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XII
ОглавлениеMaría Dmitrievna encontró a Sonia llorando en el corredor y le obligó a confesárselo todo. Cogió la carta de Natacha y, después de haberla leído, entró en el cuarto de la muchacha.
- ¡Desvergonzada! ¡Cabeza sin seso! - le dijo -. No quiero escucharte.
Y empujando a Natacha, que tenía los ojos completamente secos, la encerró con llave y dio orden al portero de hacer entrar por la puerta cochera a las personas que se presentaran aquella tarde, y recalcó que una vez dentro no dejara salir a nadie; mandó al criado que acompañara a las referidas personas hasta donde estaba ella, y después de eso se instaló en el salón esperando los acontecimientos.
Cuando Gavrilo anunció a María Dmitrievna que las personas que vinieron habían huido, se levantó, frunció las cejas y con los brazos detrás de la cintura se paseó mucho rato por el salón reflexionando lo que tenía que hacer. A medianoche buscó la llave del cuarto de Natacha, que se había puesto entre las otras en el bolsillo, y fue a ver a la reclusa. Sonia, sentada en el corredor, lloraba.
- María Dmitrievna, dejadme entrar, por el amor de Dios - dijo Sonia.
María Dmitrievna, sin contestarle, abrió la puerta y entró.
«¡Malvada, desvergonzada…! ¡Y en mi casa…! ¡Es una mala cabeza…! El único que me inspira lástima es su padre - pensaba María Dmitrievna procurando en vano calmarse -. Aunque sea muy difícil, daré órdenes a todos de callarse y lo ocultaré a su padre.,,
María Dmitrievna entró en el cuarto con paso resuelto. Natacha yacía en el diván, con la cabeza escondida entre las manos, y no se movía… Estaba en la misma posición en que la había dejado María Dmitrievna.
- ¡Buena la has hecho! ¡Tener entrevistas con tus amantes en mi casa! ¡Oh, no es necesario que te excuses! Escucha cuando te hablo - María Dmitrievna le tocó la mano -. Escucha cuando te hablo. Has obrado como una perdida. Pero ya nos arreglaremos tú y yo. Por el único que lo siento es por tu padre. Pero procuraré que no sepa nada.
Natacha no se movía, pero todo su cuerpo empezaba a agitarse con sollozos nerviosos, sordos, que la ahogaban. María Dmitrievna miró a Sonia y se sentó en el diván al lado de Natacha.
- Ha tenido la suerte de escapar, pero yo lo encontraré - dijo con voz ruda -. ¿Oyes lo que te digo, Natacha?
Cogió con su manaza la cara de Natacha y la volvió hacia ella.
María Dmitrievna y Sonia quedaron admiradas de la expresión del rostro de Natacha.
Tenía los ojos brillantes, secos; los labios, contraídos; las mejillas, hundidas:
- Dejadme… ¡No me importa! ¡Me moriré! - pronunció desprendiéndose de María Dmitrievna y recobrando su posición anterior.
- Natalia - dijo María Dmitrievna -, lo hago por tu bien. Como quieras. No te muevas, descansa, no te muevas, que no te tocaré, pero escucha: no quiero reprocharte lo que has hecho; demasiado sabes tú lo que era. Y bien, tu padre llega mañana, ¿qué le voy a decir?
Otra vez el cuerpo de Natacha fue sacudido por los sollozos.
- Lo sabrá tu padre, tu hermano y hasta tu novio.
- Ya no es mi novio, le devolví la palabra - gritó Natacha.
- No importa - continuó María Dmitrievna -. Lo sabrán, y ¿crees que lo dejarán pasar así como así? Conozco muy bien a tu padre; irá a encontrarle y lo desafiará. ¿Te parece bien esto?
- Bueno, dejadme. ¿Por qué lo habéis impedido? ¿Quién os metía en eso? - gritó Natacha levantándose del diván y mirando con ira a María Dmitrievna.
- ¿Qué quieres decir? - exclamó María Dmitrievna exaltándose otra vez -. ¿Quién le impedía venir a casa? ¿Por qué te había de robar como a una gitana? Bueno: ¿crees que no os habríamos encontrado alguno de nosotros, tu padre, tu hermano o tu prometido? Es -un sinvergüenza, un mal hombre, helo aquí.
- ¡Vale más que todos vosotros! - exclamó Natacha levantándose -. Si no me privasen… ¡Ah! ¡Dios mío! ¿Qué es eso? ¿Qué hace aquí Sonia? ¿Qué quiere decir todo eso? ¡Marchaos!
Y lloró con desesperación, como se llora un dolor del cual uno se siente culpable.
María Dmitrievna se puso a hablar, pero Natacha gritó:
- ¡Marchaos! ¡Marchaos! ¡Me aborrecéis, me despreciáis!
Y otra vez se dejó caer sobre el diván. María Dmitrievna continuó un rato aún consolando a Natacha y le dio a entender que quería esconder todo aquello al Conde, asegurándole que nadie sabría nada si empezaba ella misma por olvidarlo y adoptaba ante la gente una actitud de no haber pasado nada.
Natacha no respondió. No, lloraba, pero tenía escalofríos y temblaba de frío. María Dmitrievna le puso una almohada, dos mantas y le trajo una taza de tila, pero Natacha no respondió ni una palabra.
- Bien, que duerma - dijo María Dmitrievna saliendo del cuarto pensando que Natacha se había dormido.
Pero Natacha no dormía: tenía los ojos abiertos, la cara pálida y la mirada fija. No durmió en toda la noche, lloró y no contestó a Sonia, que se levantó muchas veces para ver lo que hacía.
Al día siguiente, a la hora de almorzar, el conde Ilia Andreievitch regresó de la hacienda de las cercanías de Moscú. Estaba muy alegre. Se había entendido con el comprador, había terminado el trabajo de Moscú y no había de separarse ya de la Condesa, separación que le ponía muy triste. María Dmitrievna le recibió y le contó que Natacha se había puesto enferma, que había mandado por el médico y que ya estaba mejor.
Natacha estaba sentada ante la ventana con los labios apretados y los ojos secos e inmóviles; miraba ansiosa a los transeúntes y se volvía febrilmente para ver quién entraba en su cuarto. Evidentemente, aún esperaba algo de él; esperaba que se presentaría él mismo o que le escribiría.
Cuando el Conde entró, Natacha se volvió, inquieta, al oír pasos y su rostro adquirió una expresión fría y hostil. Se levantó y se dirigió a su padre.
- ¿Pues qué tienes, hija mía? ¿No te encuentras bien? - preguntó el Conde.
- Sí, estoy enferma - replicó.
A las preguntas inquietas del Conde sobre el aspecto triste que le observaba, y sobre si había pasado algo con su prometido, ella le tranquilizó diciéndole que no había pasado nada y le rogó que no se preocupase. María Dmitrievna confirmó las palabras de Natacha.
El Conde, después de la enfermedad de su hija, enfermedad que él creía fingida, por la perturbación que notaba y por las caras confusas de Sonia y María Dmitrievna, comprendió claramente que había pasado alguna cosa en su ausencia. Pero le era tan penoso creer que había sucedido algo malo a su hija preferida, estimaba tanto la propia tranquilidad, que evitaba las preguntas y procuraba convencerse de que no había pasado nada de particular. Sólo le dolía que a causa de aquella enfermedad tuviera que diferir su marcha.