ahora está enferma y Dios sabe lo que tiene. Las hijas, sin la madre, son mala cosa, créame.

Pedro, viendo al Conde tan acongojado, procuraba cambiar de conversación, pero él siempre volvía al mismo tema.

Sonia entró en el salón con las facciones descompuestas. - Natacha no está nada bien. Está en su cuarto y quisiera hablaros. María Dmitrievna está con ella y también os ruega que vayáis.

- Es usted amigo de Bolkonski y seguramente le quiere pedir algo - dijo el Conde -. ¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Tan bien como iba todo!

Y pasando la mano por sus cabellos grises, el Conde salió de la casa.

María Dmitrievna había dicho a Natacha que Anatolio era casado. Natacha no lo quería creer y exigía que Pedro se lo confirmase.

Sonia contó a Pedro todo aquello mientras lo acompañaba por el corredor hasta el cuarto de Natacha.

Natacha, pálida, severa, estaba sentada al lado de María Dmitrievna; recibió a Pedro con una mirada febril e interrogadora. No sonrió ni hizo ningún movimiento con la cabeza. Le miraba fijamente y su mirada sólo le preguntaba una cosa: él, Pedro, ¿era amigo o enemigo de Anatolio como los demás? Evidentemente, Pedro, por sí mismo, no existía para ella.

- Él lo sabe todo - dijo María Dmitrievna, señalando a Pedro y dirigiéndose a Natacha -: que te diga si he dicho la verdad o no.

La mirada de Natacha, como la de un animal herido que mira a los perros y a los cazadores, iba del uno al otro.

- Natalia Ilinitchna - pronunció Pedro bajando los ojos movido de piedad por ella y de repugnancia por lo que había hecho -, os ha de ser indiferente que sea verdad o no, porque…

- Así, pues, ¿no es cierto que sea casado?

- Sí, es cierto.

- ¿Y hace mucho tiempo que es casado? ¿Palabra de honor?

Pedro le dio su palabra de honor.

- ¿Y aún está aquí? - preguntó Natacha rápidamente.

- Sí, hace un momento lo he visto.

Evidentemente, no tenía fuerzas para hablar más e hizo seña de que la dejaran sola.

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