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VI
ОглавлениеA María Dmitrievna le gustaba celebrar el domingo y sabía hacerlo. El sábado quedaba la casa limpia y ordenada; el domingo no trabajaba ni ella ni los criados; vestían los trajes de las fiestas y todos iban a misa. A la comida de los amos se añadía algunos platos y se daba aguardiente al servicio, así como ocas asadas o lechones, pero en ninguna parte se observaba un aire de fiesta tan notable como en la casa de María Dmitrievna, que aquel día adquiría una expresión inmutable de felicidad.
Tras tomar café, después de la misa, en el salón en que habían quitado las fundas de los muebles, entraron a anunciar a María Dmitrievna que tenía el coche a la puerta; con aire severo, vistiendo su chal de las fiestas que se ponía para ir de visita, se levantó y dijo que iba a casa del príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski para conversar respecto a Natacha.
Al poco rato de haberse marchado llegó la dependienta de casa madame Chalmet, y Natacha, muy contenta por la distracción que se le presentaba, pasó a un salón lateral, cerro la puerta y se ocupó de la prueba de los vestidos nuevos. Mientras se probaba el cuerpo hilvanado, sin mangas, volvía la cabeza y se miraba al espejo para ver cómo le caía la espalda, oía en el salón el sonido animado de la voz de su padre y otra voz de mujer que la hizo ponerse colorada: era la voz de Elena. No había acabado aún Natacha de quitarse el cuerpo de prueba cuando la puerta se abrió y entró en la sala la condesa Bezukhov con una sonrisa brillante, dulce y tierna, vestida con un traje de terciopelo lila oscuro y cuello alto.
- ¡Ah, mi encantadora! - dijo a Natacha, que estaba muy colorada -. Vaya, no hay otra como ella, Conde - dijo a Ilia Andreievitch, que entró tras ella-. ¡Y bien! ¡Vivir en Moscú y no ir a ninguna parte! No, no se lo permitiré. Esta noche la señorita Georges declamará en mi casa; vendrán unos cuantos amigos y si no me trae a sus niñas, que son mucho más bonitas que la señorita Georges, me dará un disgusto. Mi marido está ausente; ha marchado a Tver; de no ser así, ya le habría hecho venir a buscarlas. Vengan, les espero; a las nueve todos estarán en casa. Confío en ello.
Saludó con la cabeza a la modista, que era conocida suya, la cual se inclinó respetuosamente, y luego se sentó en una silla cerca del espejo, extendiendo con arte su traje de terciopelo. No cesaba de hablar alegremente mientras admiraba la belleza de Natacha. Le examinaba los vestidos, los elogiaba, y hablaba con vanidad de su traje nuevo de «gasa metálica» que acababa de recibir de París y aconsejaba a Natacha que se hiciera uno igual.
- Pero a usted todo le está bien, querida - decía.
Del rostro de Natacha no se borraba una sonrisa de satisfacción. Se sentía feliz y orgullosa con los elogios de aquella deslumbrante condesa Bezukhov que antes le parecía una dama tan inaccesible y tan importante y que ahora era tan amable para ella. Natacha se ponía alegre, se sentía casi enamorada de aquella mujer tan hermosa y tan sencilla.
Elena, por su parte, admiraba sinceramente a Natacha y deseaba distraerla. Anatolio le había pedido que lo presentase y se la presentase, y por esto ella había ido a casa de los Rostov. La idea de aproximar su hermano a Natacha la divertía.
Por más que le hubiese tenido rencor porque en San Petersburgo le había quitado a Boris, ahora ya no se acordaba, y de todo corazón deseaba suerte a Natacha. Al partir habló un momento aparte con su protegida.
-Ayer mi hermano comió en casa; nos moríamos de risa: no comió nada y es por culpa de usted, querida. Está enamorado como un loco, enamorado de usted.
Natacha se sonrojó vivamente.
- ¡Ay, cómo se pone colorada! ¡Mi niña querida! Si está usted enamorada de alguien, no hay motivo para que se esconda en un rincón; aunque esté prometida, no dudo que su novio preferirá que se divierta, cuando él está ausente, a que se muera de aburrimiento. Venga, debe usted venir - dijo Elena.
«Así, ya sabe que estoy prometida; con su marido, con Pedro, con este buen Pedro, hablan de esto y se ríen. Luego todo esto no es nada malo.» Y otra vez, bajo la influencia de Elena, aquello que antes le parecía terrible, ahora lo encontraba sencillo y natural. «Y ella, una dama tan distinguida, tan elegante, bien se ve que me quiere de todo corazón… ¿Por qué no me he de divertir, pues?», pensaba Natacha mirando a Elena con los ojos muy abiertos.
María Dmitrievna regresó seria y taciturna; evidentemente había sido mal recibida en casa del Príncipe. Estaba demasiado emocionada aún para poder contar lo que le había pasado. A las preguntas del Conde contestó que todo iba bien y que mañana ya se lo explicaría. Cuando supo la visita de Elena y la invitación para la noche, dijo:
- No me gusta la amistad de la señora Bezukhov y no os la recomiendo; pero si le has prometido ir, ve y te distraerás - añadió dirigiéndose a Natacha.