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II
ОглавлениеAquella noche, los Rostov fueron a la ópera; María Dmitrievna había adquirido las localidades. Natacha no quería ir, pero era imposible corresponder con una negativa a aquella atención que María Dmitrievna tenía precisamente para ella. Cuando, ya arreglada y a punto de salir, pasó al salón para esperar a su padre, se encontró bella al mirarse al espejo, muy bella y aún se entristeció más, con una tristeza dulce y afectuosa.
«Dios mío, si él estuviera aquí no sería como antes, estúpidamente tímida ante cualquier cosa, sino que lo abrazaría, lo apretaría muy fuerte, le obligaría a mirarme con aquellos ojos curiosos, como me miraba muy a menudo, y enseguida le haría reír a la fuerza, como reía entonces - pensaba Natacha -. ¿Qué tengo yo que ver con su padre y su hermana? Yo sólo le quiero a él; amo su rostro, sus ojos, su sonrisa viril e infantil a la vez… No, vale más no pensar en ello, olvidar, olvidarlo todo por ahora. No podría soportar esta espera y lloraría.» Se alejó del espejo haciendo un esfuerzo para contener las lágrimas.«¿Cómo puede querer Sonia a Nicolás tan resignadamente, tan tranquilamente y esperar tanto tiempo con esta paciencia?», pensó mirando a Sonia, que entraba vestida y con un abanico en la mano. «No, ¡ella es muy diferente, pero yo no puedo!»
Natacha en aquel momento se sentía tan tierna, tan dulce, que no tenía bastante con amar y saberse amada; necesitaba besar al hombre amado, escucharle palabras de amor, porque su corazón desbordaba este sentimiento. Mientras iba hacia el carruaje al lado de su padre y miraba soñolienta las luces que se deslizaban sobre el cristal cubierto de escarcha, aún se sentía más tierna y más triste y hasta olvidaba con quién estaba y adónde iba. En la hilera de coches, el de los Rostov, haciendo crujir la nieve bajo sus ruedas, se acercaba al teatro. Natacha y Sonia bajaron ligeras recogiéndose las faldas; el viejo Conde bajó ayudado por los criados, y, entre las damas y los caballeros que entraban y entre los vendedores de programas, los tres penetraron en el corredor de los palcos. Detrás de la puerta cerrada se oía la música.
- Natacha, el cabello - murmuró Sonia.
El criado, cortésmente, se deslizó ante ellas y abrió la puerta del palco. La música se oía más distintamente; la hilera iluminada de palcos brillaba de mujeres con los brazos desnudos y el patio chispeaba de uniformes.
La dama que entró en el palco contiguo observó a Natacha con una mirada de envidia femenina.
El telón aún no se había levantado, iniciábase la sinfonía. Natacha, alisándose el vestido, entró con Sonia y se sentó de cara a la fila iluminada de palcos del otro lado. La sensación, no experimentada desde hacía mucho tiempo, de centenares de ojos que le miraban los brazos y el cuello desnudos se apoderó de ella de súbito desagradablemente, y le excitaron una serie de recuerdos, de deseos correspondientes a aquella sensación.
Las dos muchachas, notablemente bonitas, acompañadas del conde Ilia Andreievitch, al que hacía tiempo no se le veía en Moscú, atraían la atención general. De otra parte, todo el mundo conocía vagamente las relaciones de Natacha con el príncipe Andrés; se sabía que los Rostov habían ido a vivir al campo, y la prometida de uno de los mejores partidos de Rusia era mirada con curiosidad.
Todo el mundo encontraba que Natacha, desde que vivía fuera de allí, había ganado en belleza, y aquella noche, a causa de la emoción, estaba más bella que de costumbre. Impresionaba por la plenitud de vida y de belleza ligada a la indiferencia para todo lo que la rodeaba. Sus ojos negros miraban a la gente sin buscar a nadie; su brazo delgado, desnudo hasta el codo, se apuntalaba en la barandilla, cubierta de terciopelo, e inconscientemente se abandonaba arrugando el programa según el ritmo de la sinfonía.
Ante la orquesta, en el centro, vuelto de espaldas al escenario, Dolokhov estaba de pie, con su pelo espeso, rizado, echado hacia atrás; llevaba traje persa. Era el punto de mira de toda la sala, y, con todo y saber que lo miraban, se mantenía con tanto aplomo como si estuviera en su casa. A su alrededor se agrupaba la juventud dorada de Moscú, y se veía bien que él la dirigía.
En el palco vecino apareció una dama bella y de buen porte, con una trenza enorme, la espalda y el pecho muy escotados, blancos y opulentos. El doble collar de gruesas perlas rodeaba su cuello. Tardó un buen rato en instalarse, haciendo crujir la falda de seda.
Natacha, a pesar suyo, miraba aquel cuello, aquellos hombros, aquellas perlas y aquel peinado y admiraba su belleza. Mientras Natacha la miraba por segunda vez, la dama se volvió y tropezó con la mirada del conde Ilia Andreievitch, que conocía a todo el mundo; el Conde se inclinó y le dirigió la palabra.
- ¿Hace mucho tiempo que está aquí, Condesa? Iré a besarle la mano. Yo he venido para resolver unos negocios y he traído a las niñas. Dicen que Semionovna trabaja divinamente. ¿El conde Pedro Kirilovich se acuerda de nosotros? ¿Está aquí?
- Sí, tenía intención de venir - dijo Elena; y miró atentamente a Natacha.
El conde Ilia Andreivitch volvió a ocupar su sitio.
- Es hermosa, ¿eh? - murmuró el viejo Conde.
- Es una maravilla. Comprendo que se enamoren de ella - replicó Natacha.
En aquel momento sonaba el último acorde de la obertura y el director de orquesta golpeaba el atril con su batuta. En el patio, los caballeros que entraban retrasados se acomodaban en sus respectivos asientos.
Se levantó el telón.
Enseguida, en los palcos y en el patio se hizo el silencio; los hombres, viejos y jóvenes, de uniforme o de etiqueta, todas las damas, con sus bustos cubiertos de pedrería, fijaron ávidamente su atención en la escena. Natacha miró también.