Читать книгу Colección integral de León Tolstoi - León Tolstoi - Страница 77
VII
ОглавлениеEl conde Ilia Andreievitch acompañó a sus hijas a casa de la condesa Bezukhov. Había mucha gente, pero Natacha casi no conocía a nadie. El conde Ilia Andreievitch observó con disgusto que toda aquella reunión estaba formada principalmente de hombres y mujeres conocidos por la libertad de sus costumbres. La señorita Georges, rodeada de jóvenes, estaba en un rincón de la sala. Había algunos franceses, entre ellos Mitivier, que desde la llegada de Elena era asiduo de la casa.
El conde Ilia Andreievitch decidió no jugar a los naipes para no separarse de las niñas y marchar así que la señorita Georges hubiese declamado.
Anatolio, cerca de la puerta, esperaba evidentemente la entrada de los Rostov. Después de saludar al Conde, se acercó enseguida a Natacha y la siguió. Así que Natacha lo vio, lo mismo que en el teatro, se apoderó de ella el placer vanidoso de agradarle y el miedo que le daba el no encontrar obstáculos entre ella y él. Elena recibió alegremente a Natacha y admiró su belleza y su vestido. Al poco tiempo de haber llegado, la señorita Georges se retiró de la sala para vestirse. Empezaron a instalar sillas en la sala y Anatolio acercó una a Natacha y quiso sentarse a su lado, pero el Conde, que no apartaba los ojos de su hija, ocupó la silla y Anatolio se colocó detrás.
La señorita Georges, con sus robustos brazos desnudos, un chal arrollado y caído encima de los hombros, salió al espacio libre que habían dejado delante de las sillas y se detuvo en actitud estudiada. Se oyeron voces de entusiasmo. La señorita Georges miró al público con severidad y empezó a recitar versos franceses en los que se trataba de su amor criminal hacia su hijo. En ciertos pasajes levantaba la voz, en otros hablaba bajo, levantando la cabeza triunfalmente, o se detenía y daba un ronquido, abriendo mucho los ojos.
- ¡Adorable! ¡Divino! ¡Delicioso! - se oía por todas partes.
Natacha miraba a la corpulenta Georges, pero no comprendía nada de lo que pasaba delante de ella. De nuevo se sentía apresada completamente por aquel mundo extraño, loco, tan alejado del otro, por aquel mundo en el cual era imposible saber lo que está bien, lo que está mal, lo que es razonable y lo que no lo es. Anatolio estaba sentado detrás de ella y tan cerca que, asustada, temía cualquier cosa.
Después del primer monólogo, todos rodearon a la señorita Georges y le expresaron el entusiasmo que sentían.
- ¡Qué hermosa es! - dijo Natacha a su padre, que se levantó con los demás, atravesó la multitud y se acercó a la actriz.
- Si la miro a usted, yo no la encuentro nada hermosa -dijo Anatolio, que seguía a Natacha. Se lo dijo en un momento en que sólo podía oírle ella -. Es usted encantadora…, desde el día que la vi no he dejado…
- Natacha, ven. Sí que es hermosa - dijo el Conde volviéndose y buscando a su hija.
Natacha, sin decir nada, se acercó a su padre y le miró con ojos interrogadores.
Después de declamar algunos monólogos, la señorita Georges se retiró y la condesa Bezukhov invitó a sus huéspedes a pasar al salón.
El Conde quería irse, pero Elena le rogó que no lo hiciera para no desencuadrar el baile que se preparaba. Los Rostov se quedaron. Anatolio sacó a Natacha en el vals y, mientras bailaban, apretándole la cintura con el brazo, le dijo que era encantadora y que la quería. Durante la escocesa, que bailó con él, Anatolio no le dijo nada, sólo la miró. Natacha se preguntaba si aquello que le había dicho mientras bailaba era sólo un sueño. Al acabar la primera figura, otra vez le apretó la mano. Natacha levantó los ojos asustada, pero en su mirada dulce y en su sonrisa había tanta ternura que al mirarle no pudo decirle lo que quería y bajó los ojos.
- No me diga otra vez lo de antes; estoy prometida y amo a otro - pronunció muy rápidamente.
Natacha le miró. Anatolio no estaba desconcertado ni entristecido por aquellas palabras.
- No me lo diga, ¿qué importa? - replicó él -; sé que estoy locamente enamorado de usted. ¿Qué culpa tengo yo si es tan encantadora…? Es usted la que tiene la culpa.
Natacha, animada y desazonada, con los ojos muy abiertos, asustados, miraba a su alrededor y parecía más alegre que de costumbre. Casi no comprendía nada de lo que pasaba aquella noche. Bailaban la polonesa y la escocesa. Estuviera donde estuviese, hablara con quien hablase, siempre sentía su mirada sobre ella. Luego recordó que había pedido permiso a su padre para ir al tocador a arreglarse el vestido, que Elena la había acompañado y, riendo, le había hablado del amor de su hermano, y que en el pequeño diván se había encontrado otra vez con Anatolio, que Elena había desaparecido, que se habían quedado solos y que él, cogiéndole la mano, le había dicho con voz tierna:
- No puedo ir a su casa, pero ¿no nos veremos más? La amo locamente. ¿De veras nunca más…?
Y mientras le cerraba el paso había acercado su cara a la suya. Unos grandes ojos de hombre, relucientes, estaban tan cerca de los suyos que no veía nada más.
-¡Natalia! - murmuraba estrechándole fuertemente la mano-. ¡Natalia!
«No comprendo nada, no sé qué decir», le respondían sus ojos.
Unos labios ardientes se posaron sobre los suyos y, en aquel preciso instante, se sintió libre otra vez, y a su vera se oía ruido de pasos y el crujir de las faldas de Elena. Natacha la vio; enseguida, agitada y temblorosa, la miró con aire aterrado, interrogador, y se dirigió a la puerta.
- ¡Una palabra, una palabra nada más, por Dios! - dijo Anatolio.
Natalia se turbó. Le era preciso escuchar aquella palabra que le explicaría lo que había pasado y a la cual contestaría.
- Natalia, una palabra, una… - repetía sin cesar, no sabiendo qué decir; y hasta lo repitió cuando Elena estuvo a su lado.
Elena salió con Natacha del salón. Los Rostov no se quedaron a cenar y se marcharon.
Natacha no durmió en toda la noche. La cuestión insoluble: «¿Amaba a Anatolio o al príncipe Andrés?», la atormentaba. Amaba al príncipe Andrés, recordaba vivamente cómo le amaba; pero también amaba a Anatolio, esto era indiscutible. «De otra manera, ¿hubiera sido posible lo que pasó?», pensaba. «Después de lo que ha pasado, si al decirle adiós he podido responder a su sonrisa con una sonrisa, si he podido hacer tal cosa, es que le amo, que le he amado desde el primer momento. Es bueno, noble, apuesto, y es imposible no amarle. ¿Qué he de hacer si le quiero y también quiero a otro?», se decía sin encontrar respuesta a estas terribles preguntas.